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– Gracias -dije.

Me lo presentaron como Martin Bledsoe, propietario de la Pole Start Line, que poseía el Lucelia Wieser. Cogió una silla libre que había entre Sheridan y Phillips, preguntando a Grafalk si no le importaba que se sentase con nosotros.

– Encantado de tenerte aquí, Martin -dijo el vikingo con calor. Me debía haber imaginado la tensión en su sonrisa unos minutos antes.

– Siento lo del Ericsson, Niels. Vaya jaleo que hay allí. ¿Sabéis lo que pasó?

– Parece que se estrelló contra el muelle, Martin. Pero lo sabremos con seguridad cuando se haga una investigación completa.

Me pregunté de pronto qué estaba haciendo allí Grafalk, comiendo tranquilamente, cuando fuera le esperaban unos daños por valor de unos cuantos cientos de miles de dólares.

– ¿Qué ocurre en un caso así? -pregunté-. ¿Tienen un seguro que cubra los daños del casco?

– Sí -Grafalk hizo una mueca-. Tenemos cobertura para todo. Pero esto va a aumentar un montón mi prima… Prefiero no pensar en ello ahora, si no le importa.

Cambié de tema haciéndole algunas preguntas generales acerca del transporte por barco. Su familia poseía la compañía más antigua que aún trabajaba en los Grandes Lagos. Era también la más importante. Un antepasado noruego la había fundado en 1838 con un clíper que llevaba pieles y mineral de hierro de Chicago a Buffalo. Grafalk se entusiasmó bastante, recordando algunos de los barcos más grandes y de los hundimientos de la flota familiar, y luego se disculpó:

– Perdone, soy un fanático de la historia naval… Hace tanto tiempo que mi familia está metida en ello… Bueno, pues mi yate se llama Brynulf Nordemark en memoria del capitán que se hundió tan galantemente en 1857.

– Grafalk es un marino fantástico por derecho propio -apuntó Phillips-. Maneja dos barcos: el viejo yate de su abuelo y un barco de carreras. Corres la Mackinac todos los años, ¿verdad, Niels?

– Sólo me he perdido dos desde que me gradué en la universidad. Cosa que seguramente sucedió antes de que usted naciera, señorita Warshawski.

Había ido a Northwestern, otra tradición familiar. Yo recordaba vagamente un Edificio Grafalk en el campus de Northwestern y el Museo Marítimo Grafalk junto al acuario Shedd.

– ¿Y la Pole Star Line? -pregunté a Bledsoe-. ¿Es también una vieja compañía familiar?

– Martin es un recién llegado -dijo Grafalk alegremente-. ¿Cuántos años tiene la PSL actualmente? ¿Ocho?

– Antes tenía el trabajo de Percy MacKelvy -dijo Bledsoe-. Así que Niels recuerda cada uno de los días que pasaron desde mi deserción.

– Bueno, Martin, tú eras el mejor expedidor del negocio. Me sentí abandonado cuando quisiste hacerte de la competencia… Por cierto, he oído algo acerca de un sabotaje en el Lucelia. Eso tiene mala pinta. ¿Fue uno de los miembros de tu tripulación?

Los camareros nos trajeron la comida. Aunque deslizaban los platos frente a nosotros sin apenas mover el aire, fue distracción suficiente para que me perdiera la expresión de Bledsoe.

– Bueno, los daños fueron cosa de poco, al final -dijo. -En el momento me puse furioso, pero al menos el barco está intacto; habría sido una putada tener que pasarse la mayor parte de la temporada arreglando el casco del Lucelia.

– Es verdad -admitió Grafalk-. Tienes dos barcos más pequeños además, ¿verdad? -me sonrió amablemente-. Nosotros tenemos sesenta y tres navíos más para solucionar cualquier trastorno que el accidente del Ericsson haya podido causar.

Yo me preguntaba qué demonios estaba pasando allí. Phillips estaba sentado muy rígido, sin hacer la menor intención de comer nada, mientras que Sheridan parecía pensar para encontrar algo que decir. Grafalk comió unas verduras picadas y Bledsoe atacó su pez espada a la plancha con apetito.

– Y aunque mi jefe de máquinas la jodíese allí, estoy convencido de que el chaval debía estar demasiado nervioso y de que cometió un error. No es lo mismo que tener vandalismo deliberado entre la tripulación.

– Tienes razón -dijo Bledsoe-. Me preguntaba si esto era parte de tu programa para desechar tus barcos de 360 pies.

Grafalk dejó caer el tenedor. Un camarero se acercó y colocó uno nuevo en la mesa.



– Estamos satisfechos con lo que hemos conseguido -dijo Grafalk-. Pero espero que tú hayas podido localizar tu problema, sin embargo, Martin.

– Yo también lo espero -dijo Bledsoe educado, cogiendo su vaso de vino.

– Es tan molesto que no te puedas fiar de alguien de tu propia empresa… -insistió Grafalk.

– Yo no iría tan lejos -respondió Bledsoe-, pero es que nunca he compartido tu visión hobbesiana del contrato social.

Grafalk sonrió.

– Tienes que explicarme eso, Martin. -Se volvió hacia mí de nuevo-. En el colegio de Martin se aprendían muchas cosas de memoria. A mí me fue más fácil, ya que era un caballero: no se esperaba de nosotros que lo supiésemos todo.

Empezaba a reírme cuando oí un ruido de un vaso al romperse. Me volví con los demás para mirar a Bledsoe. Había aplastado el vaso de vino con la mano y los fragmentos transparentes que salían de su palma se estaban volviendo rojos rápidamente. Mientras me ponía de pie de un salto para llamar a un médico, me pregunté qué sería lo que había pasado allí. De todos los comentarios de Grafalk, el último había sido el menos ofensivo. ¿Por qué habría producido tan extraordinaria reacción?

Mandé al preocupadísimo maitre d'hótel a llamar a una ambulancia. Me confesó en un momento de pánico muy poco profesional que no debía haber permitido nunca que el señor Bledsoe se uniese al señor Grafalk. Es que… el señor Bledsoe no era un caballero, no tenía sensibilidad, no se podía impedir que anduviese metiéndose en lugares a los que no pertenecía.

Un pánico silencioso dominaba nuestra mesa. Los hombres miraban impotentes el charco rojo que iba creciendo sobre el mantel, sobre el puño de la camisa de Bledsoe, sobre su regazo. Le dije que una ambulancia estaba al llegar y que mientras tanto deberíamos ir sacando todos los cristales posibles de su mano. Mandé a los camareros por otro cubo de hielo y empecé a envolver la mano de Bledsoe con hielo y unas cuantas servilletas.

A Bledsoe le dolía, pero no corría peligro de desvanecerse. Se maldecía a sí mismo por su estupidez.

– Tiene razón -le dije-. Ha sido una solemne estupidez. De hecho, no sé si he visto alguna vez algo igual. Pero lamentarse no va a arreglar nada, así que ¿por qué no se concentra en el presente?

Sonrió un poco y me dio las gracias por mi ayuda.

Eché una rápida mirada a Grafalk. Nos miraba con una expresión extraña. No era piedad ni era satisfacción. Era una expresión especulativa. Pero, ¿sobre qué?

6

Después de que la ambulancia se llevase a Bledsoe, todo el mundo volvió a concentrarse en su comida de un modo algo furtivo, como si comer fuera de mal gusto. El jefe de camareros limpió el sitio de Bledsoe con alivio palpable y le trajo a Grafalk una botella nueva de Niersteiner gutes Domthal, «de nuestra parte, señor».

– No les gusta su jefe aquí -le dije a Sheridan.

El jefe de máquinas se encogió de hombros.

– El maítre d'hótel es un esnob. Martin se ha hecho a sí mismo y eso le ofende. Niels da un toque de clase al lugar. Martin se destroza la mano y a Niels le traen una botella de vino para que no se ofenda y no se borre del club.

Grafalk rió.

– Tienes razón. Los esnobs más insufribles son los que se pegan a los ricos. Si perdemos nuestro encanto, ellos pierden la razón de su existencia.

Mientras hablábamos, Phillips no dejaba de lanzar miradas a su reloj y susurrar:

– Esto, Niels…-con su tensa voz.

Me recordaría a un niño tirando de las faldas de su madre mientras ella está absorta en una conversación. Grafalk le hacía aproximadamente el mismo caso. Finalmente, Phillips se puso de pie.