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– ¿Y quiénes son éstos? -siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres jardineros que yacían en torno al rosal.

Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de atrás, que era igual en todas las cartas de la baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.

– ¿Cómo voy a saberlo yo? -replicó Alicia, asombrada de su propia audacia-.

¡No es asunto mío!

La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz, empezó a gritar:

– ¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten…!

– ¡Tonterías! -exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.

Y la Reina se calló.

El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:

Considera, cariño, que sólo se trata de una niña!

La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:

– ¡Dales la vuelta a éstos!

Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.

– ¡Arriba! -gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.

Y los tres jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron a hacer profundas reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a todo el mundo.

– ¡Basta ya! -gritó la Reina-. ¡Me estáis poniendo nerviosa! -Y después, volviéndose hacia el rosal, continuó-: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?

– Con la venia de Su Majestad -empezó a explicar Dos, en tono muy humilde, e hincando en el suelo una rodilla mientras hablaba-, estábamos intentando…

– ¡Ya lo veo! -estalló la Reina, que había estado examinando las rosas ¡Que les corten la cabeza!

Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se quedaron allí para ejecutar a los desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse junto a Alicia.

– ¡No os cortarán la cabeza! -dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había allí cerca.

Los tres soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por allí, buscando a los jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.

– ¿Han perdido sus cabezas? -gritó la Reina.

– Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad -gritaron los soldados como respuesta.

– ¡Muy bien! -gritó la Reina-. ¿Sabes jugar al croquet?

Los soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia Alicia, porque era evidente que la pregunta iba dirigida a ella.

– ¡Sí! -gritó Alicia.

– ¡Pues andando! -vociferó la Reina.

Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué iba a suceder a continuación.

– Hace… ¡hace un día espléndido! -murmuró a su lado una tímida vocecilla.

Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con ansiedad.

– Mucho -dijo Alicia-. ¿Dónde está la Duquesa?



– ¡Chitón! ¡Chit6n! -dijo el Conejo en voz baja y apremiante. Miraba ansiosamente a sus espaldas mientras hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a la oreja de Alicia y susurró-: Ha sido condenada a muerte.

– ¿Por qué motivo? -quiso saber Alicia.

– ¿Has dicho «pobrecilla»? -preguntó el Conejo.

– No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué motivo?»

– Le dio un sopapo a la Reina… -empezó a decir el Conejo, y a Alicia le dio un ataque de risa-. ¡Chitón! ¡Chitón! -suplicó el Conejo con una vocecilla aterrada-. ¡Va a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó bastante tarde, y la Reina dijo…

– ¡Todos a sus sitios! -gritó la Reina con voz de trueno.

Y todos se pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros.

Sin embargo, unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.

Alicia pensó que no había visto un campo de croquet tan raro como aquél en toda su vida. Estaba lleno de montículos y de surcos. as bolas eran erizos vivos, los mazos eran flamencos vivos, y los soldados tenían que doblarse y ponerse a cuatro patas para formar los aros.

La dificultad más grave con que Alicia se encontró al principio fue manejar a su flamenco. Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del brazo, con las patas colgando detrás, pero casi siempre, cuando había logrado enderezarle el largo cuello y estaba a punto de darle un buen golpe al erizo con la cabeza del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a los ojos con tanta extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy irritante descubrir que el erizo se había desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si todo esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la dirección en que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados doblados en forma de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida realmente difícil.

Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su turno, discutiendo sin cesar y disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un paroxismo de furor y andaba de un lado a otro dando patadas en el suelo y gritando a cada momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!».

Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. «Y entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que quede todavía alguien con vida!»Estaba buscando pues alguna forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran, cuando advirtió una extraña aparición en el aire.

Al principio quedó muy desconcertada, pero, después de observarla unos minutos, descubrió que se trataba de una sonrisa, y se dijo:

– Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.

– ¿Qué tal estás? -le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder hablar.

Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De nada servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos una de ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin duda que su parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.

– Me parece que no juegan ni un poco limpio -empezó Alicia en tono quejumbroso-, y se pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que haya reglas ningunas… Y, si las hay, nadie hace caso de ellas… Y no puedes imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas.

Por ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba el mío!

– ¿Qué te parece la Reina? -dijo el Gato en voz baja.

– No me gusta nada -dijo Alicia. Es tan exagerada… -En este momento, Alicia advirtió que la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que siguió-:… tan exageradamente dada a ganar, que no merece la pena terminar la partida.

La Reina sonrió y reanudó su camino.

– ¿Con quién estás hablando? -preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza del Gato con gran curiosidad.

– Es un amigo mío… un Gato de Cheshire -dijo Alicia-. Permita que se lo presente.

– No me gusta ni pizca su aspecto -aseguró el Rey-. Sin embargo, puede besar mi mano si así lo desea.

– Prefiero no hacerlo -confesó el Gato.

– No seas impertinente -dijo el Rey-, ¡Y no me mires de esta manera!

Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.

– Un gato puede mirar cara a cara a un rey -sentenció Alicia-. Lo he leído en un libro, pero no recuerdo cuál.

– Bueno, pues hay que eliminarlo -dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que precisamente pasaba por allí-. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este gato!