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– ¿Está seguro de que esos energúmenos son agentes? -le pregunté a Ohls.

Se dio vuelta como si le sorprendiera encontrarme allí.

– Tienen las insignias -dijo secamente.

– Lindo trabajo, Bernie. Muy lindo. ¿Cree usted que llegará vivo a Las Vegas? Usted es un perro insensible y cruel.

Me encaminé hacia el cuarto de baño, me lavé con agua fría y me puse una toalla empapada sobre el cuello dolorido. Me miré en el espejo. Tenía la mejilla hinchada, amoratada y algunas heridas poco profundas producidas por la fuerza del cañón del revólver al golpear contra el pómulo. Debajo del ojo izquierdo tenía una mancha morada. No iba a estar muy hermoso durante unos días.

En aquel momento la figura de Ohls se reflejó en el espejo, detrás de mí. Tenía en la boca el maldito cigarrillo apagado, como el gato que atormenta al ratón medio muerto dejándolo que escape una vez más antes del ataque final.

– La próxima vez no trate de engañar a la policía -dijo en tono gruñón-. ¿Cree que le permitimos robar aquella copia fotostática porque sí? Teníamos el presentimiento de que Mendy vendría a buscarlo con un revólver en la mano. Entonces planteamos a Starr la cosa con toda claridad. Le dijimos que no podíamos prohibir el juego en el territorio, pero que se las iban a ver negras si les sacábamos una buena tajada a sus ingresos. En nuestro territorio no hay tipo, por guapo que sea, que deshaga a golpes a un policía y se quede tan tranquilo, sin pagar por lo que ha hecho. Starr nos convenció de que él no había tenido nada que ver en el asunto de Magoon, que toda la gente que estaba con ellos en el negocio se sentía disgustada y que pensaban decírselo a Menéndez. Entonces, cuando Menéndez pidió que le mandaran de afuera un pelotón de guapos para darle a usted su merecido, Starr le envió a tres tipos que conocía, en uno de sus coches y por cuenta propia. Starr es comisionado policial en Las Vegas.

Me di vuelta y miré a Ohls.

– Los coyotes que deambulan por el desierto tendrán comida esta noche. Felicidades. El trabajo policial es maravilloso, elevado, idealista. La única cosa que tiene de malo es los policías que están en él.

– Lo lamento por usted, héroe -contestó Ohls en un arranque de furia-. No pude menos que echarme a reír cuando vi que usted entraba en su propia casa para recibir la paliza que le esperaba. Este asunto supondrá para mí un ascenso, muchacho. Era un trabajo sucio y tenía que ser hecho suciamente. Para hacer hablar a esos tipos hay que darles una sensación de poder. Usted no salió muy lastimado, pero no tuvimos más remedio que dejar que lo golpearan un poco.

– Siento mucho, muchísimo, que usted tenga que sufrir tanto.

– Odio a los tahúres -dijo con voz ronca-. Los odio en la misma forma que odio a los vendedores de drogas. Ellos especulan con una enfermedad que es tan corruptora como la droga. ¿Usted piensa que los palacetes que hay en Reno y Las Vegas son nada más que para diversiones inofensivas? Tonterías; son para el pobre hombre, el empleadito que pierde ahí los pocos pesos que tiene ahorrados, el muchacho que se detiene por un momento con el sobre del salario en el bolsillo y pierde el dinero con el cual habría pagado la cuenta del almacén. El jugador rico pierde cuarenta billetes de los grandes, se ríe y vuelve por más. El gran negocio no está en el jugador rico, compañero. La gran estafa, el robo en gran escala se hace con las moneditas de diez, veinte y cincuenta centavos, y de vez en cuando con un billete de un dólar o hasta de cinco. El dinero de las grandes extorsiones llega como el agua por la cañería del cuarto de baño, corriente incesante que nunca deja de fluir. Siempre que alguien quiere eliminar a un jugador profesional, eso es para mí. Me gusta. Cada vez que el gobierno de un Estado toma dinero del juego y le llama impuesto, ese gobierno está ayudando a mantener a las pandillas en acción. El peluquero o la muchacha del salón de belleza apuesta dos pesos a la cabeza. Eso es para el sindicato, eso es lo que realmente da beneficios. La gente quiere una fuerza policial honesta, ¿no es así? ¿Para qué? ¿Para proteger a los tipos con tarjetas de visita? En este estado tenemos pistas de carrera legales, y las tenemos todo el año. Actúan con honestidad y el Estado saca su tajada, y por cada dólar dejados en la pista hay cincuenta dejados a los redobloneros. Hay ocho o nueve carreras en un programa y en media docena de ellas, los pobres diablos nunca lo advierten, puede estar el acomodado. Hay una sola forma para que un jockey pueda ganar una carrera, pero hay veinte formas para que pueda perderla. Aunque haya un observador cada ocho palos vigilando no podrán hacer absolutamente nada si el jockey sabe lo que tiene entre manos. Eso es juego legal, compañero, negocio limpio y honesto y el Estado lo aprueba. Entonces está bien, ¿no es así? Pero no para mí. Porque es juego y el juego engendra jugadores, y cuando se suma todo eso, tenemos una clase de juego… el juego sucio.

– ¿Se siente mejor? -le pregunté, mientras me ponía un poco de iodina sobre las heridas.

– Soy un viejo policía cansado y vencido. Todo lo que siento es amargura.





Me volví y lo miré fijamente.

– Usted es un buen policía, Bernie, pero los policías, en cierto sentido, son siempre los mismos, les echan la culpa a cosas que no la tienen. Si un tipo pierde su salario en una mesa de juego, hay que prohibir el juego. Si se emborracha, hay que prohibir el alcohol. Si mata a alguien en un accidente automovilístico, hay que dejar de fabricar coches. Si lo pescan con una muchacha en la habitación de un hotel, hay que terminar con el intercambio sexual. Si se cae de la escalera, hay que dejar de construir casas.

– ¡Oh, cállese!

– Claro, ciérreme la boca. No soy nada más que un ciudadano privado. No se tape los ojos con una venda, Bernie. Nosotros no tenemos rufianes y tahúres y gángsters y sindicatos del crimen porque tengamos políticos deshonestos con sus representantes ubicados en la Municipalidad y en las legislaturas. El delito no es una enfermedad, sino un síntoma. La policía es como el médico que receta aspirina para un tumor de cerebro, con la diferencia de que la policía cura más bien con una cachiporra. Somos un pueblo grande, rudo, rico y salvaje, y el delito es el precio que pagamos por ello y el delito organizado es el precio que pagamos por la organización. Lo tendremos durante largo tiempo. El delito organizado no es más que el lado sucio de la lucha por el dólar.

– ¿Cuál es el lado limpio?

– Nunca lo he visto. Puede ser que Harlan Potter se lo pueda decir. Vamos a tomar algo.

– Tenía usted muy buen semblante cuando franqueó la puerta de entrada -dijo Ohls.

– Usted lo tenía mejor cuando Mendy sacó el puñal y se le fue encima.

– Chóquela -me dijo, extendiendo la mano.

Tomamos una copa y salió por la puerta de atrás, por la cual había entrado utilizando una palanca de hierro. Las puertas traseras son fáciles de manejar si se abren hacia afuera y si son lo bastante viejas como para que la madera esté seca y sentada. Uno no tiene más que sacar las clavijas de las bisagras y el resto es fácil. Ohls me mostró una mella en el marco y se dirigió hacia la parte de la colina donde había dejado estacionado el coche, en la calle próxima. Con la misma facilidad hubiera podido abrir la puerta principal, pero habría roto la cerradura y eso se habría notado demasiado.

Lo seguí con la mirada mientras iba subiendo por la colina, iluminándose el camino con una linterna, hasta que desapareció entre los árboles. Cerré la puerta, me preparé una bebida suave y me senté en el living-room. Miré la hora y vi que todavía era muy temprano, aunque tenía la impresión de que había pasado un tiempo largo desde mi llegada a casa.

Me acerqué al teléfono, llamé a la operadora y pedí comunicación con el número de teléfono de los Loring. El criado preguntó quién llamaba y después fue a ver si la señora Loring estaba en casa. Casi en seguida ella acudió al teléfono.