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Me hallaba en un paseo secundario sumido en la penumbra y yo seguía inmóvil ante el volante. Bajé la ventanilla para oír el canto de los grillos. Me reanimó sentir el aire húmedo en la mejilla. La hierba de la cuneta emitía un olor penetrante en los puntos en que la había pisado. Al terminar el primer curso de bachillerato había sido (durante muy poco tiempo) monitora en un cámping de la Asociación de Jóvenes Cristianas. Por entonces debía de tener quince años, estaba llena de ilusiones y no había entrado aún en la fase de los suspensos, la rebeldía y la marihuana. Cierta tarde de estío me había puesto al frente de un pelotón de niñas de nueve años y habíamos emprendido una excursión de veinticuatro horas. Todo fue de perlas hasta que preparamos todo para pasar la noche: nos dimos cuenta de que el árbol bajo el que habíamos extendido los sacos de dormir estaba atestado de arañas que empezaron a caernos encima sin avisar. Plop, plop. Plop, plop. Madre mía. Menudos gritos dimos. Las niñas estuvieron a punto de morirse del susto por mi culpa…

Miré por el espejo retrovisor. Un vehículo apareció por la esquina y redujo la velocidad al llegar a mi altura. En la portezuela del coche figuraba la insignia de la patrulla de vigilancia de Horton Ravine. Había dos hombres en el asiento de delante y el copiloto me enfocó la cara con la linterna.

– ¿Le ocurre algo?

– Nada, gracias -dije-. Ya me iba.

Giré la llave de contacto, puse la primera, anduve unos metros por el arcén y accedí a la calzada delante de los patrulleros. Salí de Horton Ravine a velocidad moderada con el coche patrulla pisándome los neumáticos. Me adentré de nuevo en la autopista, más por impotencia que por seguir un plan concreto. ¿Qué paso daría ahora? Casi todas las pistas me habían conducido a un callejón sin salida, y mientras no hablase con Curtis no sabría cómo estaba la situación. Había dejado recado de que me llamase. Lo más sensato era volver a casa; allí por lo menos me localizaría si encontraba cualquiera de los mensajes.

Cuando llegué a mi domicilio eran las ocho y cuarto. Cerré la puerta al entrar y encendí las luces de la planta baja. Metí el fragmento de seta en una bolsa de cierre hermético y rebusqué en un cajón de la cocina hasta que encontré un rotulador. Dibujé en la etiqueta una calavera y dos tibias cruzadas y guardé la bolsa en el frigorífico. Me quité la cazadora y me senté en un taburete. Me puse a estudiar el mapa de carreteras que trazaban las fichas coloreadas del tablón.

Me preocupaba la posibilidad de que la verdad estuviese ante mis propias narices. Si Morley, en efecto, había descubierto algo importante, saltaba a la vista que lo había pagado con la vida. Pero, ¿qué era? Recorrí con la mirada una columna de datos y luego la siguiente, como si las fichas fueran los fotogramas de la película de los hechos. Me levanté, paseé por la habitación, volví al mármol de la cocina y estuve mirando el tablón otro rato. Me dirigí al sofá, me tumbé boca arriba y me puse a mirar el techo. Pensar es costoso y difícil, por eso casi nadie lo hace. Me levanté dominada por el nerviosismo, regresé al mármol y me quedé mirando el tablón con los codos apoyados en la superficie de madera.

– Morley, bonito, ayúdame -dije.

Ep.

Bueno, descubrí una pequeña incongruencia a la que no había prestado mayor atención. Según Regina Turner, la del Gypsy Motel, Noah McKell había sido atropellado a la una y once minutos de la madrugada. Pero Tippy no había llegado al cruce de la 101 con San Vicente hasta las dos menos veinte, es decir, media hora más tarde. ¿Por qué había tardado tanto? El motel y la salida de la autopista sólo distaban siete u ocho kilómetros. ¿Se había detenido acaso a tomar un café? ¿A llenar el depósito? Acababa de matar a un hombre, y según David estaba visiblemente alterada. Me costaba imaginar lo que había hecho en el curso de aquellos treinta minutos. Puede que hubiera estado conduciendo sin rumbo fijo. Ignoraba el alcance que podía tener el asunto, pero averiguarlo tampoco me parecía difícil.

Cogí el teléfono y marqué el número de Rhe Parsons y su hija sin apartar los ojos del tablón. Ocho timbrazos, nueve timbrazos. Claro. Viernes por la noche. Había olvidado que esa noche inauguraban la exposición de Rhe en la Galería Axminster. Cogí la guía telefónica y busqué el número de la galería. Lo cogieron al segundo timbrazo, pero el barullo de fondo impedía oír nada. Me tapé el otro oído con la mano y me concentré en los sonidos que me transmitía el auricular. Pregunté por Tippy, pero tuve que repetir la pregunta a voz en cuello. El individuo que estaba al otro extremo del hilo dijo que iba a buscarla. Estuve unos minutos escuchando las risas de la concurrencia, el tintineo de los vasos. Al parecer se lo estaban pasando infinitamente mejor que yo…

– ¿Diga?

– Sí, sí, ¿Tippy? Soy Kinsey. Oye, sé que no es momento para charlas, pero estaba dándole vueltas a la noche en que mataron a tu tía. ¿Puedo hacerte un par de preguntas?

– ¿Ahora?

– Sí, si no te importa. Quisiera saber lo que ocurrió entre el momento del accidente y el instante en que viste a David Barney.

Tardó en contestar.

– No lo sé. Bueno, sé que fui a casa de Isabelle, pero nada más.

– ¿Fuiste a casa de Isabelle?

– Sí. Me sentía francamente mal y fue lo primero que se me ocurrió. Quería contarle lo sucedido y pedirle ayuda. Si ella me hubiera dicho que volviera al lugar del atropello, la hubiera obedecido, lo juro.

– ¿No puedes hablar más alto? ¿Qué hora era entonces?

– Justo después del accidente. Al ver que le había atropellado, apreté el acelerador y fui derecha a su casa.

– ¿Y estaba?

– Supongo. Vi las luces encendidas…

– ¿La luz del porche también?

– Sí. Llamé varias veces, pero no me abrió.

– ¿Estaba la mirilla en la puerta?

– No me fijé. Rodeé la casa, pero encontré todas las puertas cerradas. Volví a la camioneta y me dirigí a mi casa.





– Por la autopista.

– Sí, la cogí en Little Pony Road.

– Y la dejaste en San Vicente.

– Pues sí -dijo-. ¿Ha pasado algo?

– Nada, tranquila. Lo que acabas de decirme reduce el tiempo de la muerte, pero no sé si el dato será importante. De todos modos, te lo agradezco. ¿Me llamarás si se te ocurre algún otro detalle?

– Pues claro. ¿Querías algo más?

– Por ahora no -dije-. ¿Has ido a la policía?

– Aún no. He hablado con una abogada y mañana por la mañana me acompañará a Jefatura.

– Muy bien. Tenme al tanto de lo que suceda. ¿Qué tal la inauguración?

– Fenomenal -dijo-. Todos están entusiasmados; Mi madre ha vendido ya seis esculturas.

– Estupendo. Me alegro por ella. Ojalá las venda todas.

– Tengo que dejarte. Te llamaré mañana.

Cuando murmuré la despedida de rigor, ya había colgado.

Aún no había tenido tiempo de apartar la mano del auricular cuando sonó el teléfono. Descolgué pensando que Tippy acababa de acordarse de algo.

– ¿Sí?

Oí una respiración durante el silencio inicial que se produjo, muy breve en realidad, y a continuación una voz masculina.

– ¿Kinsey? -Volví a oír la respiración.

– Sí. -Era una especie de jadeo y no dejó de extrañarme. Otra vez me llevé la mano a la oreja libre y agucé el oído para descifrar los mensajes del silencio, del mismo modo que lo había aguzado para desentrañar el alboroto reinante en la inauguración de la exposición escultórica. Aquel hombre lloraba. No eran sollozos, sino los gemidos ahogados que se emiten cuando quien llora se esfuerza por ocultarlo. El aire se le filtraba por las cuerdas vocales.

– ¿Kinsey?

– ¿Curtis?

– Eh… ejem. Sí.

– ¿Qué te pasa? ¿Hay alguien contigo?

– Estoy bien. ¿Y tú?

– Curtis, ¿qué pasa? ¿Hay alguien contigo?

– Exacto. Bueno, verás, te he llamado para preguntarte si podrías reunirte conmigo; quiero contarte una cosa.