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– Bueno, ¿lo hizo o no lo hizo? -preguntó Spencer con calma, haciendo un ademán para agarrar la copa, que encontró vacía.

– ¿Si hice o no hice qué?

– Matar a Roger.

Ella permaneció de pie, mirándolo fijamente. El rubor había desaparecido y su rostro estaba pálido, tenso y enojado.

– No hago más que formularle las preguntas que le harán en el tribunal de justicia.

– Yo había salido. Me olvidé las llaves y tuve que tocar el timbre para poder entrar. Cuando llegué a casa él estaba muerto. Todo eso se sabe. Por el amor de Dios, ¿qué se le ha metido en la cabeza? Spencer sacó el pañuelo y se limpió los labios.

– Eileen, he estado en esta casa veinte veces. Nunca he sabido que la puerta principal esté cerrada con llave durante el día. Yo no digo que usted lo haya matado. Me limito a preguntárselo. Y no me diga que era imposible. En la forma como pasaron las cosas, hubiera sido muy fácil.

– ¿Que yo matara a mi propio marido? -preguntó Eileen lentamente, en tono asombrado.

– Suponiendo -continuó Spencer con la misma voz indiferente -que él fuera su marido. Usted tenía otro cuando se casó con él.

– Gracias, Howard. Muchas gracias. El último libro de Roger, su canto del cisne, está ahí, delante suyo. Agárrelo y váyase. Y creo que será mejor que llame a la policía y les diga lo que piensa. Será un final encantador para nuestra amistad. Realmente encantador. Adiós, Howard. Estoy muy cansada y me duele la cabeza. Voy a subir a mi cuarto a acostarme. Y en cuanto al señor Marlowe, supongo que fue él quien lo instigó para que actúe en esta forma, lo único que puedo decirle es que si bien él no mató a Roger en sentido literal, fue el causante indirecto y el que lo arrastró a la muerte.

Se volvió dispuesta a alejarse. Yo repliqué vivamente.

– Señora Wade, espere un momento, por favor. Terminemos el trabajo. No tiene sentido estar diciendo sarcasmos y frases amargas. Todos estamos tratando de hacer lo que consideramos correcto y apropiado. Aquella maleta que arrojó al depósito de Chatsworth… ¿era pesada?

Eileen me miró fijamente.

– Era una maleta como le dije. Y muy pesada.

– ¿Cómo consiguió pasar por encima de la elevada verja de alambre que rodea el depósito?

– ¿Cómo? ¿La verja? -Hizo un ademán de impotencia-. Supongo que en momentos de urgencia uno adquiere una fortaleza extraordinaria y anormal para hacer las cosas que debe. En una forma o en otra, conseguí pasar. Eso es todo.

– No hay ninguna verja -dije entonces.

– ¿Que no hay ninguna verja? -repitió ella estúpidamente, como si aquello no tuviera ningún significado.

– Y en la ropa de Roger no había sangre. Sylvia Le

Eileen frunció los labios en un gesto de desprecio.

– Supongo que usted se encontraba allí -dijo con sorna. Después se apartó de nosotros y empezó a subir las escaleras, moviéndose con tranquila elegancia.

Entró en el dormitorio y la puerta se cerró suavemente detrás de ella. Silencio.

– ¿De dónde sacó eso de la verja de alambre? -me preguntó Spencer, en tono vago. No hacía más que mover la cabeza hacia adelante y hacia atrás. Estaba rojo como un tomate y sudoroso. Parecía tomar la cosa con valentía, pero no le resultaba fácil.

– No fue más que una zancadilla -expliqué-. Nunca he pasado por el depósito de Chatsworth, de modo que no sé cómo es. Puede ser que tenga una verja alrededor y puede ser que no.

– Comprendo -dijo Spencer-, pero lo importante es que ella tampoco lo sabía.



– Por supuesto que no. Eileen los mató a los dos.

Capítulo XLIII

En aquel momento algo se movió suavemente y vimos a Candy de pie en la otra punta del sofá, mirándome. Tenía el cuchillo en la mano. Apretó el botón y salió la hoja; volvió a apretarlo y la hoja se introdujo en el mango. Sus ojos brillaban suavemente.

– Un millón de perdones, señor -dijo-. Me había equivocado con respecto a usted. Ella mató al patrón. Creo que yo… -Hizo una pausa y la hoja volvió a aparecer.

– No -me puse de pie y extendí la mano-. Déme ese cuchillo, Candy. Usted no es más que un buen muchacho mexicano. Le echarían la culpa a usted y quedarían tan encantados. Precisamente la clase de cortina de humo que los haría sonreír encantados. Usted no sabe de lo que estoy hablando. Pero yo sí. Ellos lo embarullaron en tal forma que no podrían arreglarlo ahora aunque quisieran. Y no quieren. Le arrancarían una confesión con tanta rapidez que ni siquiera tendría tiempo de decirles su nombre completo. Y de aquí a tres semanas, estaría sentado sobre su trasero, en San Quintín, con una condena a cadena perpetua.

– Yo no soy mexicano. Soy chileno; de Viña del Mar, cerca de Valparaíso.

– El cuchillo, Candy. Usted es un hombre libre. Tiene bastante dinero ahorrado. Probablemente en su tierra lo esperan ocho hermanos y hermanas. Sea inteligente y vuelva al lugar de donde vino. Su trabajo aquí ha terminado.

– Existen muchos trabajos -dijo tranquilamente. Sacó el cuchillo y lo dejó caer en mi mano-. Hago esto por usted.

Guardé el cuchillo en el bolsillo. Candy levantó la vista hacia la galería.

– ¿La señora…, qué haremos ahora?

– Nada. No haremos nada. La señora está muy cansada. Su vida ha estado sometida durante un tiempo a un gran esfuerzo y a una tensión extrema. No quiere que la moleste nadie.

– Tenemos que avisar a la policía -dijo Spencer con entereza.

– ¿Por qué?

– ¡Oh, por Dios!, Marlowe…, tenemos que hacerlo.

– Mañana. Recoja esa novela inconclusa y vámonos de aquí.

– Tenemos que avisar a la policía. Existe algo llamado ley.

– No tenemos que hacer nada de eso. No poseemos suficiente evidencia ni para aplastar a una mosca. Deje que los guardianes de la ley realicen su sucio trabajo. Deje que los abogados se lleven los laureles. Ellos redactan las leyes para que otros abogados las analicen delante de otros abogados llamados jueces, de modo que otros jueces puedan decir que los primeros jueces estaban equivocados y la Suprema Corte pueda decir que el segundo lote de jueces era el que estaba equivocado. Claro que hay una cosa que se llama ley. Estamos metidos en ella hasta el cuello. Por encima de todo, lo que hace es servir para que los abogados hagan negocios. ¿Cuánto tiempo cree usted que podrían subsistir los grandes delincuentes si los abogados no les enseñaran cómo actuar?

Spencer dijo hoscamente: -Eso no tiene nada que ver. Un hombre fue muerto en esta casa. Era un escritor, un escritor de éxito e importancia, pero eso tampoco tiene nada que ver. Era un hombre y usted y yo sabemos quién lo mató. Existe una cosa que se llama justicia.

– Mañana.

– Usted es tan buena pieza como ella si la deja escapar. Empiezo a dudar un poco de usted, Marlowe. Usted hubiera podido salvar la vida de Roger si hubiera obrado como debía. En cierto sentido, permitió que Eileen se saliera con la suya. Por lo que veo, toda la representación de esta tarde no ha sido más que eso…: una representación.

– Eso es verdad. Una escena de amor disimulada. Como puede ver, Eileen está loca por mí. Cuando las cosas se tranquilicen nos casaremos. Quedará en bastante buena posición. Todavía no he sacado ni un peso de la familia Wade. Me estoy impacientando.

Se sacó los anteojos y se los limpió. Enjugó la transpiración de los párpados, volvió a ponerse los anteojos y miró al suelo.

– Lo siento -dijo-. Esta tarde he tenido que aguantar un verdadero tormento. Era bastante triste saber que Roger se había suicidado. Pero esta otra versión me hace sentir degradado… sólo con saberla. -Levantó la vista y preguntó: