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– Esto, Niels. Me voy a tener que ir. Tengo una reunión con, esto, con Rodríguez.
Grafalk miró su reloj.
– Creo que será mejor que nos vayamos todos. Señorita Warshawski, permítame llevarla a la oficina de Percy MacKelvy para que le localice al Bertha Krupnik
Pidió la cuenta al camarero y la firmó sin mirar la cantidad, esperando educadamente a que yo acabase. Extraje el corazón de mi alcachofa y lo partí en cuatro trozos, saboreando cada uno de ellos antes de colocar a un lado mi servilleta y levantarme.
Phillips permanecía con nosotros junto a la puerta, a pesar de su reunión. Parecía estar esperando alguna señal de Grafalk, el reconocimiento de quién era, quizá, que le permitiese poder marcharse en paz. El poder que tienen los ricos para conceder una razón de ser a la gente parecía funcionar muy bien con Phillips.
– ¿No tienes una reunión, Clayton? -preguntó Grafalk.
– Esto, sí, sí. -Phillips se dio la vuelta entonces y se dirigió por el asfalto hasta su Alfa.
Sheridan me acompañó hasta la oficina de Grafalk.
– Quiero que vuelva al Lucelia y hable con el capitán Bemis cuando haya acabado aquí -dijo-. Necesitamos saber si puede usted contarnos algo acerca de lo que su primo quería decirnos.
Yo no podía, claro, pero quería saber lo que podían contarme ellos de Boom Boom, así que accedí.
Nuestra visita a la oficina de Grafalk fue interrumpida por los periodistas, un equipo de televisión y una ansiosa llamada telefónica del presidente de Seguros Ajax, que aseguraba a la Grafalk Steamship.
Grafalk manejó todo aquello con genial habilidad. Tratándome como a un huésped de lujo, pidió al equipo de la NBC que esperasen mientras contestaba a una pregunta mía. Cogió la llamada del presidente de Ajax, Gordon Firth, en la oficina de MacKelvy.
– Un minuto, Gordon. Tengo aquí a una atractiva joven que necesita información. -Dejó un momento el teléfono y le pidió a MacKelvy que buscase la localización del Bertha. Éste estaba dando una vuelta a los Grandes Lagos, recogiendo carbón en Cleveland para dejarlo en Detroit, y luego encaminándose a Thunder Bay. Volvería a Chicago dentro de dos semanas. MacKelvy recibió instrucciones de que el capitán y la tripulación se pusieran a mi disposición. Grafalk rechazó mis expresiones de agradecimiento: Boom Boom había sido un joven muy valioso, justo el tipo de persona que la industria naviera necesitaba. Fuera lo que fuese lo que pudieran hacer para ayudarme, no tenía más que decírselo. Volvió a hablar con Firth y yo busqué sola el camino de salida.
Sheridan me estaba esperando fuera, lejos de los periodistas y el equipo de televisión. Cuando salía, un cámara me puso un micrófono en las narices. Que si había visto el desastre, que qué me parecía… todas las preguntas vacías que los periodistas de televisión hacen cuando acaba de ocurrir un desastre.
– Tragedia sin igual -dije-. El señor Grafalk les dará los detalles.
Sheridan hizo una mueca divertida cuando yo me alejé del micrófono.
– Es usted más rápida que yo. No se me ocurre una respuesta rápida así, sin pensar.
Caminamos por el muelle hasta el aparcamiento donde se encontraba su Capri. Mientras lo conducía marcha atrás para salir, me preguntó si Grafalk me había dicho lo que yo quería saber.
– Sí. Estuvo muy amable. -Abrumadoramente amable. Me preguntaba si no estaría tratando de borrar algunas ideas desfavorables que yo pudiera haber tenido tras su encuentro con Bledsoe-. ¿Por qué el comentario de Grafalk sobre el colegio de Bledsoe le alteró tanto? -pregunté bruscamente.
– ¿Fue eso lo que le alteró? No me acordaba.
– Grafalk dijo: «En el colegio de Martin tenían que aprenderse muchas cosas de memoria.» Luego, algo acerca de que él era un caballero y no necesitaba saber nada. Incluso si Bledsoe hubiera ido a algún lugar repugnante como West Schaumburg Tech., no me parece una razón suficiente como para destrozar un vaso de vino con la mano.
Sheridan frenó ante un semáforo en la esquina de la calle 103 y Torrence. Un restaurante Howard Johnson que había a nuestra izquierda luchaba por sobrevivir, sin resultado, entre hierbajos y un depósito de chatarra. Sheridan torció a la derecha.
– No creo que Martin fuese a la escuela en absoluto. Creció en Cleveland y empezó a navegar cuando tenía dieciséis años, mintiendo acerca de su edad. Puede que no le guste que un hombre de Northwestern le recuerde que es un autodidacta.
Aquello no tenía sentido. La gente autodidacta suele estar orgullosa de ello.
Bien, y ¿por qué hay tanta animosidad entre él y Grafalk?
– Oh, eso es fácil de explicar. Niels ve la Grafalk Steamship como un feudo. Es asquerosamente rico, posee otras muchas compañías, pero la naviera es lo único que le importa. Si trabajas para él, piensa que es un contrato vitalicio, como un señor feudal jurando lealtad a Guillermo el Conquistador, o algo así. Lo sé bien. Empecé mi carrera en Grafalk. Se lo llevaban los demonios cuando me fui. Lo mismo que John Bemis, el capitán del Lucelia. Pero nuestra marcha nunca le alteró tanto como la de Martin. Vio aquello como una traición suprema, puede que porque Martin era el mejor expedidor de los lagos. Por eso le ha ido tan bien a la Pole Star. Martin tiene ese sexto sentido que le dice qué fracción de dólar puede ofrecer para hacer la oferta más baja y conseguir aún beneficios.
Estábamos entrando en el patio de otro silo. Sheridan traqueteó con el coche por entre los baches y aparcó tras un cobertizo muy maltratado por la intemperie. Cuatro vagones tolva maniobraban entre los camiones frente a nosotros y se metían en el montacargas del silo. Nos abrimos paso rodeándolos, atravesamos la planta baja del gigantesco edificio y salimos al muelle.
El Lucelia se erguía ante nosotros. Su pintura roja era pulida y brillante. Hacía parecer a los demás barcos que había visto aquel día como bañeras decrépitas. De un millar de pies de largo, su casco gigantesco tapaba el horizonte. Sentí el familiar nudo en el estómago y cerré los ojos un instante antes de seguir a Sheridan por la escalerilla adosada a su costado.
Él trepó ágilmente. Yo le seguí deprisa, intentando no pensar en las negras profundidades que tenía debajo, en el casco hendiendo invisible las lóbregas aguas; en el mar, vivo y amenazador.
Encontramos al capitán Bemis en el puente de caoba, encaramado encima de la cabina. A través de las ventanas de cristal que rodeaban el puente, veíamos la cubierta alejándose de nosotros. Hombres con impermeables amarillos lavaban las bodegas con mangueras de alta presión.
El capitán Bemis era un hombre robusto y bajo, casi de mi altura. Tenía firmes ojos grises y modales pausados, sin duda útiles en alta mar. Habló con cubierta por un walkie-talkie y dijo a su piloto que se uniera a nosotros. Una figura con impermeable amarillo se destacó del grupo de cubierta y desapareció en la cabina.
– Estamos muy preocupados por el acto vandálico contra el Lucelia -me dijo Bemis-. Sentimos mucho que el joven Warshawski muriera. También nos gustaría saber qué es lo que tenía que decirnos.
Sacudí la cabeza.
– Yo no lo sé. No hablaba con Boom Boom desde hacía unos meses… Esperaba que pudiese haberle dicho a usted algo que me diese una pista acerca de su estado de ánimo.
Bemis hizo un gesto de frustración.
– Quería hablarnos del asunto aquel de las bodegas. ¿Se lo ha contado Sheridan? Bien, pues Warshawski preguntó si habíamos encontrado al culpable. Le dije que sí. Él dijo que creía que podía haber algo más que un marinero insatisfecho. Tenía que hacer aún ciertas comprobaciones, pero quería hablar conmigo al día siguiente.
El piloto vino al puente y Bemis dejó de hablar para presentármelo. Su nombre era Keith Winstein. Un joven fibroso, de unos treinta años, de pelo rizado y negro.
– Le estoy contando lo del joven Warshawski -le explicó Bemis al piloto-. De todas formas, Keith y yo le esperamos en el puente hasta las cinco el martes, con la idea de poder hablar con él. Luego nos enteramos de que había muerto.