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– Terry Le

– Nadie lo sabe -contestó Green con toda paciencia-. Pero es lo que pasa siempre. Tanto con los hombres como con las mujeres. Un tipo aguanta y aguanta y aguanta. Y de pronto no aguanta más. Probablemente él mismo no lo sabe, ignora por qué en ese momento determinado le agarra un ataque frenético, lo hace y hay alguien que muere. Es así como nosotros tenemos siempre trabajo. Es por eso que le formulamos una sola pregunta. Deje de andarse con vueltas o lo metemos adentro.

– No va a decirle nada, sargento -exclamó Dayton en tono agrio-. ¿No ve que leyó aquel libro sobre leyes? Como mucha gente que lee libros de Derecho, parece que él piensa que ahí dentro está la ley.

– Usted anote -dijo Green -y deje descansar el cerebro. Si se porta bien le dejaremos cantar arroz con leche en el salón de tertulia de la policía.

– Váyase al diablo, sargentito, si puedo decir eso con el debido respeto a su rango.

– Empiecen a pelear -intervine yo, dirigiéndome a Green-. Cuando él se caiga al suelo yo lo agarraré.

Dayton depositó con todo cuidado sobre la mesa el bloc y el bolígrafo. Se puso de pie y le brillaron los ojos; dio unos pasos y se paró frente a mí.

– ¡Levántese, vivillo! No crea que porque fui al colegio y tengo educación voy a soportar burlas de un nadie como usted.

Comencé a ponerme de pie y todavía no había logrado alcanzar el equilibrio completo, cuando me golpeó. Me tiró un gancho con la izquierda y luego un golpe cruzado. Oí campanas, pero no las de la cena. Me senté medio mareado y sacudí la cabeza. Dayton permanecía en el mismo lugar y sonreía.

– Probemos de nuevo -dijo-. Usted no estaba preparado. No fue un golpe limpio.

Miré a Green. Se estaba mirando el dedo pulgar como si se estuviera examinando un padrastro. No me moví ni pronuncié una palabra, esperando que él me mirara. Si me paraba de nuevo, Dayton volvería a golpearme. También podía hacerlo en ese momento si quería. Pero si yo me ponía de pie y él me pegaba, yo lo haría pedazos porque sus golpes demostraban que él no era más que un simple boxeador. Colocaba bien los golpes, pero haría falta muchos para poder voltearme.

Green dijo en forma un tanto distraída:

– Buen trabajo, Billy, muchacho. Le diste al hombre exactamente lo que él andaba buscando. Una buena torta.

Entonces levantó la vista y dijo con voz suave:

– Una vez más, para que quede constancia, Marlowe. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Terry Le

Dayton seguía parado, con aspecto despreocupado, pero en guardia. Sus ojos brillaban suave y dulcemente.

– ¿Qué se sabe del otro tipo? -pregunté, ignorando a Dayton.

– ¿De qué tipo me habla?





– El del pabellón de huéspedes. Ella no tenía ropa encima. No dirá que fue allí a jugar al solitario.

– Eso ya vendrá después…, cuando agarremos al marido.

– ¡Espléndido! Si es que no les da demasiado trabajo una vez que ya tengan al chivo expiatorio.

– Si no habla lo metemos adentro, Marlowe.

– ¿Cómo testigo presencial?

– Me importa un pito que sea presencial o no. Como sospechoso. Sospechoso de complicidad después de cometido un asesinato. Por haber ayudado a escapar a un sospechoso. Supongo que usted llevó a ese tipo a alguna parte. Y, por el momento, todo lo que necesito es una suposición. El jefe está bravo estos días. Conoce el reglamento, pero suele estar muy distraído, y esto podría ser una desgracia para usted. En una forma u otra le sacaremos una declaración. Cuanto más difícil nos sea conseguirla, más seguros estaremos de necesitarla.

– Eso no es más que un juego para él -dijo Dayton-. Conoce el libro de leyes.

– Es un juego para todos -dijo Green con calma-, pero todavía surte efecto. Vamos, Marlowe, decídase.

– Muy bien -comencé-. Hablemos claro. Terry Le

Green se puso de pie y me miró con tristeza. Dayton no se movió. Era un tipo violento e impulsivo. Necesitaba tener mucho tiempo libre para que le palmeara a uno la espalda.

– Voy a llamar por teléfono -dijo Green-. Pero sé la respuesta que me darán. Usted es un jovencito muy tierno, Marlowe, demasiado tierno. ¡Por todos los diablos salga de mi camino! -Esto último iba dirigido a Dayton. Dayton se dio vuelta y fue a buscar su bloc.

Green se dirigió hacia el teléfono y levantó el auricular lentamente; su cara simple y sencilla aparecía surcada de arrugas y agobiada por su larga tarea, lenta e ingrata.

Eso es lo malo con los policías. Uno está preparado para odiarlos y de pronto se topa con uno que se porta como un ser humano.

El comisario dijo que me llevaran y rápido.

Me pusieron las esposas. No revisaron la casa, que parecía tenerles sin cuidado. Posiblemente calcularon que tendría demasiada experiencia para tener en casa algo que pudiera ser peligroso para mí. En eso se equivocaban. Si hubieran buscado minuciosamente habrían encontrado las llaves del coche. Y cuando pescaran el coche, lo que pasaría más temprano o más tarde, verían que las llaves correspondían perfectamente y sabrían que Terry había esta do conmigo.

En realidad, todo mi razonamiento no tuvo ningún valor, como se vio después. El coche nunca fue hallado por la policía. Lo robaron durante la noche, probablemente lo llevaron a El Paso, le adaptaron llaves nuevas, falsificando los papeles, y lo pusieron a la venta en la ciudad de México. El procedimiento es de rutina. La mayoría del dinero vuelve en forma de heroína. Es parte de la política de buena vecindad, según dicen los traficantes.