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– Esto es algo nuevo -dijo lentamente-. Algo completamente nuevo.

– ¿En qué sentido?

– Usted nunca me ha puesto un dedo encima. Ni indirectas, ni insinuaciones sugestivas, ni manoseos, nada. Pensé que usted era un hombre rudo, indiferente y frío.

– Creo que lo soy… a veces.

– Ahora estoy aquí y supongo que después que hayamos bebido una cantidad razonable de champaña, usted planea agarrarme y tirarme en la cama, sin ninguna clase de preámbulos. ¿Es así?

– Francamente -respondí-, creo que en el fondo de mi mente puede haber surgido una idea por el estilo.

– Me siento halagada, pero supongamos que no fuera eso lo que yo quisiera. Usted me gusta mucho. Pero por eso no debe imaginarse que yo quiero acostarme con usted. ¿No le parece que está sacando conclusiones apresuradas… nada más que porque traje conmigo un maletín de noche?

– Puede ser que haya cometido un error -dije; fui a buscar el maletín y lo volví a colocar al lado de la puerta-. Traeré el champaña.

– No tuve intención de ofenderlo. Puede ser que prefiera guardar el champaña para alguna ocasión más auspiciosa.

– Sólo son dos botellas -contesté-. Una ocasión realmente auspiciosa requeriría una docena.

– Ah, comprendo -replicó, enojada súbitamente-. Así que yo le serviré para pasar el rato, hasta que consiga alguna mujer más hermosa y atractiva. Muchas gracias por su amabilidad. Ahora es usted el que me ha ofendido. Si cree que una botella de champaña puede transformarme en una mujer liviana, le aseguro que se equivoca por completo.

– Ya he admitido mi error.

– El hecho de que haya contado que voy a divorciarme de mi marido y que Amos me trajo hasta aquí con un maletín de noche, no quiere decir que yo sea una conquista tan fácil como usted se imagina -dijo Linda, con el mismo tono de enojo.

– ¡Maldito sea el maletín! -exclamé-. ¡Al demonio con él! ¡Si vuelve a mencionarlo de nuevo, tiraré esa condenada maleta por las escaleras! Le pedí que tomáramos una copa juntos. Pienso ir a la cocina para traer la bebida. Eso es todo. No tenía la menor intención de emborracharla. Usted no quiere acostarse conmigo. Lo entiendo perfectamente. No hay razón para que quiera hacerlo. Pero a pesar de eso, creo que todavía podemos tomar una o dos copas de champaña, ¿no le parece? Este encuentro no tiene por qué convertirse en una disputa sobre quién va a ser seducido y cuándo y dónde y con cuánto champaña.

– Bueno, no tiene por qué enojarse -contestó ella, sonrojada.

– Eso no es más que otro gambito -dije, con tono malhumorado-. Conozco por lo menos cincuenta y los aborrezco a todos; bajo su apariencia atractiva, son todos falsos y engañosos.

Linda Loring se puso de pie, se acercó a mí y con la punta de los dedos me acarició suavemente las heridas y las partes hinchadas de la cara.

– Lo siento, perdóneme. Soy una mujer cansada y desilusionada. Por favor, sea bueno o amable conmigo. No soy una ganga para nadie.

– Usted no está más cansada ni más desilusionada que la mayoría de la gente. De acuerdo con la lógica y con todas las reglas usted debió haber sido tan mimada, inútil, superficial y ligera de cascos como su hermana. Por un milagro no salió así. Usted tiene toda la honestidad y una gran parte de las agallas de su familia. No necesita que nadie sea bueno con usted.

Me di vuelta y salí de la habitación; entré en la cocina, saqué del frigorífico una de las botellas de champaña, la descorché, llené una de las copas rápidamente y me la bebí de un trago. Después puse todo encima de una bandeja y la llevé al living.

Linda no estaba allí y tampoco estaba el maletín. Coloqué la bandeja sobre la mesa y abrí la puerta. No había oído el ruido de la puerta al abrirse y ella no tenía coche. No había oído ruido alguno.

En aquel preciso momento oí la voz de Linda a mis espaldas.

– Tonto, ¿creíste que me había escapado?

Cerré la puerta y me volví. Se había soltado el cabello, tenía puestas unas chinelas bordadas y un salto de cama de seda del color de las puestas de sol de los dibujos japoneses. Se acercó a mí lentamente con una especie de sonrisa tímida. Le alcancé la copa de champaña; ella la agarró, bebió unos sorbos y me la devolvió.

– Es muy agradable -dijo. Entonces, silenciosamente y sin el menor ademán de afectación se arrojó en mis brazos, acercó su boca a la mía y me besó con fuerza abriendo los labios y los dientes. La punta de su lengua tocó la mía. Después de largo tiempo echó la cabeza hacia atrás, pero siguió con los brazos alrededor de mi cuello. Los ojos le brillaban.

– Quería hacerlo todo el tiempo. No sé por qué tuve que hacerme la difícil. Deben ser los nervios. En realidad no soy una mujer liviana. ¿Te parece que es una lástima que no lo sea?

– Si hubiera pensado que eras una mujer liviana me habría tirado un lance la primera vez que me encontré contigo en el bar “Victor”.

Ella movió la cabeza lentamente y sonrió.

– No lo creo. Por eso estoy aquí.

– Tal vez aquella noche no habría podido hacerlo -dije-. Aquella noche pertenecías a otra persona.

– Tal vez ni siquiera te tiras lances con las mujeres que encuentras en los bares.

– No muy a menudo. Están muy mal iluminados.

– Pero muchas mujeres van a los bares justamente para que alguien se tire lances con ellas.

– Muchas mujeres se levantan a la mañana con la misma idea.

– Pero el alcohol es un afrodisíaco… hasta cierto punto.





– Los doctores lo recomiendan.

– ¿Quién dijo algo sobre los doctores? Quiero mi champaña.

La besé un poco más. Era una tarea liviana y agradable.

– Quiero besar tu pobre mejilla -dijo y lo hizo-. Está tan caliente que quema.

– El resto de mi persona está helándose.

– No es verdad. Quiero mi champaña.

– ¿Por qué?

– Si no bebemos tendremos el ánimo caído. Además el champaña me gusta.

– Muy bien.

– ¿Me quieres mucho? ¿O me querrás si me acuesto contigo?

– Posiblemente.

– No tienes obligación de acostarte conmigo, ¿sabes? No insisto en absoluto en ello.

– Gracias.

– Quiero champaña.

– ¿Cuánto dinero tienes?

– ¿En total? ¿Cómo podría saberlo? Creo que alrededor de ocho millones de dólares.

– He decidido acostarme contigo.

– Mercenario -dijo ella.

– El champaña lo pagué yo.

– ¡Al diablo con el champaña!

Capítulo L

Una hora más tarde ella estiró el brazo desnudo, me hizo cosquillas en la oreja y dijo:

– ¿Consideraste la posibilidad de casarte conmigo?

– Eso no duraría seis meses.

– Bueno, por amor de Dios -dijo, supongamos que fuera así. ¿No valdría la pena probar? ¿Qué esperas de la vida… una protección total contra toda clase de riesgos posibles?

– Tengo cuarenta y dos años. Mi independencia me ha echado a perder. Tú estás echada a perder un poco, no demasiado, por el dinero.

– Tengo treinta y seis años. No es ninguna desgracia tener dinero, como no lo es casarse por dinero. La mayoría de los que lo tienen no se lo merecen y no saben cómo comportarse con el dinero. Pero esto no durará mucho. Tendremos otra guerra y cuando concluya, nadie tendrá ningún dinero… excepto los fulleros y los estafadores. A los demás nos pondrán impuestos que nos dejarán sin nada.

Le acaricié el cabello y enrolé algunos mechones alrededor de un dedo.

– Puede ser que tengas razón.

– Podríamos ir a París en avión y pasar una temporada magnífica. -Se enderezó sobre el codo y me miró. Pude ver el resplandor de sus ojos, pero no su expresión. -¿Tienes algo contra el matrimonio?

– Para el dos por ciento de la gente es maravilloso. Los demás simplemente lo aguantan. Las muchachas americanas son fantásticas. Las esposas americanas ocupan demasiado lugar. Además…

– Quiero más champaña.

– Además -dije-, para ti sería sólo un episodio. El primer divorcio es el único que cuesta. Después, sólo es un problema desde el punto de vista económico. No es problema para ti. Dentro de diez años puedes pasar por mi lado en la calle y preguntarte dónde diablos me viste antes. Si es que te fijas en mí.