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– Quería decirle que hice muy bien el papel de cabra, pero que agarraron al tigre vivo. Tengo algunas magulladuras.
– Algún día tendrá que contármelo.
Tenía la voz tan lejana como si ya estuviera en París.
– Podría contárselo delante de una copa… si es que tiene tiempo.
– ¿Esta noche? ¡Oh! Estoy preparando mi equipaje para mudarme. Me temo que me será imposible.
– Claro, comprendo. Bueno, pensé que le gustaría saberlo. Y fue muy amable al ponerme sobre aviso. Su padre no tuvo nada que ver en el asunto.
– ¿Está seguro?
– Segurísimo.
– ¡Oh! Espere un minuto. -Desapareció por un rato y cuando regresó parecía más afectuosa y amable. -Quizá tenga tiempo de tomar una copa con usted. ¿Dónde?
– Donde usted diga. Esta noche no tengo auto, pero puedo conseguir un taxi.
– Tonterías. Yo pasaré a buscarlo, pero tardaré una hora o más, ¿cuál es su dirección?
Se la di y ella cortó la comunicación. Encendí la luz del pórtico y permanecí al lado de la puerta abierta, aspirando el aire de la noche. Había refrescado bastante.
Después de un rato entré al living y traté de comunicarme con Lo
– Me alegro de hablarle, señor Marlowe. Cualquier amigo de Terry es amigo mío. ¿En qué puedo serle útil?
– Mendy está en camino.
– ¿En camino de dónde?
– De Las Vegas, con los tres tipos que envió usted en el Cadillac negro, con el reflector rojo y la sirena. Supongo que el auto es suyo.
Starr se rió.
– Como dijo un periodista, en Las Vegas usamos los Cadillac como acoplados. ¿De qué se trata?
– Mendy se apareció en mi casa con un par de guapos. Tenía la idea de darme una tunda por un artículo aparecido en un diario; según parece, Mendy creyó que yo tenía la culpa de su publicación.
– ¿Era culpa suya?
– No soy propietario de ningún periódico, señor Starr.
– Y yo no tengo guapos en Cadillac, señor Marlowe.
– Pudiera ser que fueran agentes.
– No podría decirlo. ¿Algo más?
– Me golpeó con el revólver y yo le di una trompada en el estómago y le puse la rodilla encima. Me pareció que quedó muy disgustado. Pero espero que llegue a Las Vegas con vida.
– De eso estoy seguro. Y ahora me temo que tendré que cortar.
– Un momento, Starr. ¿Usted también estuvo en el asunto de Otatoclán o Mendy trabajó solo?
– ¿Cómo dice?
– No bromee, Starr. Mendy no estaba enojado conmigo por la razón que me dio…; la cosa no era como para venir a mi casa y tratarme como a Willie Magoon. Aquella razón no era suficiente. Hace mucho tiempo me advirtió que me quedara quieto y que no removiera el caso Le
– Comprendo -dijo lentamente, con voz suave y tranquila-. ¿Usted cree que hay algo no muy católico en la forma en que murió Terry? ¿Piensa, tal vez, que él no se suicidó, sino que alguien lo mató?
– Creo que los detalles ayudarán a esclarecer la cosa. Terry escribió una confesión falsa. Me escribió una carta que me llegó por correo. El mozo o criado del hotel era el encargado de sacarla de la habitación y ponerla en el buzón. Terry estaba vigilado en el hotel y no podía salir. Dentro del sobre había un billete de los grandes y Terry estaba terminando de escribirla, cuando sintió que alguien golpeaba a la puerta. Me gustaría saber quién entró en la habitación.
– ¿Por qué?
– Si hubiera sido el criado o el mozo, Terry habría añadido unas líneas en la carta diciéndomelo. Si hubiera sido la policía, la carta no habría llegado a mis manos. ¿Quién era el que entró… y por qué Terry escribió aquella confesión?
– No tengo idea, Marlowe, ni la menor idea.
– Lamento haberlo molestado, señor Starr.
– No es ninguna molestia, encantado. Preguntaré a Mendy qué es lo que opina del asunto.
– Sí… si es que lo vuelve a ver… vivo. Si eso no ocurre, de todos modos trate de averiguar lo que le pregunté.
Si no, alguien podría interesarse en hacerlo.
– ¿Usted? -Su voz adquirió un matiz de dureza, aunque seguía tranquila.
– No, señor Starr. Yo no. Alguien que sin mucho esfuerzo podría hacer que usted saliera volando de Las Vegas. Créame, señor Starr. Se lo digo con toda franqueza.
– Puede estar seguro de que veré a Mendy vivo. No se preocupe por eso, Marlowe.
– Yo pensaba que usted estaría enterado de todo. Adiós, señor Starr.
Capítulo XLIX
Cuando el coche se detuvo frente a mi casa, salí al pórtico y me dispuse a bajar las escaleras, pero el chófer negro ya había bajado del auto y sostuvo la puerta para que saliera la señora Loring. Después la siguió escaleras arriba, llevando en la mano un pequeño maletín de viaje. Me quedé esperando, al lado de la puerta. La señora Loring llegó arriba y se dio vuelta hacia el chófer.
– El señor Marlowe me llevará al hotel, Amos. Gracias por todo. Lo llamaré por la mañana.
El chófer colocó el maletín adentro.
– Bueno, señora Loring. ¿Puedo hacerle una pregunta al señor Marlowe?
– Sí, Amos.
– “Estoy envejeciendo… Estoy envejeciendo. ¿Usaré enrollada la parte inferior de mis pantalones?” ¿Qué quiere decir eso, señor Marlowe?
– Nada en absoluto. Pero suena bien, simplemente.
Amos sonrió.
– Eso es del Canto de Amor de J. Alfred Prufrock. Aquí hay otro: “En la habitación las mujeres vienen y van, hablando de Miguel Angel.” ¿Esto le sugiere algo, señor?
– Sí… me sugiere que el tipo no sabía mucho sobre las mujeres.
– Pienso exactamente como usted, señor. No obstante, admiro mucho a T. S. Eliot.
– ¿Dijo usted “no obstante”?
– Bueno, sí, lo dije, señor Marlowe. ¿Es incorrecto?
– No, pero no lo diga delante de un millonario. Podría pensar que está tratando de apabullarlo.
Sonrió tristemente: -Ni siquiera soñaría con hacerlo. ¿Sufrió un accidente, señor?
– No, fue planeado en esta forma. Buenas noches, Amos.
– Buenas noches, señor.
Bajó las escaleras y yo entré en casa. Linda Loring estaba en medio del living, mirando alrededor.
– Amos se graduó en la Universidad de Howard -dijo-. Usted no vive en un lugar muy seguro… por ser un hombre tan expuesto, ¿no?
– No existen lugares seguros.
– ¡Pobre cara! ¿Quién se la puso así?
– Mendy Menéndez.
– ¿Y usted qué le hizo?
– No mucho. Le di uno o dos golpes. Le hicieron una zancadilla. Ahora está en camino para Nevada en compañía de tres o cuatro agentes. No hablemos más de él.
Linda se sentó en el sofá.
– ¿Qué le gustaría tomar? -pregunté. Le alcancé una caja de cigarrillos, pero me dijo que no quería fumar y que tomaría cualquier cosa.
– Pensé que podríamos tomar champaña -le dije-. No tengo balde de hielo, pero está frío. Lo tenía reservado desde hace años. Dos botellas. Cordon Rouge. Creo que es buena marca, pero no soy muy entendido.
– ¿Reservado para quién?
– Para usted.
Se sonrió, pero seguía observando mi rostro.
– Está lleno de lastimaduras. -Extendió la mano y me tocó ligeramente la mejilla con los de -dos. -¿Lo tenía reservado para mí? No me parece posible. Sólo hace dos meses que nos conocemos.
– Entonces lo estaba reservando hasta que nos conociéramos. Voy a traerlo. -Recogí el maletín y me dirigí hacia el otro extremo del living.
– ¿Quiere decirme adónde va con eso? -preguntó Linda Loring bruscamente.
– Es un maletín para la noche, ¿no?
– Póngalo en el suelo y venga aquí.
Hice lo que me decía. Tenía los ojos brillantes y al mismo tiempo soñolientos.