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– Debe de haber corrido mucha sangre -dije.
– ¿Sangre? -Eileen rió amargamente-. Lo hubiera visto cuando llegó a casa. Cuando corrí a buscar el coche para alejarme de allí, él permaneció parado, mirándola. Entonces se agachó, la levantó en los brazos y la llevó hasta la casa de huéspedes. En aquel momento me di cuenta de que el shock lo había desembriagado en parte. Llegó a casa al cabo de una hora. Estaba muy tranquilo. Se sorprendió cuando vio que lo estaba esperando. Para ese entonces no estaba borracho sino aturdido, ofuscado. Tenía sangre por todas partes, en la cara, en el cabello, en la parte delantera de la chaqueta. Lo llevé al lavabo que hay al lado del estudio, le saqué la ropa manchada y fuimos arriba, donde se dio una ducha. Después lo ayudé a meterse en cama. Busqué una maleta, fui abajo de nuevo, recogí las ropas manchadas de sangre y las guardé en la maleta. Limpié el lavabo y el piso, tomé una toalla mojada y salí a asegurarme de que su coche estaba limpio. Lo guardé en el garaje, saqué el mío y me dirigí hasta el depósito de agua de Chatsworth; ya pueden adivinar lo que hice con la maleta, con la ropa y las toallas.
Eileen hizo una pausa. Spencer se rascaba la palma de la mano izquierda. Ella le dirigió una rápida mirada y continuó.
– Mientras estuve afuera, Roger se levantó y bebió mucho whisky. A la mañana siguiente no se acordaba de nada absolutamente. Es decir, no dijo una sola palabra sobre el asunto, y se comportó como si no le hubiera ocurrido nada fuera de la borrachera. Y yo no dije ni una palabra.
– Debió de haber notado que le faltaba la ropa -dije. Ella asintió.
– Creo que al fin se dio cuenta…, pero no dijo nada. En aquel momento todo pareció ocurrir al mismo tiempo. Los diarios no hacían más que hablar del caso, llenaban páginas enteras y entonces fue cuando Paul desapareció y lo encontraron muerto en México. ¿Cómo podía yo saber que eso iba a ocurrir? Roger era mi marido. Había cometido un crimen espantoso, pero ella era una mujer repugnante. Y él no sabía lo que estaba haciendo. Entonces, tan súbitamente como habían comenzado, los diarios dejaron de ocuparse del asunto. El padre de Linda debe de haber tenido algo que ver con aquello. Roger leía los diarios, por supuesto, y hacía los comentarios que uno podría esperar de un espectador inocente que conociera por casualidad a la gente envuelta en el caso.
– ¿No estaba asustada, Eileen? -preguntó Spencer con calma.
– Me sentía enferma de miedo, Howard. Si Roger llegaba a recordar, probablemente me mataría. Era un buen actor, la mayoría de los escritores lo son, y quizá ya lo sabía y sólo esperaba la oportunidad propicia. Pero no podía estar segura. A lo mejor había olvidado todo aquello para siempre. Y Paul había muerto.
– Si él nunca habló de la ropa que usted arrojó dentro del depósito, es porque sospechaba algo -dije-. Y acuérdese que en aquellas hojas que dejó en la máquina de escribir la noche en que disparó el tiro y yo la encontré a usted tratando de sacarle el revólver, decía que un hombre bueno había muerto por él.
– ¿Dijo eso? -Se le agrandaron los ojos en la medida adecuada.
– Lo escribió… en la máquina. Yo rompí las hojas porque él me lo pidió. Me imaginé que usted las había leído.
– Nunca leía lo que él escribía en el estudio.
– Sin embargo leyó la nota que Roger dejó aquella vez que fue a lo de Verringer; hasta recuerdo que anduvo buscando algo en el canasto de los papeles.
– Eso era diferente -replicó ella en seguida-. Estaba buscando algún indicio para saber dónde podía haberse ido.
– Muy bien -dije, recostándome sobre el respaldo-. ¿Hay algo más?
Eileen sacudió la cabeza lentamente, con profunda tristeza.
– Supongo que no. Tal vez Roger haya recordado aquello, en el último momento de su vida, la tarde que se suicidó. Nunca lo sabremos. ¿Y acaso queremos saberlo?
Spencer carraspeó para aclararse la garganta.
– ¿Qué tenía que ver Marlowe en todo esto? Fue idea suya el traerlo aquí. Sabe muy bien que usted me pidió que le hablara.
– Estaba terriblemente asustada. Tenía miedo de Roger y estaba asustada por él. El señor Marlowe era amigo de Paul; fue casi la última persona que lo vio antes de irse a México. Paul pudo haberle contado algo y yo tenía que saberlo, tenía que estar segura. Si era un hombre peligroso quería tenerlo de mi lado. Si descubría la verdad, podría existir todavía algún medio de salvar a Roger.
De pronto, y sin que mediara ninguna razón valedera o perceptible para mí, Spencer se puso firme. Se inclinó hacia adelante y en tono seco y decidido dijo:
– Vamos a poner esto en claro, Eileen. Tenemos aquí a un detective privado que no andaba en buenas relaciones con la policía. Lo habían metido en la cárcel. Se lo acusaba de haber ayudado a Paul, lo llamo así porque usted lo hace, a salir del país hacia México. Eso es un delito, si Paul era un asesino. De modo que si Marlowe descubría la verdad y podía justificarse y verse libre de toda culpa, ¿usted cree que iba a quedarse sentado sin hacer nada? No sé cómo pudo habérsele ocurrido semejante idea.
– Estaba asustada, Howard. ¿No puede comprenderlo? Vivía en la misma casa con un asesino que podía ser un maniático. Estaba sola con él gran parte del día.
– Comprendo todo eso -dijo Spencer con voz seca-. pero Marlowe no aceptó y usted seguía sola. Entonces Roger disparó aquel tiro con el revólver y una semana después usted estaba sola todavía. Pero cuando Roger se mató resulta que fue Marlowe el que se encontraba solo en la casa en aquel momento, cosa muy conveniente, por cierto.
– Es verdad -dijo ella-. ¿Y qué hay con eso? ¿Qué podía hacer yo?
– Muy bien -replicó Spencer-. Es posible que usted pensara que Marlowe podía descubrir la verdad y que con el antecedente de aquella noche en que su marido había disparado un tiro, le entregara simplemente a Roger el revólver y le dijera algo por el estilo: “Oiga, viejo, usted es un asesino; estoy perfectamente enterado de todo y su mujer también lo sabe. Ella es una mujer magnífica y ha sufrido bastante. Sin mencionar al marido de Sylvia Le
– Está diciendo cosas horribles, Howard. No pensé en nada por el estilo.
– Usted dijo al agente que Marlowe había matado a Roger. ¿Qué quiso decir con eso?
Eileen me dirigió una mirada, casi tímida.
– Estaba ofuscada. No sabía lo que estaba diciendo.
– A lo mejor pensó que fue Marlowe el que disparó el tiro -insinuó Spencer con tranquilidad.
Entrecerró los ojos y exclamó:
– ¡Oh, no, Howard! ¿Por qué iba a insinuación abominable.
– ¿Por qué? -quiso saber Spencer-. ¿Qué tiene de abominable? La policía pensó lo mismo. Y Candy les proporcionó una razón. Contó que Marlowe estuvo en su cuarto durante dos horas, la noche en que Roger disparó el tiro al techo… después que Roger tomó unas pastillas para dormir.
Eileen enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
– Y que usted no llevaba ninguna ropa encima -prosiguió Spencer brutalmente-. Eso fue lo que Candy contó a la policía.
– Pero en la investigación… -comenzó a decir la señora Wade con voz medio temblorosa. Spencer la cortó en seco.
– La policía no creyó a Candy. Por eso no repitió la historia durante la investigación.
– ¡Oh! -dijo con un suspiro de alivio.
– Además -continuó Spencer con voz fría-, la policía sospechaba de usted y todavía sospecha. Todo lo que necesitan es un motivo. Y me parece que no les resultará difícil encontrarlo ahora.
Eileen se puso de pie.
– Creo que será mejor que ustedes dos salgan de esta casa. Y cuanto antes, mejor.