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Para la Reina sólo existía un modo de resolver los problemas, fueran grandes o pequeños.
– ¡Que le corten la cabeza! -ordenó, sin molestarse siquiera en echarles una ojeada.
– Yo mismo iré a buscar al verdugo -dijo el Rey apresuradamente.
Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese al juego y averiguase cómo iba la partida, pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor.
Acababa de dictar sentencia de muerte contra tres de los jugadores, por no haber jugado cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando todo aquello, porque la partida había llegado a tal punto de confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo no. Así pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo, y esto le pareció a Alicia una excelente ocasión para hacer una carambola: la única dificultad era que su flamenco se había largado al otro extremo del jardín, y Alicia podía verlo allí, aleteando torpemente en un intento de volar hasta las ramas de un árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y volvió con el, la pelea había terminado, y no se veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero esto no tiene demasiada importancia», pensó Alicia, «ya que todos los aros se han marchado de esta parte del campo». Así pues, sujetó bien al flamenco debajo del brazo, para que no volviera a escaparse, y se fue a charlar un poco más con su amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver que un gran grupo de gente se había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina discutían acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras los demás guardaban silencio y parecían sentirse muy incómodos.
En cuanto Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella para que decidiera la cuestión, y le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se le hizo muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar una cabeza si no había cuerpo del que cortarla; decía que nunca había tenido que hacer una cosa parecida en el pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas alturas de su vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser decapitado, y que se dejara de decir tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaban el problema inmediatamente, haría cortar la cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía que todos tuvieran un aspecto grave y asustado.)A Alicia sólo se le ocurrió decir:
– El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo que debe hacerse con él.
– La Duquesa está en la cárcel -dijo la Reina al verdugo-. Ve a buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en que el verdugo se fue, y, cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido totalmente. Así pues, el Rey y el verdugo empezaron a corretear de un lado a otro en busca del Gato, mientras el resto del grupo volvía a la partida de croquet.
Capítulo 9 – LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGALA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
– ¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía! -dijo la Duquesa, mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para sus adentros que quizá fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia cuando se conocieron en la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no con demasiadas esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta en mi cocina. La sopa está muy bien sin pimienta… A lo mejor es la pimienta lo que pone a la gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber hecho un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas agrias.,. y la manzanilla lo que las hace amargas… y… el regaliz y las golosinas lo que hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo supiera! Entonces no serían tan tacaños con los dulces…»
Entretanto, Alicia casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un pequeño sobresalto cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
– Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo decirte en este instante la moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
– Quizá no tenga moraleja -se atrevió a observar Alicia.
– ¡Calla, calla, criatura! -dijo la Duquesa-. Todo tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A Alicia no le gustaba mucho tenerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era muy fea; y, segundo, porque tenía exactamente la estatura precisa para apoyar la barbilla en el hombro de Alicia, y era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable.
Sin embargo, como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor que pudo.
– La partida va ahora un poco mejor -dijo, en un intento de reanudar la conversación.
– Así es -afirmó la Duquesa-, y la moraleja de esto es… «Oh, el amor, el amor. El amor hace girar el mundo.»
– Cierta persona dijo -rezongó Alicia- que el mundo giraría mejor si cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
– Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo mismo -dijo la Duquesa, y hundió un poco más la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al añadir-: Y la moraleja de esto es…
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
– Me parece que estás sorprendida de que no te pase el brazo por la cintura -dijo la Duquesa tras unos instantes de silencio-. La razón es que tengo mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que intente el experimento?
– A lo mejor le da un picotazo -replicó prudentemente Alicia, que no tenía las menores ganas de que se intentara el experimento.
– Es verdad -reconoció la Duquesa-. Los flamencos y la mostaza pican. Y la moraleja de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
– Sólo que la mostaza no es un pájaro -observó Alicia.
– Tienes toda la razón -dijo la Duquesa-. ¡Con qué claridad planteas las cuestiones!
– Es un mineral, creo -dijo Alicia.
– Claro que lo es -asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a estar de acuerdo con todo lo que decía Alicia-. Hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de esto es…
– ¡Ah, ya me acuerdo! -exclamó Alicia, que no había prestado atención a este último comentario-. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
– Enteramente de acuerdo -dijo la Duquesa-, y la moraleja de esto es: «Sé lo que quieres parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más simple: «Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no fueses lo que eres».
– Me parece que esto lo entendería mejor -dijo Alicia amablemente- si lo viera escrito, pero tal como usted lo dice no puedo seguir el hilo.
– ¡Esto no es nada comparado con lo que yo podría decir si quisiera! -afirmó la Duquesa con orgullo.
– ¡Por favor, no se moleste en decirlo de una manera más larga! -imploró Alicia.
– ¡Oh, no hables de molestias! -dijo la Duquesa-. Te regalo con gusto todas las cosas que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen regalos de cumpleaños de este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
– ¿Otra vez pensativa? -preguntó la Duquesa, hundiendo un poco más la afilada barbilla en el hombro de Alicia.
– Tengo derecho a pensar, ¿no? -replicó Alicia con acritud, porque empezaba a estar harta de la Duquesa.
– Exactamente el mismo derecho dijo la Duquesa- que el que tienen los cerdos a volar, y la mora…