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– No es necesario que se excuse -dijo-. Naturalmente que puede llamarme. Supongo que a estas alturas no le hará ningún daño la autopsia.

– Me gustaría hablar con el departamento del coroner para poner a los funcionarios sobre aviso, pero no quiero dar un paso sin su consentimiento.

– No me opongo.

– ¿A qué? -preguntó Louise al aparecer por la puerta con la bandeja del té, que dejó en la mesita de servicio. Dorothy la puso al corriente y le resumió la situación con la misma brevedad con que había resumido el proceso civil.

– Autorízala de una vez -dijo Louise. Llenó una taza y me la alargó-. Si lo consultas con Frank, llegará el verano y aún estaréis dándole vueltas.

Dorothy esbozó una sonrisa.

– Lo mismo pienso yo, pero no quería decirlo -repuso. Y añadió, dirigiéndose a mí-: Adelante, haga lo que crea oportuno.

– Gracias.

El inspector Burt Walker, del departamento del coroner, era un cuarentón con entradas en el pelo de color albaricoque, barba de una semana y un bigote rojiamarillo. Tenía la cara redonda y una tez rubicunda que sugería la presencia de algunas gotas de sangre escandinava en su sistema circulatorio. Llevaba gafas pequeñas y redondas de montura metálica. Aunque no era exactamente fornido, parecía haber aumentado de volumen en el curso de los años. No le sobraba ningún kilo. Vestía pantalón ancho de color beige, chaqueta marrón de mezclilla, camisa azul y corbata roja con topos blancos. Mientras le detallé las circunstancias que habían rodeado la muerte de Morley, permaneció con el codo en la mesa, y unas veces asentía y otras se rascaba la frente. Le manifesté mis recelos, pero no sabría decir si me tomó en serio o si se limitó a ser educado. Se me quedó mirando cuando terminé.

– ¿Y qué conclusión saca usted?

Me encogí de hombros, turbada ante el hecho de exponer con claridad mis sospechas.

– Que en realidad murió envenenado.

– O bien que una sustancia tóxica precipitó el ataque al corazón -dijo Burt.

– Exacto.

– Bueno, no es inconcebible -dijo con parsimonia-. Cabe la posibilidad de que le administraran la sustancia poco a poco. Supongo que no se la tomaría por voluntad propia, porque estaba deprimido o harto de vivir, ¿no?

– No. Su mujer tiene cáncer, pero llevaban casados cuarenta años y Morley sabía que ella dependía de él. No la habría abandonado. Por lo que sé, se tenían mucho afecto. Si fue envenenamiento, tuvo que ingerir la sustancia sin darse cuenta.

– ¿Se ha formado alguna opinión acerca del producto químico responsable?

Negué con la cabeza.

– Soy profana en la materia. He charlado con su mujer hoy mismo y no ha podido proporcionarme pistas concretas. Nada evidente o identificable, por lo menos. Dice que tenía muy mal color de cara, pero lo cierto es que no le he preguntado a qué se refería.

– Si hubiera sido una sustancia corrosiva se habría sabido en el acto. -Dio un suspiro y cabeceó-. No sé qué decirle. No puedo pedirle a un toxicólogo que empiece a hacer análisis para buscar una sustancia desconocida. No tiene usted una base de la que partir y lo que pide es demasiado general. Piense la inabarcable cantidad de fármacos, pesticidas y productos industriales que hay en el mercado… incluso en las sustancias que se tienen normalmente en casa. Por lo que dice, si está usted en lo cierto, el problema se complica porque el hombre estaba hecho físicamente una ruina.

– ¿Acaso le conocía usted?

Se echó a reír.





– ¿A Morley? Desde luego. Un tipo estupendo donde los haya, pero seguía anclado en los años cincuenta, cuando todo el mundo creía que beberse una botella de whisky al día y fumarse tres paquetes de tabaco era sano, además de elegante. Una persona que, como Morley, padeciera del hígado o los riñones, acusaría mucho más los efectos de cualquier agente tóxico; porque no lo eliminaría como es debido y seguramente lo toleraría mucho menos que una persona sana. Hay sustancias, por ejemplo los ácidos y los álcalis, que se eliminan al instante. Supongo que la viuda no le detectaría ningún olor extraño en el aliento.

– No, y lo habría notado. Al principio, antes de comprender que era inútil, probaron a hacerle la respiración boca a boca.

– Lo cual descarta el cianuro, el paraldehído, el éter, el bisulfito y el sulfato nicotínico. No hay forma de disimularlos.

– ¿Y el arsénico?

– Sí, quizá. Por los síntomas que ha descrito usted, podría tratarse de arsénico. Lo que no encaja es que se sintiera mejor, ese detalle no me gusta. Lástima que no fuera al hospital. Habrían visto de qué se trataba.

– Supongo que, con la mujer enferma, no querría ser un engorro -dije-. Todo el mundo ha pasado la gripe. Seguramente creyó que era eso.

– Tal vez -dijo Burt-. Por otra parte, si se trata de un alimento y consideramos el conducto gastrointestinal como vía de acceso, tenemos entonces un margen de tiempo para que se produzcan tanto las transformaciones químicas como el proceso de eliminación. En términos generales, los componentes químicos que entran en un organismo vivo o bien se transforman en virtud del metabolismo, o bien se eliminan, lo que quiere decir que la cantidad de veneno detectable disminuye de modo paulatino. El aparato digestivo se pone en marcha; y lo que hace básicamente es destruir las pruebas. Si el veneno mata enseguida, casi siempre quedan rastros detectables durante la autopsia. Y si embalsaman al muerto, peor, porque en tal caso se introducen fluidos en el aparato circulatorio que dificultan la labor del toxicólogo.

– A pesar de todo, ¿podría detectarse la presencia de sustancias tóxicas?

– Es posible. Habría que analizar también alguna muestra de los fluidos empleados para embalsamar el cadáver a fin de cotejarla con los elementos y compuestos extraños que se encuentren en los órganos. Si de veras cree que ha sido un envenenamiento, lo más provechoso que puede hacer es traerme todos los productos que encuentre en la casa; busque productos alimenticios sospechosos en la basura; hágase con los frascos de pastillas, los raticidas, los atomizadores contra las cucarachas, los desinfectantes, los productos de limpieza, los insecticidas para el jardín y cosas por el estilo. Hablaré con el empresario de pompas fúnebres por si nos fuera de alguna utilidad. Estos sujetos son un prodigio de sagacidad cuando se les dice con exactitud qué es lo que se busca.

– ¿Lo hará entonces?

– Bueno, si la viuda firma los papeles, le echaremos un vistazo.

La emoción que sentí no estuvo del todo libre de temor. Si resultaba que me había equivocado, haría el ridículo más espantoso de mi vida.

– ¿Y esa sonrisa de satisfacción? -dijo.

– Es que no creí que me tomara en serio.

– Me pagan por tomarme en serio a la gente cuando corresponde. El temor de que una persona haya muerto envenenada aparece en muchas ocasiones porque surgen recelos entre los amigos y parientes. Traeremos a Morley y le daremos un vistazo.

– ¿Y el entierro?

– Bueno, pueden celebrar el sepelio. Lo traeremos aquí inmediatamente después y nos pondremos a trabajar. -Se detuvo para dirigirme una mirada de sondeo-. ¿Tiene ya algún sospechoso, en el caso de que se confirmaran sus temores?

– La verdad es que no dispongo de ninguna pista -dije-. Sigo sin saber quién mató a Isabelle Barney.

– Yo, en su lugar, no insistiría demasiado.

– ¿Por qué lo dice?

– Puede que Morley muriera por ser demasiado curioso.