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– ¿Quién está contigo? ¿Te encuentras bien?

– ¿Puedes reunirte conmigo? He de darte cierta información.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué no me dices quién está ahí?

– Reúnete conmigo en el Refugio de los Pájaros y te lo explicaré.

– ¿Cuándo?

– Lo antes posible.

Debía tomar una decisión a toda velocidad. Lograr que siguiera hablando parecía casi imposible. Quien estuviera controlando la llamada podía perder los estribos.

– De acuerdo. Pero tardaré un rato. Ya me había acostado y tengo que vestirme. Me reuniré contigo en cuanto pueda, dentro de veinte minutos, más o menos.

Ya había colgado.

Aún no eran las nueve, pero por la noche tampoco había mucho tráfico en los alrededores del Refugio de los Pájaros. La pequeña reserva comprende una laguna de agua dulce que hay junto a una arteria poco utilizada que discurre entre la playa y la autopista. El aparcamiento, con capacidad para veinte automóviles, lo utilizan por lo general turistas en busca de lugares para hacerse fotos. Al otro lado de la calzada había un bar, pero, en los terrenos, ni un mísero guarda. Ni por asomo iba a arriesgarme a presentarme sola y desarmada. Cogí otra vez el teléfono, llamé a Jefatura y pregunté por la sargento Cordero.

– No entra de servicio hasta las siete de la mañana.

– ¿Podría decirme quién hay ahora en Homicidios?

– ¿Es una emergencia?

– Aún no -dije con sequedad.

– Le sugiero que hable con el inspector de guardia.

– Olvídelo. No importa. Probaré en otro sitio.

Apreté la palanca de la horquilla y me encajé el auricular en el cuello mientras pasaba las páginas de la agenda. El «otro sitio» al que llamé fue la casa del sargento Jonah Robb, un poli de la Jefatura de Santa Teresa que trabajaba en la sección de Personas Desaparecidas. Habíamos sostenido una relación intermitente que había oscilado según el ánimo caprichoso de su mujer. Su vida matrimonial era un drama de alta comedia y larga duración, ya que se habían conocido a los trece años, aunque en mi opinión no habían madurado mucho desde entonces. Camilla solía abandonar de vez en cuando el domicilio conyugal -por lo general, sin avisar y sin dar explicaciones- con las dos hijas que tenían y con todo el dinero que les quedaba en la cuenta bancaria común. En todas las ocasiones Jonah juraba que aquélla sería la última vez. Yo había salido a escena durante una de esas tormentas domésticas y me había convertido en la otra, papel que, según pude comprobar, no me gustaba en absoluto. Al final me vi obligada a cortar la relación. Hacía casi un año que no hablaba con Jonah, pero sabía que podía contar con él en caso de necesidad.

Respondió una mujer con voz adormilada, Camilla tal vez, o su última sustituta. Pregunté por Jonah y oí el rumor que producía el auricular al cambiar de manos. Jonah dijo «Diga» con voz también adormilada. No podía creer que hubiese personas que se acostaran antes que yo. Me identifiqué y pareció despejarse un poco.

– ¿Qué ocurre? -dijo.

– Siento molestarte, Jonah, pero un individuo que se llama Curtis McIntyre acaba de llamarme para decirme que nos reunamos en el Refugio de los Pájaros lo antes posible. Estoy convencida de que tenía una pistola en la nuca. Necesito que me ayudes.





– ¿Quién estaba con él? ¿Lo sabes?

– Todavía no, y el asunto es demasiado complicado para entrar en detalles por teléfono.

– ¿Tienes pistola?

– La tengo en la oficina de Lo

– Sí, supongo que puedo echarte una mano.

– No puedo recurrir a nadie más.

– Lo entiendo -dijo-. Me reuniré allí contigo dentro de un cuarto de hora. Pasaré de largo y volveré a pie. Hay sitios de sobra para ocultarse.

– Eso es lo que me preocupa -dije-. No tropieces con los malos de la peli.

– Tranquila. Huelo a un granuja a un kilómetro. Nos veremos allí.

– Gracias -dije, y colgué.

Cogí el bolso y la cazadora, y me felicité por el sentido de la previsión que me había guiado al llenar el depósito del VW horas antes. Ir de mi casa a la oficina y de ahí al Refugio de los Pájaros consumiría todo el margen de tiempo que había fijado yo misma. El acompañante de Curtis podía ponerse quisquilloso si había demoras, y suspicaz si no me presentaba a la hora establecida. Conduje más rápido de lo permitido por la ley, pero sin despegar el ojo del espejo retrovisor, atenta a los coches patrulla que tan astutamente saben camuflarse. Confiaba en encontrar el arma sin problemas. Me había mudado hacía sólo cinco semanas y las cajas de cartón con mis cosas las había trasladado aprisa y corriendo de La Fidelidad de California al bufete de Lo

Llegué al bufete, aparqué en la calle y encajé el bolso en el ángulo del asiento del conductor de modo que no se viese desde fuera. Había poco tráfico, por no decir ninguno, y todas las oficinas de la vecindad parecían cerradas. Crucé el pasaje en penumbra por el que se accedía al pequeño aparcamiento de doce plazas. No vi el Mercedes de Lo

Para subir la escalera, oscura como boca de lobo, me serví de la linterna de bolsillo. Al llegar al pasillo del segundo piso vi que Lo

– ¿Lo

No me molesté en esperar la respuesta. Abrí la puerta de mi despacho y encendí la luz. El despacho había sido antaño una mezcla de cocina y sala de estar para uso de los empleados, y mi actual cuarto trastero era la antigua despensa. Había cinco cajas de cartón amontonadas contra la pared del fondo, evidentemente llenas de enseres que no había necesitado hasta el momento. Ni siquiera recordaba su contenido. Me han dicho que cuando una caja de cartón sigue sin desembalarse dos años después de una mudanza, lo mejor es avisar al Ejército de Salvación para que se lleve el maldito trasto de una vez para siempre. Muy astutamente, había escrito en cada caja: «Material de oficina». Cogí una y rasgué la ancha cinta adhesiva de color marrón. Aparté las tapas. La caja contenía declaraciones de la renta. Probé la siguiente caja y vi un montón de recibos. Ajajá. La Heckler und Koch estaba encima de todo, al lado mismo de dos cajas de cartuchos Winchester Silvertip.

Me senté en el suelo y empuñé la pistola. Cogí una caja de cartuchos y la abrí tirando de la blanca base de espuma sintética. Me puse a llenar el cargador. Al llegar a la armería, Dietz y yo habíamos sostenido otra vociferante polémica a propósito del modelo que me convenía comprar: el modelo P7, con capacidad para nueve cartuchos, o el P9S, con capacidad para diez. Uno era caro y el otro más. Yo estaba muy malhumorada y no había quien me convenciera. El P7 costaba algo más de mil cien dólares. El P9S tampoco acababa de gustarme; en mi opinión, era mucha pistola para mí. Lo del precio no era un argumento válido para Dietz.