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– ¿Puedo confiar en usted?

– ¿Para hacer qué?

– Lo justo… sea lo que fuere. -Se agachó, recogió la pila de papeles amarillos y se los puso debajo del brazo-. No, olvídese de lo que le dije. Creo que usted sabe lo que hace. Soy un editor bastante bueno, pero todo esto es ajeno por completo a mi especialidad.

Spencer se encaminó hacia la puerta; Candy se apartó para dejarlo pasar y fue rápidamente hasta la puerta y la mantuvo abierta hasta que Spencer salió. Yo lo seguí. Me detuve al lado de Candy y lo miré fijamente, hasta el fondo de sus ojos negros.

– Nada de engaños, amigo -le previne.

– La señora está muy cansada -dijo con toda calma-. Se ha ido a su habitación. Nadie la molestará. Yo no sé nada, señor. No me acuerdo de nada… A sus órdenes…

Saqué el cuchillo del bolsillo y se lo di. El sonrió.

– A mí nadie me tiene confianza, pero yo se la tengo a usted, Candy.

– Lo mismo digo, señor. Muchas gracias.

Spencer ya había subido al coche. Puse el motor en marcha y nos dirigimos de regreso a Beverly Hills. Lo dejé a la entrada del hotel.

– He estado reflexionando durante todo el camino -dijo Spencer, en el momento de bajar del coche-. Eileen debe estar un poco loca. Creo que nunca podrán condenarla.

– Ni siquiera lo intentarán -le contesté-. Pero ella no lo sabe.

Luchó un momento para enderezar el montón de hojas de papel amarillo que llevaba bajo el brazo y me saludó con una inclinación de cabeza. Lo seguí con la vista hasta que desapareció por la puerta giratoria. Aquélla fue la última vez que vi a Howard Spencer. Aflojé el freno y puse el motor en marcha.

Llegué a casa bastante tarde; me sentía cansado y deprimido. Era una de esas noches pesadas, en que los ruidos nocturnos parecen sordos y lejanos. Había una luna alta indiferente, brumosa. Caminé de arriba abajo, puse algunos discos y casi no los escuché. Me parecía oír en alguna parte un tictac constante, pero en la casa no había nada que pudiera hacer aquel sonido. El tictac estaba en mi cabeza. Yo era un reloj que marcaba la muerte de un hombre.

Recordé la primera vez que había visto a Eileen Wade y la segunda y la tercera y la cuarta. Pero después, algo en ella salía del cuadro. Ya no parecía completamente real. Un asesino es siempre irreal en cuanto uno sabe que es un asesino. Hay gente que mata por odio, o miedo, o codicia. Están los asesinos astutos que planean y esperan salir bien parados. Están los asesinos violentos que no piensan en nada. Y están los asesinos enamorados de la muerte para quienes el asesinato es una clase de suicidio remoto. En cierto sentido, todos son insanos, pero no en la forma que quería significar Spencer. Era casi de día cuando me fui a la cama.

Estaba sumido en un sueño profundo cuando me despertó el ruido de la campanilla del teléfono. Rodé sobre la cama, me puse a tientas las pantuflas y comprobé que no había dormido más que un par de horas. Me sentí como cuando uno ha comido en un boliche y tiene la comida a medio digerir. Tenía los ojos pegados y la boca llena de arena. Me puse de pie, me arrastré hasta el living, levanté el auricular, y dije: “No corte”. Lo dejé sobre la mesa, fui al cuarto de baño, me mojé la cara con agua fría. Afuera, algo hacía snip, snip, snip. Miré por la ventana vagamente y vi una cara morena e inexpresiva. Era el jardinero japonés que venía una vez por semana. Estaba recortando la tecoma, en la forma en que acostumbra hacerlo un jardinero japonés. Uno se lo pide cuatro veces y él dice: “La próxima semana”, y entonces aparece a las seis de la mañana y comienza a recortarla justo al lado de la ventana del dormitorio. Después de frotarme la cara hasta dejarla seca, volví a agarrar el teléfono.

– ¿Quién habla?

– Candy, señor.

– Buenos días, Candy.

– La señora ha muerto.

Muerta. ¡Qué palabra fría, negra y silenciosa! La señora ha muerto.

– Espero que usted no haya hecho nada.

– Creo que fue la medicina. Se llama Demerol. Creo que en el frasco había cuarenta o cincuenta. Ahora está vacío. Anoche no cenó. Esta mañana puse una escalera de mano y me asomé por la ventana. Estaba vestida igual que ayer a la tarde. Rompí la cortina veneciana. La señora está muerta. Fría como agua de nieve.

– ¿Llamó a alguien?

– Sí. Al doctor Loring. El avisó a la policía, pero todavía no llegó.

– ¿El doctor Loring, eh? El hombre especial para llegar demasiado tarde.





– No le mostré la carta -dijo Candy.

– ¿La carta para quién?

– Para el señor Spencer.

– Entréguela a la policía, Candy. No deje que el doctor Loring se la lleve. Sólo a la policía. Y una cosa más, Candy. No les oculte nada, no les diga ninguna mentira. Nosotros estuvimos allí. Diga la verdad. Esta vez la verdad y nada más que la verdad.

Hubo una breve pausa. Entonces Candy dijo:

– Sí, he comprendido. Hasta la vista, amigo. -Cortó la comunicación.

Llamé al Ritz -Beverly y pedí hablar con Howard Spencer.

– Un momento, por favor. Le comunicaré con Informes.

Una voz de hombre dijo:

– Informes. ¿En qué puedo servirle?

– Quiero hablar con Howard Spencer. Sé que es muy temprano, pero se trata de algo urgente.

– El señor Spencer partió anoche. Tomó el avión de las ocho para Nueva York.

– ¡Ah! Lo siento. No lo sabía.

Fui a la cocina a preparar café… toneladas de café. Rico fuerte, amargo, hirviente, reconfortante; la sangre vital de los hombres cansados.

Unas dos horas más tarde, Bernie Ohls me llamó por teléfono.

– ¡Hola, sabelotodo! -me dijo-. Véngase por aquí y sufra un poco.

Capítulo XLIV

Todo estaba como la vez anterior, excepto que era de día, nos hallábamos en la oficina del capitán Hernández y el alguacil se había ido a Santa Bárbara a inaugurar una semana de festejos. En la oficina se encontraban el capitán Hernández, Bernie Ohls, un hombre de la oficina del investigador de crimen, el doctor Loring -quien tenía el aspecto del tipo a quien han pescado realizando un aborto- y un hombre llamado Lawford, representante de la oficina del fiscal de distrito, un tipo alto, flaco e inexpresivo, de cuyo hermano se rumoreaba que controlaba el negocio de las quinielas en el barrio de la Avenida Central.

Hernández tenía delante algunas hojas de bloc de color rosado, escritas a mano con tinta verde.

– Esta es una reunión no oficial -dijo Hernández cuando todo el mundo estuvo sentado-. No hay estenógrafo ni equipo registrador. Pueden decir lo que quieran. El doctor Weiss representa al investigador de crimen, quien será el que ha de decidir si es necesario realizar una investigación. ¿Doctor Weiss?

El doctor Weiss era un hombre gordo, de aspecto jovial y competente.

– Creo que la investigación no es necesaria -comenzó diciendo-. Existen todos los indicios de un envenenamiento con narcóticos. Cuando llegó la ambulancia la mujer respiraba todavía muy débilmente, pero estaba en coma y todos los reflejos fueron negativos. En ese estado sólo se salva uno entre cien. Tenía la piel helada y sólo después de un examen muy prolijo se pudo ver que respiraba todavía. El criado creyó que estaba muerta. Murió aproximadamente una hora más tarde. Creo que la señora solía tener ataques violentos de bronquitis asmática. El doctor Loring le había recetado Demerol como medida de emergencia.

– ¿Posee alguna información o ha sacado ya alguna deducción sobre la dosis de Demerol que ingirió, doctor Weiss?

– Una dosis fatal -contestó, sonriendo levemente-. No existe método rápido para determinarla sin conocer la historia clínica, la tolerancia natural o adquirida. De acuerdo con su confesión, tomó dos mil trescientos miligramos, cuatro o cinco veces la dosis letal mínima para las personas no adictas. -Miró al doctor Loring en forma interrogadora.