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Yo no esperaba que nadie pegara un salto en el aire o lanzara un alarido de sorpresa al oír mis palabras, y en efecto eso no ocurrió. Pero hay un silencio que es casi tan audible como un grito y ése fue el silencio que reinó. Me rodeó por completo como un muro alto y espeso. Podía oír el ruido del agua que corría en la cocina y desde afuera llegó hasta nosotros el golpe seco del diario al caer sobre el camino de coches y el silbido inseguro y ligero del repartidor que se alejaba con la bicicleta.

Sentí un leve pinchazo en la nuca. Me aparté de un salto y me di vuelta. Candy estaba parado con el cuchillo en la mano. El rostro era impenetrable, pero en los ojos tenía una expresión que no había visto antes.

– Usted está cansado, amigo -me dijo con suavidad-. ¿Le preparo algo para beber?

– Whisky, gracias.

– En seguida, señor.

Cerró el cuchillo de un golpe, lo guardó en el bolsillo lateral de la chaqueta blanca y con paso suave se alejó.

Entonces, al fin, miré a Eileen. Estaba inclinada hacia adelante, con las manos muy apartadas y esa inclinación ocultaba la expresión del rostro, si es que tenía alguna. Cuando comenzó a hablar, la voz tenía la diáfana vacuidad de aquella voz mecánica que nos dice la hora por teléfono y que si uno siguiera escuchando, lo que no hay ninguna razón para hacer, continuaría recitando para siempre el pasar de los segundos sin el más leve cambio de inflexión en la voz.

– Lo vi una vez, Howard, nada más que una vez. No le dirigí la palabra. El tampoco me habló. Estaba terriblemente cambiado. Tenía el cabello blanco y la cara… no era la misma cara. Pero por supuesto lo reconocí y él también. Nos miramos y eso fue todo. En seguida desapareció de la habitación y al día siguiente se fue de la casa. Fue en la de los Loring donde lo vi a él… y a ella. Era por la tarde usted estaba allí, Howard, y Roger también. Supongo que usted lo vio aquel día.

– Me lo presentaron -dijo Spencer-. Sabía con quién estaba casado.

– Linda Loring me contó que desapareció de la casa de la noche a la mañana. No dio ninguna razón ni hubo disputa, alguna. Después de un tiempo la mujer se divorció de él y más tarde oí decir que volvió a encontrarlo, arruinado por completo y se volvieron a casar. Dios sabrá por qué. Supongo que él no tenía dinero, pero eso ya no le importaba. Sabía que yo me había casado con Roger. Estábamos perdidos el uno para el otro.

– ¿Por qué? -preguntó Spencer.

Candy colocó la bebida delante de mí sin decir una palabra. Miró a Spencer y éste negó con la cabeza. Candy desapareció. Nadie le prestó ninguna atención. Era como el hombre que, en las obras de teatro chinas, mueve las cosas en el escenario y los actores y]os espectadores hacen como que no lo ven.

– ¿Por qué? -repitió la señora Wade-. ¡Oh!, usted no lo entendería. Habíamos perdido lo que tuvimos una vez y nunca podríamos recuperarlo. Después de todo, no cayó en las manos de la Gestapo; debe haber habido algunos nazis decentes que no obedecieron la orden de Hitler referente a los comandos. De modo que sobrevivió y regresó. A veces solía imaginarme que volvería a encontrarlo algún día, pero tal como había sido en la época en que nos conocimos, joven, apasionado y sin mácula. Pero encontrarlo casado con aquella ramera pelirroja era… repugnante. Yo ya estaba enterada de sus relaciones con Roger. No me cabe duda de que Paul también lo sabía, lo mismo que Linda Loring, que es una mujer medio perdida, aunque no del todo. Todos ellos pertenecen a la misma pandilla. Usted me pregunta por qué no abandoné a Roger y volví con Paul. ¿Después que estuvo en los brazos de aquella mujer y que Roger pasó también por los mismos brazos complacientes? No, gracias. Necesito un incentivo un poco más grande para eso. A Roger podía perdonarlo; bebía mucho y no sabía lo que hacía. Le preocupaba su trabajo y se aborrecía a sí mismo porque no era más que un escriba mercenario. Era un hombre débil, frustrado, desengañado de la vida, pero comprensible. No fue más que un marido. Paul fue o mucho más que eso o no fue nada. Al final no fue nada.

Tomé un sorbo de mi bebida. Spencer había terminado la suya. Estaba observando la tela del sofá. Había olvidado la pila de papeles que tenía frente a él, la novela inacabada del popular autor completamente acabado.

– Yo no diría eso -exclamé.

Ella levantó la vista, me miró vagamente y la bajó de nuevo.

– Fue menos que nada -agregó Eileen con una nueva nota de sarcasmo en la voz-. Sabía perfectamente quién era ella y, sin embargo, se casó y entonces, como ella resultó ser lo que él sabía que era, la mató. Y después se escapo y se suicido.

– El no la mató -dije-, y usted lo sabe.



Eileen se puso de pie con movimiento casi felino y me miró con asombro. Spencer dejó escapar un gruñido.

– Roger la mató y usted también lo sabe.

– ¿El se lo dijo? -preguntó con calma.

– No tuvo necesidad de hacerlo, pero me hizo un par de insinuaciones. Con el tiempo hubiera terminado contándomelo a mí o a cualquier otro. Aquel secreto lo estaba destrozando poco a poco.

La señora Wade sacudió levemente la cabeza.

– No, señor Marlowe. No es por eso que se sentía destrozado. Roger no sabía que la había matado. Se había olvidado por completo de todo. Presentía que había ocurrido algo terrible y trataba de sacarlo a la superficie, pero no podía. El shock había borrado todo en su memoria. Quizás algún día hubiera vuelto a recordar y tal vez pudo hacerlo en los últimos momentos de su vida. Pero no antes; no antes de aquel momento.

Spencer exclamó con voz ronca:

– No creo que pueda pasar una cosa así, Eileen.

– ¡Oh!, sí, claro que puede ocurrir -contesté yo-. Conozco algunos casos muy bien establecidos. Uno fue el de un borracho que mató a una mujer que encontró en un bar. La estranguló con la bufanda que ella usaba, sujeta con un prendedor de fantasía. Ella se fue a casa con él y lo que sucedió después no se sabe, excepto que ella quedó muerta y cuando la policía lo agarró, él llevaba el prendedor de fantasía en su corbata y no tenía la menor idea de dónde lo había sacado.

– ¿Nunca? -preguntó Spencer-. ¿O sólo en aquel momento?

– El nunca lo admitió. Y no se lo podemos preguntar porque no anda más por aquí. Lo mataron con gas. El otro caso es el de un herido en la cabeza. Vivía con un rico pervertido, uno de esos que coleccionan primeras ediciones, hacen comidas complicadas y tienen una biblioteca secreta muy costosa detrás de un panel en la pared. Los dos tuvieron una pelea. Lucharon por toda la casa, de una habitación a otra, la casa parecía un matadero, y el ricacho, al fin, recibió la peor parte. Cuando agarraron al asesino, tenía docenas de contusiones y un dedo roto. Todo lo que sabía era que tenía dolor de cabeza y no podía encontrar el camino para regresar a Pasadena. No hacía más que dar vueltas por los alrededores y se paraba en la misma estación de servicio para que le indicaran la dirección. El muchacho de la estación de servicio decidió que debía estar loco y llamó a la policía. A la vez siguiente que apareció por la estación lo estaban esperando.

– No creo eso de Roger -dijo Spencer-. No era más psicópata de lo que pueda serlo yo.

– Cuando estaba borracho no tenía conciencia de lo que hacía -expliqué.

– Yo estaba allí. Vi cuando él lo hizo -dijo Eileen con voz tranquila.

Hice una mueca a Spencer, una especie de mueca que probablemente no tuvo nada de alegre, pero mi rostro hizo lo que pudo.

– Ahora nos lo va a contar todo -le dije a Spencer-. Quédese quieto y escuche. Ahora nos lo va a contar todo. No puede dejar de hacerlo.

– Sí, eso es verdad -comenzó Eileen en tono grave-. Hay cosas que a nadie le gusta contar aunque sean sobre un enemigo y mucho menos si se refieren al propio marido de una. Si tuviera que contarlas en público, en el sitial de los testigos, con toda seguridad que no le agradarían, Howard. Su magnífico y talentoso escritor, tan popular y lucrativo, haría un papel muy triste, aparecería como un pobre diablo. Era un gran experto en cuestiones sexuales, ¿no? ¡En los libros, claro está! ¡Y cómo trataba el pobre tonto de vivir de conformidad a ellos! Para él aquella mujer no era más que un trofeo. Yo los espié. Debería avergonzarme. Una tiene que decir estas cosas, pero no me avergüenzo de nada. Yo vi toda aquella escena repugnante. La casa de huéspedes que ella utilizaba para sus amoríos era un lugar apartado y tranquilo, bordeado por grandes árboles, garaje particular y se entraba por una calle lateral, cerrada por el otro extremo. Llegó el momento en que Roger ya no era para aquella mujer un amante satisfactorio. Estaba demasiado borracho. Roger trató de irse, pero ella lo siguió hasta afuera gritando a más no poder; estaba completamente desnuda y blandía en la mano una pequeña estatuilla. El lenguaje que empleó era de una suciedad y depravación tales que no podría intentar describirlo. Entonces ella trató de golpearlo con la estatuilla. Ustedes son hombres y deben de saber que no hay nada que choque más a un hombre que escuchar a una mujer que se supone refinada utilizando el lenguaje del albañil y el prostíbulo. Roger estaba borracho, ya había tenido arranques súbitos de violencia y en aquel momento tuvo un ataque terrible. Le arrebató la estatuita de la mano. Pueden imaginarse el resto.