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– ¿Cuándo lo hiciste?

– Aquel mismo miércoles por la noche. Se dirigía a casa. Yo tenía el coche, llegué antes y le abrí la puerta. Estaba agotado y le dolían los pies. Le preparé un vodka con tónica y se lo llevé a la terraza. Se bebió medio vaso de un trago. Le puse la pistola en el cuello y apreté el gatillo. Apenas se movió y me apresuré a quitarle el vaso de la mano para que no se le derramase encima la bebida. Lo arrastré hasta el embarcadero y lo puse en la lancha. Lo cubrí con una lona impermeable, puse en marcha el motor y me adentré en el mar, lo suficiente para no llamar la atención.

– ¿Y después?

– Cuando estuve a unos quinientos metros de la orilla, até al cadáver un viejo motor de veinticinco caballos del que de todos modos quería deshacerme. Le dí un beso en la boca. Ya estaba frío y sabía a sal. Lo empujé por la borda y se hundió.

– Con la pistola.

– Sí. Puse el motor a toda velocidad y fui de Perdido a Santa Teresa, entré en la dársena, amarré la lancha al Lord y puse en marcha la goleta. Recorrí la costa y desplegué las velas. Volví a Perdido con la lancha mientras el Lord se adentraba en alta mar.

– Pero ¿por qué? ¿Qué te había hecho Wendell?

Volvió la cabeza y se quedó mirando el horizonte. Cuando se giró hacia mí, advertí su sonrisa.

– Viví y viajé con él durante cinco años -dijo-. Le di dinero, un pasaporte, cobijo, apoyo. ¿Y cómo me lo pagó? Volviendo con su familia, avergonzándose de mí hasta tal punto que ni siquiera quiso que sus hijos conocieran mi existencia. Había sufrido la crisis de los cuarentones; yo había sido su crisis. Cuando la venció, volvió con su mujer. Yo no podía permitirlo. Era demasiado humillante.

– Pero Dana no quería volver con él.

– Habría acabado por aceptar. Todas lo hacen. Dicen que no, pero cuando llega el momento son incapaces de resistirse. No creo que tengan la culpa. Todas se derriten por dentro cuando vuelve el maridito de rodillas. No importa lo que éste haya hecho. Lo único que cuenta es que regresa y le dice que la quiere. -La sonrisa había desaparecido y se había puesto a llorar.

– ¿A qué vienen esas lágrimas? Wendell no las merecía.

– Le echo de menos. Creía que no, pero así es. -Desanudó el cinturón de la gabardina y dejó que ésta le resbalase por los hombros. No llevaba nada debajo, estaba completamente desnuda: delgada, blanca, temblorosa. Una flecha de carne.

– ¡Renata, no!

Se dio la vuelta y se lanzó de cabeza al bullente océano. Me quité los zapatos, los tejanos y la camiseta. Hacía frío. Las salpicaduras del oleaje me habían empapado ya, pero titubeé durante unos segundos. A mis pies, a unos tres metros del rompeolas, los brazos blancos y delgados de Renata cortaban el agua con ritmo sistemático. No me apetecía en absoluto meterme en el agua. Era negra, profunda, fría y desagradable. Salté hacia delante, sintiéndome como un pájaro, preguntándome si habría alguna forma de flotar en el aire para siempre.

Me hundí en el agua. Fue como un traumatismo craneal, boqueé y oí que mi propia voz lanzaba exclamaciones cursis de sorpresa. El frío me cortaba la respiración. La presión del agua obligó a mis pulmones a reaccionar. Recuperé el aliento y empecé a moverme. Los ojos me escocían a causa de la sal, pero por lo menos distinguía las manos blancas de Renata, su cabeza oscilando en el agua a unos metros de mí. Soy una nadadora pasable, pero no resisto mucho. Cuando he de nadar un rato, por lo general tengo que cambiar de estilo: del crol paso a la braza de costado, de ésta a la braza de pecho y a continuación descanso. El océano rugía, juguetón por naturaleza, inabarcable muerte líquida, frío como el sadismo e implacable.

– ¡Renata, espera!

Miró atrás, sorprendida al parecer de que me hubiera atrevido a desafiar a las aguas. Creo que redujo la velocidad a modo de concesión y casi dejó que la alcanzara antes de acelerar y alejarse otra vez. Yo estaba ya muerta de cansancio. También ella parecía agotada y puede que por eso se detuviera de pronto para descansar. Flotamos juntas durante un momento, el agua nos subía y bajaba como si fuéramos un espectáculo estrafalario en un parque de atracciones.





Me sumergí, emergí con la cabeza por delante y me aparté el pelo de los ojos. Me soné la nariz, escupí agua salada. Si moría en salmuera, me transformaría en aceituna humana.

– ¿Y el dinero?

Veía agitarse sus brazos y gracias al movimiento se mantenía casi en la superficie.

– No sé nada del dinero. Por eso me eché a reír cuando me lo contaste.

– Ha desaparecido. Alguien se lo ha llevado.

– ¿Y a mí qué me importa, Kinsey? Wendell me enseñó muchas cosas. Detesto pronunciar frases hechas en estos momentos, pero con dinero no se compra la felicidad.

– Sí, bueno, pero te permite alquilarla durante una temporada.

No se molestó en reírme el chiste ni siquiera por educación. Era evidente que empezaban a faltarle las fuerzas, pero no tanto como a mí.

– ¿Qué pasa cuando no puedes seguir nadando? -pregunté.

– He hecho averiguaciones al respecto. Ahogarse no es la peor forma de morir. Al principio hay un momento de pánico, pero después te sobreviene la euforia y te abandonas. Es como dormirse, sólo que con sensaciones agradables. Es por la falta de oxígeno. La palabra exacta es asfixia.

– No me fío de los testimonios -dije-. Proceden de gente que no ha muerto en realidad y en ese caso, ¿qué diantres sabe nadie? Además, no estoy preparada. Demasiados pecados sobre mi conciencia.

– No malgastes las fuerzas entonces. Yo quiero continuar -dijo y se alejó con la rapidez de un pez. Yo apenas podía moverme. El agua parecía un poco más caliente, pero el fenómeno no dejaba de preocuparme. ¿Sería la primera etapa, la ilusión preliminar que precede al brote alucinatorio completo? Seguí nadando tras ella. Renata era más resistente que yo. Practiqué todos los estilos que sabía, tratando de que no aumentara la distancia. Conté durante unos minutos. Uno, dos, inhalar. Uno, dos, exhalar.

– Renata, por el amor de Dios, vamos a descansar. -Me detuve deshecha y me puse de espaldas, mirando al cielo. Las nubes parecían más claras que la noche a nuestro alrededor. Casi como una concesión, redujo la velocidad otra vez y se mantuvo a flote en vertical moviendo sólo las piernas. En medio de la oscuridad, las olas eran una invitación inmisericorde. El frío inmovilizaba hasta los pensamientos-. Vuelve conmigo, por favor -dije. El pecho me ardía. A pesar de los jadeos, no me entraba suficiente aire en los pulmones-. No quiero morir, Renata.

– Eso es asunto tuyo.

Y se alejó nadando.

La voluntad me flaqueó en aquel punto. Los brazos me pesaban como el plomo. Pensé en alcanzarla, pero en realidad estaba a punto de desmayarme. Estaba helada y muerta de cansancio. Los brazos no podía ya ni moverlos y me quemaban de punta a punta a causa del agotamiento. Ni podía respirar siquiera. La coordinación me fallaba y cada vez que quería respirar, tragaba agua. Puede que en realidad estuviese llorando. No habría sabido decirlo. Me puse en posición vertical moviendo las piernas durante unos momentos. Me sentía como si hubiera estado nadando desde el origen del tiempo, pero cuando me volví a mirar las luces de la orilla, advertí que habíamos recorrido unos ochocientos metros nada más. Era incapaz de imaginar lo que sería nadar hasta el agotamiento definitivo, en la oscuridad, en el agua negra, hasta desfallecer. No podía salvarla. No había manera de darle alcance. Además, ¿qué haría si la alcanzaba? ¿Forcejear con ella hasta reducirla? No era probable. No practicaba tácticas de salvamento desde la época del bachillerato. Renata estaba decidida. Poco le importaría arrastrarme consigo hasta el fondo. Cuando una persona se mete la idea de morir entre ceja y ceja, no siempre sabe dar marcha atrás. Por lo menos me había enterado de lo que le había sucedido a Wendell y sabía también lo que le iba a suceder a ella. Tenía que detenerme. Me mantuve en posición vertical, agitando las piernas y ahorrando energía. No podía más. Ni siquiera tenía fuerzas para dedicarle a Renata una frase profunda o piadosa. No es que fuera a escucharme. Había elegido su camino, al igual que yo había elegido el mío. La oí nadar durante unos momentos y el chapoteo se perdió en la noche. Descansé un rato, me di la vuelta y me puse a nadar hacia la orilla.