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– La ensalada después -dijo-. Primero gulyashus. Me sale muy típico. Te vas a chupar los dedos. -Ya lo había apuntado en el cuaderno que llevaba últimamente. Me pregunté si llevaría la cuenta de todas las comidas que yo consumía en su establecimiento. Me estiré para ver lo que había escrito y me dio un lapicerazo en la cabeza.

– Rosie, ni siquiera sé lo que es el gulyashus.

– Yo decir si tú callar.

– Ya estoy callada. Dímelo.

Primero tuvo que ponerse en situación y adoptar la postura idónea del mismo modo que el violinista afirma los pies en el suelo antes de rasgar las cuerdas con el arco. Habla mal en inglés cuando quiere, sin duda porque cree que así da más autenticidad a lo que dice.

– Gulyás significar «pastor» en húngaro. El plato, del siglo ix. Muy bueno. Los pastores fríen cubitos de carne con cebollas, poquísima agua. Nada de paprika, por eso yo no poner. Cuando líquido se evapora, secan carne al sol y la guardan en bolsas hechas de… eso que tiene el carnero… cómo se dice…

– ¿Testículos?

– Estómago.

– Después de digerido. Muy sabroso. Yo probar y no querer oír el resto -le seguí la corriente.

– Así se hace, valiente -dijo con satisfacción.

Lo que me trajo era lo que mi tía llamaba culás, es decir, trozos de ternera fritos con cebolla y condimentados con nata agria. Sabía de maravilla y la ensalada picante que vino después aportó el contrapunto perfecto. Rosie me autorizó a añadir al menú un vasito de vino tinto, bollitos con mantequilla y algo de queso. Puesto que la cena me costó sólo nueve dólares, no tenía derecho a quejarme. Aunque me pregunté si no habría puesto un precio demasiado bajo a mi sumisión total.

Mientras me tomaba el café, se quedó junto a mi mesa y empezó a quejarse. Miguel, el mozo, un sujeto hosco de cuarenta y cinco años, la había amenazado con despedirse si no le aumentaba el sueldo.

– Es absurdo. ¿Por qué quiere más dinero? ¿Sólo por haber aprendido a lavar los platos, tal como le enseñé? Tendría que pagarme él a mí.

– Rosie -dije-. Se puso a lavarte los platos porque hace seis meses se despidió Ralph. Ahora hace el trabajo de dos hombres y es lícito que cobre en consecuencia. Además, estamos casi en Navidad.

– No se rompe los riñones -puntualizó, inmune a las ideas de juego limpio, justicia social y generosidad navideña.

– No le aumentas el sueldo desde hace dos años. Él mismo me lo dijo.

– Estás de su parte, ¿no?

– Pues sí. Es un buen empleado. Sin él, estarías perdida.





Tenía la determinación pintada en la cara.

– No me gustan los hombres refunfuñones.

El servicio de Formación de Adultos donde Rhe Parsons daba clase estaba en Bay Street, al otro lado de la autopista y a unas dos calles del hospital St. Terry. El complejo, antaño una escuela de enseñanza primaria, consistía en una serie de oficinas, una pequeña sala de conciertos e infinitas aulas de tamaño portátil. El aula 10 situada detrás del aparcamiento, era un estudio de tamaño descomunal con una puerta en cada extremo. Salía luz a raudales por las ventanas. Tengo una aversión natural a las instituciones educativas, pero el dibujo me parecía saludable, al contrario que las matemáticas o la química. Me asomé a la puerta.

No había más muebles que los caballetes y unas cuantas sillas de madera y respaldo vertical. En el centro del aula, sobre una tarima, una mujer en albornoz, seguramente la modelo, estaba encaramada en un taburete alto de madera y leía una revista. Los estudiantes, que oscilaban entre los treinta y los setenta y pico, iban de un lado para otro. En Santa Teresa casi todos los cursos para adultos son gratis. Por una clase práctica como aquélla puede que se cobrasen dos dólares a lo sumo, para costear el material, pero la mayoría de las matrículas son gratuitas y de régimen abierto. Aún había movimiento de coches en el aparcamiento. Faltaban ocho minutos para las siete y los alumnos llegaban y entraban charlando. Vi que algunas mujeres sacaban más caballetes de un pequeño almacén. Vi una máquina de café y una caja grande de color rosa, seguramente con pastas, para tomarlas con el café durante el descanso. Al fondo se oía Silk Road de Kitaro, a escaso volumen; la música llenaba el aula con su ritmo seductor. Percibí el olor de la pintura al óleo, y vi los primeros chorros burbujeantes del café caliente y fuerte.

Una mujer, Rhe Parsons sin duda, salía de un pequeño almacén con un rollo de papel barato y una caja de lápices; tejanos, camisa de algodón con las mangas subidas, un paquete de tabaco en el bolsillo superior izquierdo. Sin maquillaje ni sostén. Llevaba sandalias de cuero basto y cinturón de cuero hecho a mano. El pelo, castaño oscuro y recogido en una trenza, le llegaba a la mitad de la espalda. Le eché treinta y ocho o treinta y nueve años, y me pregunté si por casualidad no habría estado en Woodstock cuando todos éramos mucho más jóvenes. Yo había visto fragmentos del concierto en televisión y me la imaginé paseando descalza por el barro, totalmente desnuda, con un porro, el pelo hasta la cintura y margaritas pintadas en las mejillas. Los años le habían agriado el carácter, cosa que sucede incluso en las mejores familias. Puso los lápices en un estante y fue con el papel hasta una mesa enorme de trabajo, donde empezó a cortarlo en hojas idénticas con unas tijeras de tamaño industrial. Los estudiantes que carecían de cuadernos de dibujo se pusieron en cola, en espera de que la mujer terminase la operación. Levantó la vista, me vio y siguió con lo que estaba haciendo. Crucé el aula y me presenté. No pudo ser más amable. Tal vez, como les ocurre a muchas personas normalmente malhumoradas, el enfado se le hubiera ido al instante para ceder paso a una actitud más cordial.

– Perdone si por teléfono estuve cortante. Pongo a trabajar al personal y salimos al callejón. -Consultó el reloj, que llevaba en la cara interior de la muñeca. Eran las siete en punto. Batió palmas-. Muy bien, amigos. Todos a sus puestos, que a Linda se le paga por horas. Hoy empezaremos con bocetos rápidos, uno por minuto. Es para adquirir práctica, de modo que no os preocupéis por los detalles. Pensad a lo grande. Llenad la página. No quiero miniaturas. Betsy cronometrará el trabajo. Cuando suene el timbre, coged la hoja siguiente y volved a empezar. ¿Alguna pregunta? Adelante, pues. A entretenerse.

Hubo cierta confusión mientras los estudiantes rezagados buscaban caballetes vacíos. La modelo bajó del taburete, se quitó el albornoz, se inclinó hacia adelante con las manos en el taburete y la espalda curvada con gracia. Comprobé con alivio que su aspecto era el de una persona normal y corriente: con michelines, desproporcionada y los pechos flojos a causa de la maternidad. La mujer que estaba más cerca de mí observó a la modelo durante unos segundos y se puso a dibujar. Fascinada, vi que sabía reproducir la línea de la espalda de la modelo, la curvatura de la columna. Las sinuosidades líricas de la música acentuaban el silencio del aula.

Rhe me observaba a su vez. Sus ojos eran entre verdes y castaños y tenía las cejas desiguales. Avanzó hacia la salida trasera y la seguí. El aire del exterior era ocho grados más frío que el del aula. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se apoyó en un pilar.

– ¿Le gusta el dibujo? Parecía interesada.

– ¿De veras enseña usted a dibujar de ese modo?

– Pues claro. ¿Quiere aprender?

Me eché a reír.

– No lo sé. Me pongo nerviosa. Nunca he hecho nada relacionado con el arte.

– Pues debería intentarlo. Apuesto a que le gustaría. Doy los rudimentos durante el primer semestre. Se trata de copiar del natural y las clases son para alumnos que carecen de experiencia. Si sigue usted mis instrucciones, aprenderá con rapidez. -Desvió la mirada hacia el aparcamiento.

– ¿Espera a alguien?

Volvió a posar los ojos en mí.

– Mi hija me dijo que iba a venir. Quiere llevarse mi coche. Si usted va a estar por aquí mucho rato, a lo mejor le pido que me lleve a casa.