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Querida Lotty:

Gracias por cuidarme. Estoy en el buen camino. Te traeré las llaves esta noche o mañana por la mañana.

Vic

Tenía que quedarme las llaves para poder cerrar el apartamento al marcharme.

Me senté en la mesa de su cocina con mi montón de contratos y me puse a revisarlos hasta que encontré el que correspondía a la factura que tenía en la mano. Se refería a tres millones de medidas de semillas de soja que iban de Chicago a Buffalo el 24 de julio de 1981. El precio del contrato era de 0,33 dólares la medida. En la factura se pagaba a 0,35 dólares. Dos centavos por medida en tres millones hacían sesenta mil dólares.

Grafalk había sido la oferta más baja en aquel envío. Otro había ofrecido 0,335 y un tercero 0,34. Grafalk se llevó la mercancía por su oferta de 0,33 y la cobró a 0,35 dólares.

La lista de Boom Boom de los contratos perdidos por la Pole Star se reveló aún más asombrosa. En los formularios que me había dado Janet, Grafalk era el más barato. Pero las notas de Boom Boom mostraban a la Pole Star como la oferta más baja. O Phillips se había equivocado con los contratos, o las facturas a las que hacía referencia Boom Boom estaban mal.

Ya era hora de ir a pedir explicaciones a aquellos payasos. Estaba cansada de que se escurriesen cada vez que les pedía información. Metí de nuevo todos los papeles en la bolsa de tela y me fui al puerto.

Eran cerca de las doce cuando salí de la 194 por la calle 130. La amable recepcionista de la Eudora hablaba por teléfono y me saludó con la cabeza al reconocerme cuando pasé junto a ella y entré en la zona de despachos. Los representantes de ventas estaban colgando sus teléfonos, ajustándose las corbatas y preparándose para salir a comer. Delante de la oficina de Phillips se encontraba Lois, con su cardado lleno de laca bien en su sitio. Tenía el teléfono sujeto bajo la barbilla y hacía como que miraba unos papeles. Estaba hablando del modo intenso y susurrante en el que hablan las personas que pretenden aparentar que no están haciendo una llamada personal.

Levantó los ojos un momento hacia mí cuando me acercaba, pero no interrumpió su conversación.

– ¿Dónde está Phillips? -le pregunté.

Murmuró algo al teléfono y puso la mano sobre el auricular.

– ¿Tiene cita?

Le sonreí.

– ¿Está hoy aquí? No parece estar en casa.

– Me temo que ha tenido que salir de la oficina para unos asuntos. ¿Quiere concertar una cita?

– No, gracias -dije-. Volveré. -Di la vuelta alrededor de ella y miré en el despacho de Phillips. No había señales de que nadie hubiese estado allí después del sábado por la noche: ni maletín, ni chaqueta, ni cigarros a medio fumar. No creí que estuviera fuera mirando hacia la ventana desde el aparcamiento, pero me acerqué a ella a mirar por detrás de las cortinas.

Mi asalto a la oficina de su jefe atrajo a Lois chillando a la guarida. Yo volví a sonreírle.

– Perdone por interrumpir su conservación. Dígale a su madre que no volverá a ocurrir. ¿O era su hermana?

Se puso roja y volvió precipitadamente a su escritorio. Yo me marché encantada conmigo misma.

Me dirigí a la zona principal del puerto. Grafalk no estaba, no venía al puerto todos los días, me dijo la recepcionista. Estuve dudando si ir a hablar con Percy Mackelvy, el expedidor, pero decidí que era mejor hablar directamente con Crafalk.



Fui andando hasta la pequeña oficina de la Pole Star. La directora de la oficina estaba agobiada, pero trataba de mantener la calma. Mientras hablaba con ella, recibió una llamada del Sun de Toronto para preguntarle por el accidente del Lucelia, y otra de KLWN Radio de Lawrence, Kansas.

– Llevo así toda la mañana. Me gustaría desconectar el teléfono, pero hemos de mantenernos en contacto con nuestros abogados y tenemos otros barcos trabajando. No queremos dejar escapar ningún encargo.

– Creí que el Lucelia era el único barco que poseían ustedes.

– Es el único grande -me explicó-. Pero alquilamos otros. De hecho Martin se ha hartado tanto de los periódicos que se ha ido a la Plymouth Iron and Steel a ver cómo descargan el Gertrude Ruttan. Es un autodescargador de setecientos pies. Se lo alquilamos a la Triage, que es una gran compañía naviera. Como la Fruehauf en camiones. Ellos no suelen hacer transportes, sino que alquilan los barcos.

Le pedí la dirección de la Plymouth y ella me la dio amablemente. Estaba a unas diez millas más allá por la orilla del lago, hacia el este. Era una joven muy colaborada: incluso me dio un pase para que pudiera entrar en la Plymouth.

Estábamos en pleno mayo y el aire seguía siendo bastante frío. Me preguntaba si no iríamos hacia una nueva glaciación. No son los inviernos fríos los que las provocan, sino los veranos frescos en los que la nieve no se derrite. Me abroché la chaqueta hasta la barbilla y avancé con las ventanillas subidas hasta llegar allí.

Mientras me iba metiendo en los territorios del acero, el aire azul se fue oscureciendo y volviéndose rojinegro. Me sentía como si cada movimiento que me acercaba a las fábricas me llevase hacia atrás en el tiempo, a las sucias calles del sur de Chicago en las que crecí. Las mujeres de las calles tenían el mismo aspecto cansado y triste mientras metían prisa a sus niños. Una tienda de ultramarinos en una esquina me recordó el lugar, entre la calle 91 y la Comercial, en el que solía comprarme un bollo de camino a la escuela, y detuve el coche para comprarme alguna cosa en vez de parar a comer. Casi esperaba que el viejo señor Kowolsky saliese de detrás del mostrador, pero, en su lugar, un enérgico joven mexicano me pesó una manzana y envolvió con cuidado un envase de yogur de arándanos.

Me explicó detalladamente cómo llegar a la entrada de la fábrica, mirándome con entusiasmo imparcial mientras lo hacía. Me sentí ligeramente animada por su abierta admiración y me dirigí hacia la planta de acero comiéndome el yogur con la mano izquierda mientras conducía con la derecha.

Eran las dos en punto. En la planta estaban cambiando los turnos, con lo que el mío era el único coche que pasaba junto a la garita del guardia por la puerta principal. Un hombre de aspecto bovino revisó el pase que me habían dado en la Pole Star.

– ¿Sabe cómo encontrar al Gertrude!

Sacudí la cabeza.

– Gire por la curva a la izquierda. Pasará junto a los hornos de carbón y un montón de escoria. Desde allí ya verá el barco.

Seguí sus instrucciones, pasando junto a un largo edificio en el interior del cual bailaban unas llamas, visibles a través de unas puertas correderas abiertas para dejar entrar el aire fresco. La escoria formaba una montaña a mi izquierda. Copos de ceniza llegaron volando hasta el parabrisas del Omega. Mirando a través de él hacia la carretera llena de baches que estaba ante mí, continué junto a los hornos hasta que vi al Gertrude surgiendo ante mí.

Grandes colinas de carbón enmarcaban la orilla del lago. El Gertrude se disponía a verter su carga sobre una de ellas. Hombres con mono y casco habían amarrado el barco. Cuando salí del coche y me abrí camino por el agujereado patio, les vi dirigir los eslabones giratorios del descargador automático para colocarlo encima de uno de los montones de carbón más pequeños.

Bledsoe estaba en tierra hablando con un hombre que llevaba un mono gris sucio. No hablaban cuando llegué hasta ellos, sólo miraban la actividad que se desarrollaba sobre sus cabezas.

Bledsoe había perdido peso en los tres días que llevaba sin verle. Se le notaba mucho; debía de haber perdido diez libras. Su chaqueta de tweed le colgaba sobre los hombros en lugar de apretarle como si estuviera conteniendo su monumental energía.

– Martin -dije-. Me alegro de verte.

Sonrió con genuino placer.

– ¡Vic! ¿Qué te trae por aquí?

Se lo expliqué y él me presentó al hombre que estaba con él, el capataz de turno. Mientras hablábamos, se empezó a oír un gran tumulto y el carbón comenzó a caer por la cinta transportadora hasta el montón que estaba debajo.