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Capítulo VII

Aquel año, el jefe de la Sección Homicidios era el comisario Gregorius, el tipo del policía que está siendo cada día más difícil de encontrar, pero que de ninguna forma ha desaparecido. Seis meses más tarde fue acusado de perjurio en el Tribunal de Justicia, puesto en libertad sin proceso y, poco tiempo después, en su hacienda de Wyoming, un gran garañón lo pateó hasta matarlo.

En aquel momento yo era su plato fuerte. Estaba sentado detrás del escritorio, sin americana y con las mangas arrolladas casi hasta los hombros. Era tan calvo como una bola de billar, y estaba criando grasa en la cintura como les pasa a todos los hombres musculosos y fornidos cuando llegan a la edad madura. Los ojos eran de color gris acuoso. La nariz, grande, mostraba una verdadera red de capilares rojizos. Estaba tomando café, y por cierto que lo sorbía ruidosamente. Las manos fuertes y toscas estaban cubiertas de vello espeso, y unos penachos de pelo grisáceo asomaban por las orejas. Manoseó algo que había en el escritorio y miró a Green.

Green habló:

– Todo lo que conseguimos es que nos diga que no declarará nada, comisario. Lo fuimos a buscar porque encontramos su número de teléfono en la casa. Había salido y no nos dijo adónde. Conoce a Le

– Quiere hacerse el guapo -apuntó Gregorius con tono indiferente-. Podemos hacerle cambiar de idea.

Lo dijo como si no le importara la forma de conseguirlo. Probablemente le tenía sin cuidado. Nadie se hacía el guapo con él.

– La cuestión es que, en este asunto, el Fiscal de Distrito olfatea mucha atracción periodística. No podemos echar le la culpa, teniendo en cuenta quién es el amigo de la muchacha. Creo que lo mejor será que hagamos cantar a este amigo.

Me miró como si yo fuera una colilla de cigarillo o una silla vacía; yo era simplemente algo que se hallaba dentro de su línea de visión pero que carecía del todo de interés para él.

Dayton destacó en tono respetuoso:

– Es bien evidente que toda su actitud está encauzada a crear una situación por la cual pueda negarse a hablar. Nos citó unos párrafos de la ley y me provocó hasta que tuve que ponerlo en vereda y darle una buena. Me salí de las casillas, comisario.

Gregorius lo miró fríamente.

– Usted debe ser fácil de provocar, si este infeliz pudo hacerlo. ¿Quién le sacó las esposas?

Green dijo que él lo había hecho.

– Póngaselas de nuevo -ordenó Gregorius-. Bienapretadas. Vamos a hacerle entrar en razón.

Green comenzó a ponerme las esposas.

– Detrás de la espalda -vociferó Gregorius. Green me puso las manos atrás y me esposó. Yo estaba sentado en una silla dura.

– Apriete más -dijo Gregorius.

Green apretó más aún. Empecé a sentir las manos entumecidas.

Por fin Gregorius me miró.

– Ahora puede hablar, y hágalo rápido.

No le contesté. Se reclinó sobre la silla e hizo una mueca. Extendió la mano lentamente y agarró la taza de café. Se inclinó un poco más hacia adelante. Me arrojó la taza con fuerza; pude evitarla haciéndome a un lado, pero me caí de la silla y fui a aterrizar en el suelo con el hombro contra el piso. Me di vuelta rodando y me levanté lentamente. Sentía las manos muy entumecidas; insensibilizadas por completo. Los brazos comenzaron a dolerme.

Green me ayudó a sentarme en la silla. El café había mojado el respaldo y parte del asiento, pero casi todo había caído al suelo.





– No le gusta el café -comentó Gregorius-. Es un tipo veloz. Se mueve rápido. Tiene buenos reflejos.

Nadie dijo nada. Gregorius me miró con sus ojos acuosos.

– Oiga, señor. Una licencia de detective tiene tanta importancia como una tarjeta de visita. Ahora vamos a escuchar su declaración; primero verbal. Más tarde se la tomaremos por escrito. A ver si la hace completa. Quisiera un relato detallado, digamos, de todos sus movimientos desde la noche pasada, a las veintidós horas. Dije detallado.

Esta oficina está investigando un asesinato y el principal sospechoso ha desaparecido. Usted está relacionado con él.

El tipo pesca a la mujer engañándolo y le destroza la cabeza hasta convertirla en un montón de carne cruda y huesos y pelo empapado en sangre. Todo eso con nuestra vieja amiga, la estatuita de bronce. No es muy original, pero da resultado. Si usted cree que voy a permitir que un maldito detective me haga citas de la ley en un caso como éste, entonces, señor, le aseguro que le esperan momentos muy difíciles. No hay en todo el país una fuerza policial que pueda hacer su trabajo con un libro de leyes. Usted tiene información y yo quiero conocerla. Usted podría decir que no y yo podría no creerle. Pero usted ni siquiera dice no. No se haga el difícil conmigo ni se mande la parte. No ganará nada con eso. Empecemos.

– ¿Me sacaría las esposas, comisario? -pregunté-. Quiero decir, si hiciera una declaración.

– Puede ser. Abrevie.

– Si le dijera que no vi a Le

– Puede ser…, si es que le creyera.

– Si le dijera que lo he visto y dónde y cuándo, pero que no tenía idea de que hubiera asesinado a alguien o de que se hubiera cometido algún crimen, y que además no sé dónde podría estar en este momento, esto no lo satisfaría en absoluto, ¿no es cierto?

– Con más detalles podría escuchar. Cosas como dónde, cuándo, qué aspecto tenía, lo que se habló y adónde se dirigió. Podríamos llegar a algo.

– Así -dije- a lo que podríamos llegar es a que me convierta en un cómplice.

Se le hincharon los músculos de las mandíbulas. Sus ojos tenían el color del hielo sucio.

– ¿Entonces?

– No sé -dije-. Necesito consejo legal. Me gustaría cooperar. ¿Qué le parece si viniera aquí alguien de la oficina del fiscal del distrito?

Dejó escapar una risa breve y ronca, pero se puso serio de golpe. Se levantó lentamente y dio la vuelta alrededor del escritorio. Se acercó a mí, se inclinó con la mano apoyada sobre la mesa y sonrío. Entonces, sin cambiar de expresión me golpeó al costado del cuello con un puño que parecía un trozo de hierro. Gregorius seguía con la mano izquierda apoyada sobre el escritorio y se inclinó hacia mí, sonriendo todavía. Su voz parecía venir de muy lejos.

– Yo solía ser duro, pero me estoy volviendo viejo. Usted recibe un buen puñetazo, señor, y es todo lo que va a sacar de mí. En la cárcel tenemos muchachos que deberían estar trabajando en los corrales de ganado. Quizá no debiéramos tenerlos porque no son mozos amables y de puño limpio como este Dayton. No tiene cuatro hijos y un jardín con rosas como Green. A ellos les interesan otros entretenimientos. ¿Se le ocurren algunas otras cosas originales que decir, si es que va a molestarse en decirlas?

– No, mientras tenga las esposas puestas, comisario. -Hasta decir esto me dolió.

Se inclinó aún más y me envolvió con fuerza el olor de su sudor y de su aliento pútrido. Después se enderezó, dio la vuelta, volvió al escritorio y se sentó sobre sus sólidas nalgas. Agarró una regla de tres cantos y deslizó el pulgar a lo largo de uno de los bordes como si se tratara de un cuchillo. Al cabo de un instante miró a Green.

– ¿Qué está esperando, sargento?

– Ordenes. -Green arrastró la palabra como si aborreciera el sonido de su propia voz.

– ¿Es necesario dárselas? Usted es un hombre de experiencia, al menos eso dicen sus antecedentes. Quiero una declaración detallada de los movimientos de este hombre durante las últimas veinticuatro horas, o tal vez más; esto por ahora y para empezar. Quiero saber lo que ha hecho durante cada minuto de ese lapso. La quiero firmada, con testigos y verificada. La necesito para dentro de dos horas. Después quiero que él vuelva aquí limpio, pulcro y sin una marca. Y una cosa más, sargento… Hizo una pausa y dirigió a Green una mirada que hubiera dejado congelada a una patata recién sacada del horno.