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Alicia había hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron callar con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:
– Si no sabes comportarte con educación, mejor será que termines tú el cuento.
– No, por favor, ¡continúe! -dijo Alicia en tono humilde-. No volveré a interrumpirle. Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
– ¡Claro que existe uno! -exclamó el Lirón indignado. Pero, sin embargo, estuvo dispuesto a seguir con el cuento-. Así pues, nuestras tres hermanitas… estaban aprendiendo a dibujar, sacando…
– ¿Qué sacaban? -preguntó Alicia, que ya había olvidado su promesa.
– Melaza -contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para reflexionar.
– Quiero una taza limpia -les interrumpió el Sombrerero-. Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y Alicia estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de Marzo acababa de derramar la leche dentro de su plato.
Alicia no quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a hablar con mucha prudencia:
– Pero es que no lo entiendo. ¿De donde sacaban la melaza?
– Uno puede sacar agua de un pozo de agua -dijo el Sombrerero-, ¿por qué no va a poder sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
– Pero es que ellas estaban dentro, bien adentro -le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose dar por enterada de las últimas palabras del Sombrerero.
– Claro que lo estaban -dijo el Lirón-. Estaban de lo más requetebién.
Alicia quedó tan confundida al ver que el Lirón había entendido algo distinto a lo que ella quería decir, que no volvió a interrumpirle durante un ratito.
– Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar -siguió el Lirón, bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando un sueño terrible-, y dibujaban todo tipo de cosas… todo lo que empieza con la letra M…
– ¿Por qué con la M? -preguntó Alicia.
– ¿Y por qué no? -preguntó la Liebre de Marzo.
Alicia guardó silencio.
Para entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los pellizcos del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó un gritito y siguió la narración: -… lo que empieza con la letra M, como matarratas, mundo, memoria y mucho… muy, en fin todas esas cosas. Mucho, digo, porque ya sabes, como cuando se dice "un mucho más que un menos". ¿Habéis visto alguna vez el dibujo de un «mucho»?
– Ahora que usted me lo pregunta -dijo Alicia, que se sentía terriblemente confusa-, debo reconocer que yo no pienso…
– ¡Pues si no piensas, cállate! -la interrumpió el Sombrerero.
Esta última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy disgustada y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La última vez que los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
– ¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! -se dijo Alicia, mientras se adentraba en el bosque-. ¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en toda mi vida!
Mientras decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles tenía una puerta en el tronco.
– ¡Qué extraño! -pensó-. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre en seguida.
Y entró en el árbol.
Una vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la mesita de cristal. «Esta vez haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger la llavecita de oro y abrir la puerta que daba al jardín. Entonces se puso a mordisquear cuidadosamente la seta (se había guardado un pedazo en el bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se adentró por el estrecho pasadizo. Y entonces… entonces estuvo por fin en el maravilloso jardín, entre las flores multicolores y las frescas fuentes.
Capítulo 8 – EL CROQUET DE LA REINAEL CROQUET DE LA REINA
Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas eran blancas, pero había allí tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció muy extraño, y se acercó para averiguar lo que pasaba, y al acercarse a ellos oyó que uno de los jardineros decía:
– ¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
– No es culpa mía -dijo Cinco, en tono dolido-. Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
– ¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!
– ¡Mejor será que calles esa boca! -dijo Cinco-. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que debían cortarte la cabeza!
– ¿Por qué? -preguntó el que había hablado en primer lugar.
– ¡Eso no es asunto tuyo, Dos! -dijo Siete.
– ¡Sí es asunto suyo! -protestó Cinco-. Y voy a decírselo: fue por llevarle a la cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya! De todas las injusticias…», cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba allí observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se volvieron también hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.
– ¿Querrían hacer el favor de decirme -empezó Alicia con cierta timidez- por qué están pintando estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en una vocecita temblorosa:
– Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre, nos cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita, estamos haciendo lo posible, antes de que ella llegue, para…
En este momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín, gritó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron inmediatamente de bruces en el suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la misma forma que los tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas. Después seguían diez cortesanos, adornados enteramente con diamantes, y formados, como los soldados, de dos en dos. A continuación venían los infantes reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos de la mano de dos en dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados, casi todos reyes y reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba atropelladamente, muy nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la presencia de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al final de este espléndido cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia estaba dudando si debería o no echarse de bruces como los tres jardineros, pero no recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba un desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el mundo tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera ver nada?» Así pues, se quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la Reina preguntó severamente:
– ¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no hizo más que inclinarse y sonreír por toda respuesta.
– ¡Idiota! -dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia, le preguntó-: ¿Cómo te llamas, niña?
– Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad -contestó Alicia en un tono de lo más cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sentirme asustada!»