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– El autodescargador es una máquina estupenda. Tendrías que verla en acción.-Fue hasta su coche y sacó otro casco del maletero para mí. Nos subimos por una escalerilla hasta la popa del barco, lejos del autodescargador, y me llevó a ver el carbón que salía de una gran cinta en forma de ocho desde las bodegas.
El carbón salía bastante deprisa, en grandes pedazos. Se tardaba unas ocho horas en descargar las bodegas con un autodescargador, en comparación con los dos días que se tardaba haciéndolo manualmente.
Era evidente que Bledsoe estaba tenso. Andaba por allí, hablando a ratos con la tripulación, cruzando y descruzando los dedos. No podía estarse quieto. En cierto momento, me vio cómo le miraba y dijo:
– No estaré tranquilo hasta que esta carga esté completamente descargada. A partir de ahora, cada vez que mueva una carga, no podré dormir hasta que sepa que el barco ha salido con ella y la ha llevado a puerto a salvo.
– ¿Qué es lo que pasó con el Lucelia?
Hizo una mueca.
– La Guardia Costera, el Cuerpo de Ingenieros y el FBI han organizado una investigación a gran escala. El problema es que hasta que no lo saquen de la esclusa no podrán saber siquiera el tipo de explosivo que se utilizó.
– ¿Cuánto tiempo tardarán?
– Sus buenos diez meses. La esclusa tiene que estar cerrada durante todo el verano y les llevará la mayor parte del año que viene el reparar las compuertas.
– ¿Podrás salvar el barco?
– Oh, sí, creo que sí. Mike ha estado allí con los chicos del astillero Costain, la gente que lo construyó. Lo van a sacar por secciones, mandarlo a Toledo y volverlo a montar. Tendría que estar de nuevo en funcionamiento el verano que viene.
– ¿Quién pagará las reparaciones de la esclusa?
– No lo sé. Pero yo no soy responsable de esa maldita explosión. La Armada tendrá que decidirlo. A menos que el Tribunal de Investigaciones determine que yo tengo responsabilidades. Pero la verdad es que no hay manera humana de que lo hagan.
Hablábamos casi a gritos para podernos oír por encima del jaleo de las cintas transportadoras. Parte de la vieja energía estaba de vuelta en Bledsoe. Empezaba a especular con su posición legal, golpeando con el puño derecho su palma izquierda, cuando oímos un silbido penetrante.
El ruido se detuvo bruscamente. La cinta transportadora se paró y con ella el alboroto que armaba. Una figura autoritaria se movió hacia la abertura de la bodega y preguntó cuál era la causa de que la cinta se hubiera detenido.
– Probablemente será una sobrecarga en una de las cintas laterales -murmuró Bledsoe, con aspecto muy preocupado.
Oímos un ruido ahogado proveniente de la bodega y un hombre joven, con el rostro sucio y un mono azul manchado, subió corriendo por la escalerilla hasta la cubierta. Tenía la cara verdosa por debajo del polvo de carbón y casi no le dio tiempo de llegar a la borda para vomitar.
– ¿Qué pasa? -gritó el hombre autoritario.
Hubo más gritos en la bodega. Echando una mirada a Bledsoe, comencé a bajar por la escalerilla por la que acababa de subir el joven mecánico. Bledsoe me siguió de cerca.
Bajé de un salto los tres últimos peldaños y aterricé en el suelo de acero de abajo. Seis o siete figuras con casco se amontonaban sobre la cinta en forma de ocho en el lugar en que se unía a las cintas laterales que la alimentaban desde la bodega. Corrí hasta ellos y les empujé a un lado, con Bledsoe mirando por encima de mi hombro.
Clayton Phillips me estaba mirando. Su cuerpo estaba cubierto de carbón. Los pálidos ojos marrones estaban abiertos y la mandíbula apretada. Tenía sangre seca en las pecosas mejillas. Aparté a los hombres y me incliné para ver su cabeza más de cerca. El carbón había llenado casi por completo un agujero grande que tenía en la parte izquierda. Se mezclaba con la sangre coagulada en un repugnante grumo rojinegro.
– Es Phillips -dijo Bledsoe con voz estrangulada.
– Sí. Mejor será que llamemos a la policía. Tú y yo tenemos que hablar de algunas cosas, Martin. -Me volví hacia el grupo de hombres-. ¿Quién es el encargado aquí?
Un hombre de mediana edad con mejillas colgantes dijo que él era el jefe.
– Asegúrese de que nadie toca el cuerpo ni ninguna otra cosa. Vamos a traer aquí a la policía.
Bledsoe me siguió obedientemente escalerilla arriba hasta que llegamos a la cubierta y salimos del barco.
– Ha habido un accidente ahí abajo -le dije al capataz de la Plymouth-. Vamos a buscar a la policía. No seguirán descargando carbón durante un rato. -El capataz nos llevó hasta una pequeña oficina que estaba junto a un largo hangar. Usé el teléfono para llamar a la policía del estado de Indiana.
Bledsoe entró conmigo en el Omega. Salimos del lugar en silencio. Conduje hasta la carretera interestatal y seguí avanzando las pocas millas que quedaban hasta el parque Indiana Dunes. En un día de semana por la tarde, a principios de la primavera, el lugar estaba casi desierto. Trepamos por la arena hasta la playa. Las únicas personas que allí había eran un hombre con barba y una mujer de aspecto deportivo con un sabueso de pelo dorado. El perro nadaba por las aguas espumosas detrás de un gran palo.
– Tienes muchas cosas que explicar, Martin.
Me miró furioso.
– ¡Tú me debes un montón de explicaciones! ¿Cómo se metió Phillips en ese barco? ¿Quién hizo saltar al Lucelia? ¿Y cómo es que siempre apareces tan rápidamente cada vez que un desastre está a punto de ocurrirle a la Pole Star?
– ¿Cómo es que Mattingly volvió a Chicago en tu avión?
– ¿Quién demonios es Mattingly?
Respiré profundamente.
– ¿No lo sabes? ¿De verdad?
Negó con la cabeza.
– Entonces, ¿a quién mandaste de vuelta a Chicago en tu avión?
– No mandé a nadie -hizo un gesto de exasperación-. Llamé a Cappy tan pronto como llegué a la ciudad y le pregunté lo mismo. Insiste en que le llamé desde Thunder Bay y le dije que se trajese a ese extraño tipo. Dijo que su nombre era Oleson. Era obvio que alguien me estaba suplantando. Pero ¿quién y por qué? Y como está bien claro que tú sí sabes quién es, haz el favor de decírmelo.
Miré hacia el agua azul verdosa.
– Howard Mattingly era un ala suplente de los Halcones Negros de Chicago. Le mataron el sábado por la mañana. Le atropello un coche y le dejaron morir en un parque del noroeste de Chicago. Estaba en el Soo el viernes. Coincide con la descripción del tipo que Cappy se trajo a Chicago. Fue el que hizo detonar las cargas del Lucelia. Le vi hacerlo.
Bledsoe se volvió hacia mí y me agarró el brazo en un gesto de furia espontánea.
– ¡Maldita sea! Si le viste hacerlo, ¿cómo es que no le dijiste nada a nadie? Me he estado rompiendo la cabeza hablando con el FBI y el Cuerpo de Ingenieros durante dos días y tú… tú estabas ahí sentada con toda la información.
Me solté y le dije fríamente:
– Sólo me di cuenta de lo que Mattingly estaba haciendo después. No le reconocí inmediatamente. Cuando nos acercábamos al fondo de la esclusa, levantó lo que parecía un enorme par de prismáticos. Tenían que ser los controles de un detonador. Lo vi todo claro después de que el Lucelia saltase por los aires… Te acordarás de que estabas en estado de shock. No te encontrabas como para escuchar a nadie. Pensé que sería mejor marcharme y ver si podía seguirle.
– ¿Pero después?, ¿por qué no hablaste con la policía después?
– Ah. Eso fue porque, cuando llegué al aeropuerto de Sault Ste. Marie, descubrí que Mattingly había vuelto a Chicago en tu avión, aparentemente por orden tuya. Eso me molestó de verdad. Me hizo sentirme ridicula; pensaba que me había equivocado al juzgarte. Quería hablar antes contigo y luego decírselo a la policía.
El perro se acercó dando saltos a nosotros, salpicando agua de su pelo dorado. Era una perra vieja. Olisqueó a Martin con su hocico blanco. La mujer la llamó y la perra volvió a marcharse saltando.