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Presa ya de las agonías de la fiebre, le había dictado la última carta, que ella se había encargado de enviar. Cuando él murió en el hospital de Shkodér, impulsada por la profunda emoción que sentía, ella misma había escrito un despacho que había firmado con el nombre de Alan como si todavía estuviera vivo.
Su despacho fue aceptado y publicado. A partir de los relatos de heridos y enfermos, Hester fue conociendo detalles de las batallas, los asedios y los combates en el frente, las espeluznantes cargas y las interminables semanas de aburrimiento, y a aquel primer despacho siguieron otros, todos ellos firmados por Alan. En medio de la confusión reinante, nadie se dio ni cuenta.
Ahora, de vuelta en el hogar, en el más que sobrio, ordenado y respetable luto que reinaba en casa de su hermano por la muerte de sus padres, vestía de negro como si aquéllas fueran las únicas pérdidas que lamentar, sin tener otra cosa que hacer que llevar una vida tranquila dedicada al bordado, a la redacción de cartas y a discretas obras de caridad en las instituciones sociales locales. Y por supuesto, reducida a la obediencia de las continuas y un tanto pomposas órdenes que le daba Charles con respecto a lo que debía hacer, a cómo debía hacerlo y cuándo. Le resultaba casi insoportable. Era como estar impedida de movimientos. Estaba acostumbrada a ejercer la autoridad, a tomar decisiones y a encontrarse en el ojo del huracán, aunque fuera al precio del agotamiento, de amargas frustraciones, de sentirse llena de ira y piedad, y de sentir que los demás la necesitaban desesperadamente.
Pero Charles se exasperaba porque ni la entendía ni comprendía el cambio que se había producido en ella, en aquella muchacha reflexiva e intelectual que había sido en otro tiempo, y porque empezaba a perder la esperanza de que ningún hombre respetable se brindase a casarse con ella. La idea de que su hermana tuviera que vivir el resto de su vida bajo su mismo techo le resultaba francamente fastidiosa.
La perspectiva tampoco gustaba á Hester, aunque no entraba en sus planes que llegase a convertirse en realidad. Mientras Imogen la necesitara, no se movería de su lado, pero después pensaría en su futuro y en las posibilidades que le brindaba.
Sin embargo, sentada en el coche al lado de Imogen y mientras circulaban por sombrías calles, supo de pronto sin lugar a dudas que algo muy importante perturbaba a su cuñada, algo que por las razones que fuera Imogen mantenía en secreto sin la menor intención de decírselo ni a Charles ni a ella, algo cuyo peso soportaría ella sola. Era más que una pesadumbre, era algo que venía del pasado pero que se proyectaba hacia el futuro.
5
Monk y Evan estuvieron con Grimwade apenas unos instantes y después se fueron directamente a ver a Yeats. Eran poco más de las ocho de la mañana y esperaban encontrarlo desayunando o quizás antes incluso de que empezara a desayunar.
Les abrió la puerta el propio Yeats. Era un hombre bajito de unos cuarenta años, algo regordete, de rostro apacible y escaso cabello que le caía sobre la frente. Lo cogieron por sorpresa, llevaba en la mano un trozo de tostada untada con mermelada. Fijó los ojos en Monk no sin cierta alarma.
– Buenos días, señor Yeats -dijo Monk con decisión-. Somos de la policía y nos gustaría hablar con usted sobre el asesinato del comandante Joscelin Grey. ¿Podemos entrar?
Monk no avanzó ni un paso, pero dominó desde su altura la figura de Yeats, como si lo amenazase vagamente aunque con toda intención.
– Sí-sí, por supuesto -tartamudeó Yeats, haciéndose atrás y agarrando con fuerza la tostada-. Pe-pero le aseguro que no sé na-nada que ya no haya con-contado. Bueno, no a usted… pero sí a un tal señor Lamb… que era un…
– Sí, ya sé -dijo Monk siguiéndolo hacia dentro.
Sabía que se conducía de manera agresiva, pero no podía permitirse ser amable con Yeats teniendo en cuenta que seguramente había visto al asesino cara a cara y tal vez incluso se hubiera confabulado con él, voluntaria o involuntariamente.
– Pero nos hemos enterado de algunas cosas que no sabíamos -prosiguió- desde que el señor Lamb se puso enfermo, y han puesto el caso en mis manos.
– ¿Ah, sí? -exclamó Yeats dejando caer la tostada y agachándose para recogerla, aunque ignorando la mermelada que quedó pegada a la alfombra.
La habitación era más pequeña que la correspondiente de casa de Joscelin Grey y estaba sobreamueblada con un impresionante mobiliario de roble cubierto de fotografías y tapetes bordados. Las dos butacas estaban protegidas con antimacasares.
– O sea que usted… -dijo Yeats, muy nervioso- usted… De todos modos, sigo sin ver en qué., pue-puedo…
– Tal vez si nos permite que le hagamos ciertas preguntas, señor Yeats. -Monk no quería asustarlo tanto que no fuera capaz de pensar o de recordar.
– Bien… si usted cree… Sí… sí… -Siguió retrocediendo hasta que, al tropezar con el sillón más próximo a la mesa, se dejó caer en él.
Monk también tomó asiento y notó que Evan hacía lo propio detrás de él, en una silla con respaldo de barrotes que estaba arrimada a la pared. Pensó fugazmente qué opinión debía de tener Evan de él, si lo tendría por una persona dura, excesivamente ambiciosa, movida por la necesidad de triunfar. Era muy posible que Yeats no fuera más que lo que aparentaba: un hombrecillo asustado a quien el infortunio había situado en el eje de un asesinato.
Monk comenzó a hablar en tono tranquilo, obedeciendo a un instantáneo e irónico antojo que le recomendaba moderar la voz no para tranquilizar a Yeats sino para ganarse la aprobación de Evan. ¿Qué sería lo que le había conducido a un aislamiento tan grande que hasta la opinión de Evan pudiera importarle tanto? ¿Había estado tan absorbido en aprender, escalar puestos y perfeccionarse que ya ni podía permitirse siquiera tener amigos, y mucho menos amor? ¿Existía algo que pusiese en juego sus sentimientos más elevados?
Yeats lo vigilaba como el conejo a la comadreja, demasiado aterrado para moverse siquiera.
– Usted tuvo una visita aquella noche -le dijo Monk con voz casi amable-. ¿De quién se trataba?
– ¡No lo sé! -A Yeats le salió una voz atiplada, casi un graznido-. ¡No sé quién era! ¡Ya se lo dije al señor Lamb! Vino a mi casa por error, no era a mí a quien buscaba.
Monk, sin apercibirse casi, levantó la mano intentando calmarlo, como quien trata de apaciguar a un niño o a un animal demasiado excitado.
– Pero usted lo vio, señor Yeats -dijo manteniendo baja la voz-. Tiene que recordar su aspecto, tal vez su voz. Debió de hablar con usted.
Mintiera o no, Monk no conseguiría nada rebatiendo lo que pudiese decirle, porque Yeats se atrincheraría cada vez más en la afirmación de que no sabía nada del asunto.
Yeats parpadeó.
– Pues… pues… no sabría decirle, señor… señor…
– Monk, debe usted disculparme -dijo Monk excusándose por no haberse presentado anteriormente:-. Y mi colega es el señor Evan. ¿El hombre era alto o bajo?
– Oh, alto, muy alto -afirmó Yeats instantánea mente-. Alto como usted y parecía corpulento; claro que llevaba encima un grueso abrigo porque la noche era muy mala, terriblemente húmeda…
– Sí, sí, lo recuerdo. ¿Cree usted que podía ser más alto que yo?-preguntó Monk, esperanzado, poniéndose de pie.
Yeats lo observó con atención.
– No, no, creo que no. Más o menos como usted, que yo recuerde. Pero de esto hace ya bastante tiempo -dijo moviendo la cabeza con aire desesperanzado.
Monk volvió a sentarse y vio que Evan, discretamente, iba tomando notas.
– De hecho, sólo se quedó un momento -protestó Yeats, sosteniendo todavía la tostada, que ya empezaba a desmenuzarse y a soltar migas sobre sus pantalones-. Simplemente me miró, me preguntó por mis ocupaciones y después, advirtiendo que yo no era la persona que buscaba, volvió a marcharse. Esto es todo. -Se sacudió torpemente los pantalones-. Debe creerme, si yo pudiera ayudarle lo haría. ¡Pobre comandante Grey! ¡Qué muerte tan espantosa la suya! -Se estremeció-. Era un joven encantador. La vida juega a veces muy malas pasadas, ¿no les parece?