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– No me importaría.

Volvió al tema anterior, quién sabe si con la esperanza de posponer la charla sobre Isabelle.

– Me dedico a dibujar desde que tenía doce años. Recuerdo incluso cuando empecé. En sexto curso. Habíamos ido de excursión a un parque dónde había un estanque. Todos mis compañeros dibujaron la fuente con los típicos vagabundos sentados en el borde. Yo dibujé los huecos de la tela metálica de la valla. Mi dibujo estaba vivo, el de los demás parecía propio de alumnos de sexto que van de excursión. Fue como una ilusión óptica y algo se modificó en mi interior. Noté que mi cerebro daba un salto hacia adelante y me eché a reír. A partir de entonces fui una especie de milagro artístico, la estrella de la clase. Podía dibujar lo que me propusiera.

– La envidio. Siempre he pensado que tiene que ser maravilloso. ¿Puedo preguntarle por Isabelle? Dijo usted que no andaba sobrada de tiempo.

Desvió la mirada y su voz se volvió más tenue.

– Puede hacerlo. ¿Por qué no? He hablado con Simone y me ha puesto al corriente.

– Lamento la confusión sobre Morley Shine. Según los informes, ya había hablado con usted. Yo tenía que limitarme a llenar las lagunas.

Se encogió de hombros.

– Conmigo, desde luego, no habló; y más vale que haya sido así. Sostener la misma conversación dos veces me habría sacado de mis casillas. En fin, ¿qué quiere saber?

– ¿Cómo se conocieron?

– En Santa Teresa, en la facultad, durante un curso de técnicas de impresión. Yo tenía dieciocho años, estaba soltera y era madre de una niña. Tippy tenía dos años. Sabía quién era el padre; siempre se sintió responsable de ella y me pasaba dinero, pero no me habría casado con él…

Imaginé a un traficante de drogas con la nariz perforada, un rubí diminuto incrustado en la aleta igual que un talismán, y el pelo grasiento cayéndole hasta la mitad de la espalda.

– … Isabelle acababa de cumplir los diecinueve años y salía con el individuo que después se mató en una barca. Éramos demasiado jóvenes para lo que estaba a punto de suceder, pero nos unió como el cemento. Fuimos amigas durante catorce años. Todavía la echo de menos.

– ¿Es usted muy amiga de Simone?

– Hasta cierto punto, sí, pero no del mismo modo que de Isabelle. Pese a ser hermanas, eran muy distintas, tanto que llamaba la atención. Isabelle era especial. Muy especial. Tenía cualidades insólitas. -Se detuvo para dar la última chupada al cigarrillo y arrojó la colilla hacia el aparcamiento-. Tip adoraba a Isabelle, era como una segunda madre para ella. Le contaba los secretos que no se atrevía a contarme a mí. Y mejor que haya sido así, en mi opinión. No creo que una madre tenga que saber por necesidad ciertas cosas de su hija. -Se interrumpió enseñándome el índice-. Haremos un alto mientras voy a ver cómo va la clase.

Se dirigió a la puerta y se asomó al interior del aula. Vi que un estudiante sesentón se volvía para mirarla con expresión confusa. Levantó la mano con timidez.

– Aguarde un momento -dijo Rhe-. Voy a justificar el sueldo.

El hombre que la había llamado le hizo una pregunta interminable y Rhe le respondió moviendo mucho las manos, como si estuviese hablando con un sordomudo. No sé exactamente qué trataba de explicarle, pero el hombre tampoco pareció captarlo al principio. La modelo había cambiado de pose, había vuelto a encaramarse en el taburete y apoyaba un pie en el segundo travesaño. Vi el ángulo que le formaba la cadera y la línea recta que formaba la nalga cuando ésta entraba en contacto con la superficie del taburete. Rhe iba ahora de un caballete a otro. Esperé a que completara el circuito.

Oí pasos a mis espaldas y me volví. Era una joven con tejanos ajustados y camperas de tacón alto. Llevaba una camisa vaquera y del hombro le colgaba un bolso grande de cuero, como los que llevan los carteros. Su rostro era una versión desgarbada de la cara de Rhe, aunque sospechaba que la madurez le suavizaría los rasgos; por lo pronto, parecía un tosco boceto a lápiz de un futuro retrato al óleo. Tenía la cara ancha, los mofletes redondeados todavía por los últimos vestigios de la gordura infantil, pero los mismos ojos verdosos de la madre, la misma trenza larga y de color castaño oscuro. Le eché unos veinte años. Aspecto sano y mucha vitalidad. Me saludó con una sonrisa.

– ¿Está mi madre dentro?

– Saldrá enseguida. ¿Eres Tippy?

– Sí -dijo con cara de sorpresa-. ¿Nos conocemos?

– Hablaba hace un momento con tu madre y dijo que ibas a venir. Me llamo Kinsey.

– ¿También das clases aquí?

Negué con la cabeza.

– Soy investigadora privada.

Amagó una sonrisa como si esperase la conclusión del chiste.

– ¿En serio?

– Sí.

– ¡Qué interesante! ¿Y qué investigas?

– Trabajo para un abogado en un caso judicial.

Se le desvaneció la sonrisa.

– ¿Por lo de mi tía Isabelle?

– Sí.

– Creí que ya se había celebrado el juicio y que le habían absuelto.





– Vamos a intentarlo otra vez, cambiando de estrategia. Con un poco de suerte, lo crucificaremos.

La cara de Tippy pareció ensombrecerse.

– Nunca me ha caído bien. Era un auténtico plomo.

– ¿Qué recuerdas?

Hizo una mueca: de resistencia, de repugnancia, con un poco de pesar tal vez.

– Poca cosa, salvo que todos llorábamos a mares. Semanas enteras. Fue espantoso. Yo tenía dieciséis años entonces. No era mi tía de verdad, pero éramos muy amigas.

Rhe salió del aula con el llavero en la mano.

– Hola, criatura. Supuse que ya estarías aquí. Veo que ya conoces a la señorita Millhone.

Tippy dio un beso a su madre en la mejilla.

– Te estábamos esperando. Pareces cansada.

– Estoy bien. ¿Y el trabajo? -le preguntó Rhe.

– Estupendo. Dice Corey que a lo mejor me suben el sueldo, pero sólo alrededor del tres por ciento.

– Déjate de charlas y vete -dijo Rhe-. ¿A qué hora tenías que recoger a Karen?

– Hace quince minutos. Voy con retraso.

Observamos los movimientos de Rhe mientras sacaba la llave del llavero; señaló con el dedo hacia el aparcamiento.

– Está en la tercera fila, a la izquierda. Lo quiero de vuelta a medianoche.

– ¡Si no saldremos hasta las doce y cuarto! -exclamó Tippy en son de queja.

– Entonces en cuanto salgáis. Y no me dejes sin gasolina, como la última vez.

– ¡Si no tenía ni gota cuando me lo dejaste!

– ¿Vas a obedecer o no?

– ¿Qué pasa? ¿Has quedado con alguien? -dijo Tippy con malicia.

– Tippy…

– Lo decía en broma. -Cogió la llave de manos de la madre y echó a andar hacia el aparcamiento con ruidoso taconeo.

– «Perdona por la molestia, mami» -exclamó Rhe a sus espaldas-. «Gracias, querida madre.»

– De nada -respondió Tippy.

Rhe cabeceó con el enfado fingido que sólo se permiten las madrazas.

– A los veinte son egoísmo puro; y cuando salen del cascarón, se casan.

– Se lo habrán dicho miles de veces, pero parece usted demasiado joven para ser su madre.

Sonrió.

– Tenía dieciséis años cuando nació.

– Parece una muchacha estupenda.

– Y lo es, gracias a los Anónimos, que la ayudaron a los dieciséis.

– ¿Alcohólicos Anónimos? ¿Habla usted en serio?

– Empezó a beber a los diez años. Yo tenía que trabajar si queríamos comer las dos y la canguro bebía como una esponja. Tip se quedaba con ella al salir del colegio y se zampaba toda la cerveza que podía. Y yo sin enterarme, pensando que tenía una niña maravillosa porque era dócil y obediente. Nunca se quejaba, ni lloriqueaba si llegaba tarde o tenía que pasar la noche fuera. Tenía amigas que eran madres solteras como yo. Lo pasaban fatal. Los críos se les iban de casa o les creaban problemas. Mi pequeña Tippy, no. Llevarse bien con ella era lo más fácil de este mundo. No era buena estudiante y cogía una gripe detrás de otra, pero por lo demás, de maravilla. Supongo que no quería darme cuenta, porque en la actualidad sé que casi siempre estaba borracha o con resaca.