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– …la próxima vez que a un sospechoso yo le haga algunas preguntas corteses, no quiero que se quede inmóvil, mirando como si le hubiera arrancado la oreja al tipo.

– Sí, señor -Green se volvió hacia mí-. Vamos -dijo en tono malhumorado.

Gregorius me mostró los dientes. Necesitaban una buena limpieza.

– Salgamos, amigo.

– Sí, señor -dije cortésmente-. Con toda seguridad no fue ésa su intención, pero me hizo un favor. Con ayuda del detective Dayton, me resolvió un problema. A ningún hombre le gusta traicionar a un amigo, pero por usted yo no traicionaría ni a un enemigo. Usted no sólo es un gorila; es un incompetente. No sabe cómo conducir una investigación sencilla. Yo estaba haciendo equilibrio sobre la hoja de un cuchillo y usted hubiera podido hacer que me inclinara para un lado u otro. Pero tuvo que aprovecharse de mí, tirarme café a la cara y usar sus puños cuando estaba en una situación en que lo único que podía hacer era aguantar. De ahora en adelante no le diré ni la hora del reloj que está en su propia pared.

Por alguna extraña razón permaneció inmóvil en su silla y me dejó hablar. Después sonrió sarcásticamente.

– Usted no es más que el clásico tipejo que odia a la policía, amigo. Eso es todo lo que es usted, amiguito; simplemente un tipejo que odia a la policía.

– Hay lugares donde no se odia a la policía, comisario. Pero en esos lugares usted no sería policía.

También aguantó eso. Me imagino que podía hacerlo. Probablemente había oído cosas peores muchas veces.

En aquel momento sonó el teléfono de su escritorio. Miró hacia el aparato e hizo un gesto. Dayton dio rápida mente la vuelta al escritorio y descolgó el auricular.

– Oficina del comisario Gregorius. Habla el detective Dayton.

Escuchó con atención y en su frente se formó una pequeña arruga que casi unió sus hermosas cejas. Dijo suavemente:

– Espere un momento, por favor, señor.

Alcanzó el teléfono a Gregorius.

– El Comisionado Albright, señor.

Gregorius frunció la cara.

– ¿Sí? ¿Qué quiere ese cretino? -Tomó el teléfono, lo sostuvo un momento y su cara se suavizó.

– Habla Gregorius, Comisionado.

Escuchó durante unos instantes.

– Sí; está aquí en mi oficina, Comisionado. Le estuve haciendo algunas preguntas. No quiere cooperar. No quiere cooperar para nada. ¿Cómo? ¿Cómo dijo? -de pronto torció la cara en una mueca feroz. La sangre enrojeció su frente pero la voz no cambió de tono-. Si ésa es una orden directa, debería venirme del Jefe de Detectives, Comisionado… Seguro. Daré los pasos necesarios mientras me llega la confirmación. Seguro… Diablos, no. Nadie le ha puesto la mano encima… Sí, señor en seguida.

Colgó el auricular. Me pareció que la mano le temblaba un poco. Me observó detenidamente y luego miró a Green.

– Sáquele las esposas -ordenó con voz inexpresiva.

Green abrió la cerradura. Me froté las manos esperando los pinchazos y puntadas indicadores de que la sangre comenzaba a circular.

– Inscríbalo en la cárcel del distrito -dijo Gregorius hablando con lentitud-. Sospecha de asesinato. El fiscal del distrito ha sacado el caso de nuestras manos. Hermoso sistema el que tenemos aquí.





Nadie se movió. Green estaba cerca de mí, respirando en forma agitada. Gregorius levantó la vista y miró a Dayton.

– ¿Qué está esperando, pedazo de bobo? ¿Que le sirva un helado, tal vez?

Dayton habló con voz sofocada: -Usted no me dio órdenes, jefe.

– ¡Maldito sea, dígame señor! Soy jefe para los sargentos y los de más arriba. No para usted, muchacho. No para usted. Afuera.

– Sí, señor. -Dayton se dirigió rápidamente hacia la puerta y desapareció. Gregorius se puso de pie, se acercó a la ventana y permaneció parado de espaldas a la habitación.

– Vamos moviéndonos -murmuró Green en mis oídos -Sáquemelo de aquí antes de que le golpee de nuevo en la cara -dijo Gregorius desde la ventana.

Green fue hasta la puerta y la abrió. Me encaminé hacia la salida.

De pronto Gregorius vociferó: -¡Espere! ¡Cierre esa puerta!

Green la cerró y se apoyó en ella.

– ¡Venga aquí! -ladró Gregorius dirigiéndose a mí.

Yo no me moví. Permanecí inmóvil mirándolo. Green tampoco se movió. Se produjo un silencio impresionante. Entonces Gregorius atravesó la habitación muy lentamente y se paró frente a mí. Las puntas de nuestros pies se tocaron. Metió las manos grandes y toscas en los bolsillos y se balanceó sobre sus talones.

– Nadie le ha puesto la mano encima -dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo. Sus ojos tenían una mirada lejana e inexpresiva. La boca se movía convulsivamente.

De pronto me escupió en la cara y retrocedió.

– Eso es todo, gracias.

Se dio vuelta y se acercó a la ventana. Green abrió de nuevo la puerta.

Mientras salía, saqué el pañuelo y me limpié la cara.

Capítulo VIII

La celda N.° 3 del pabellón de delincuentes menores tenía dos literas, tipo camarote, pero el pabellón no estaba muy lleno, de modo que tuve la celda para mí solo. En el pabellón de delincuentes menores se trata bastante bien a la gente. Dan dos frazadas, ni sucias ni limpias y un colchón apelotonado de cinco centímetros de espesor que va encima de un elástico de metal entretejido. Hay inodoro con depósito de agua corriente, lavabo, toallas de papel y jabón gris de consistencia arenosa. El edificio es limpio y no huele a desinfectante. Abundan los presos de confianza, encargados de la limpieza.

Los guardias de la cárcel vigilan a los presos y hacen la vista gorda. A menos que uno sea borracho o psicópata o actúe como tal, permiten a los presos que tengan cigarrillos y fósforos. Hasta la audiencia preliminar uno conserva su propia ropa. Después se usa la ropa de la cárcel, el traje de presidiario, sin corbata, ni cinturón, ni cordones de zapatos. Uno se sienta en la litera y espera. No hay otra cosa que hacer.

El pabellón de los borrachos no es tan bueno. No hay litera, ni silla, ni frazadas, nada. Los tipos se acuestan sobre el piso de cemento. Se sientan en el inodoro y vomitan sobre su propio cuerpo. Aquello es el fondo de la miseria. Yo lo he visto.

Aunque todavía era de día, las luces del techo estaban encendidas. Las luces se manejaban desde afuera de la puerta de acero de la dependencia. Se apagaban a las nueve de la noche. Nadie entraba ni decía nada. Uno podía estar en la mitad de una frase del diario o de una revista. Se apagaban de pronto, sin el menor sonido o señal de advertencia. Y ahí se quedaba uno hasta el amanecer sin otra cosa que hacer sino dormir, en el caso de poder conciliar el sueño, o fumar, si tenía con qué hacerlo, o pensar, si es que uno podía pensar en algo que no le hiciese sentirse peor que no pensar nada.

En la cárcel, el hombre carece de personalidad. No es más que un problema secundario que hay que resolver y unas cuantas declaraciones en los informes. A nadie le importa quién lo quiere o lo odia, cómo se siente o lo que ha hecho con su vida. Nadie reacciona hacia él, a menos que dé trabajo. Nadie se aprovecha o abusa de él. Todo lo que se le exige es que vaya tranquilamente a la celda correspondiente y que se quede quieto cuando llegue allí. No hay nada contra qué luchar, nadie con quien enojarse. Los carceleros son hombres tranquilos, carentes de animosidad o sadismo. Toda esa cantinela que se lee sobre alaridos y gritos de los presos, sobre golpes contra la reja y guardias corriendo con garrotes…, todo eso se refiere a la cárcel para delincuentes mayores.

Una buena cárcel es uno de los lugares más tranquilos del mundo. Se podría caminar durante la noche por los pasillos, entre las celdas, y observar a través de las rejas y ver una frazada marrón hecha un ovillo y tirada por el suelo o un par de ojos que miran al vacío. Se podría escuchar un ronquido. De vez en cuando podrían oírse los gritos de alguien que sufre una pesadilla. En la cárcel la vida está en suspenso, no tiene propósito ni significado. En otra celda podríamos ver un hombre que no logra dormir o que ni siquiera puede tratar de dormir. Está sentado al borde de su cama, quieto. Quizá lo mire a uno o quizá no. Uno lo mira a él. No dice ni una palabra y uno tampoco. No tenemos nada que decirnos.