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Ella estaba en el umbral.

Olaf logró arrodillarse.

— ¡Quería matarse! ¡Por ti! — jadeó.

Se agarró el cuello con ambas manos. Yo volví la cara y me apoyé en la pared, las piernas me temblaban. Estaba avergonzado, terriblemente avergonzado. Ella nos miró, primero al uno, luego al otro. Olaf seguía agarrándose el cuello.

— Salid de aquí — dije en voz baja.

— Antes tendrás que acabar conmigo.

!Por el amor de Dios!

— No.

— Se lo ruego, señor, váyase — dijo ella.

Enmudecí, con la boca abierta. Olaf, incrédulo, la miró con fijeza.

— Muchacha, él…

Ella negó con la cabeza.

Olaf nos miró, dio unos pasos a un lado, luego retrocedió un poco y desapareció. Ella no dejaba de mirarme.

— ¿Es cierto eso? — preguntó.

— Eri… — gemí.

— ¿Es preciso? — volvió a preguntar.

Asentí, pero ella negó con la cabeza.

— ¿Por qué? — inquirí, y repetí otra vez, con voz algo entrecortada-: ¿Por qué? — Ella calló. Me acerqué y vi que inclinaba la cabeza sobre el hombro y que las manos, que sostenían el borde de la bata, temblaban —. ¿Por qué, por qué tienes tanto miedo de mí?

Volvió a negar con la cabeza.

— ¿No?

— No.

— Pero estás temblando.

— No es por eso.

— Y… ¿te irás conmigo?

Asintió dos veces, como una niña. La abracé tan suavemente como pude. Como si fuera de cristal.

— No tengas miedo — dije —. Mira…

Ahora mis manos también temblaban. ¿Por qué no habían temblado cuando encanecí esperando a Arder? ¿A qué reservas, a qué ocultos rincones había llegado ahora para conocer por fin mi propio valor?

— Siéntate — rogué —, aún estás temblando. Oh no, ¡espera!

La eché sobre mi cama y la tapé hasta el cuello.

— ¿Estás mejor así?

— Sí, mejor — asintió.

Yo ignoraba si estaba tan callada debido a mi presencia o a que era algo inherente a su naturaleza. Me arrodillé junto a la cama.

— Háblame de algo — murmuré.

— ¿De qué?

— De ti. Quién eres, qué haces, qué quieres, o mejor, qué querías antes de que yo me abalanzara sobre ti.

Se encogió levemente de hombros, como si quisiera decir: «No hay nada que contar.» — ¿No quieres hablar de nada? ¿Por qué? Tal vez…

— No es importante — dijo.

Como si me hubiera golpeado con estas palabras, retrocedí, apartándome de ella.

— ¿Por qué, Eri, por qué? — logré tartamudear. Pero yo lo comprendía. Demasiado bien.

Me puse en pie de un salto y empecé a pasear de un extremo a otro de la habitación.

— Así no lo quiero. Así no puedo. No puedo. Así no debe ser. Yo…

Me quedé inmóvil otra vez. Porque ella sonreía. Su sonrisa era tan tenue que apenas se percibía.

— Eri, ¿qué…?

— El tiene razón — dijo.

— ¿Quién?

— Ese…, ese amigo suyo.

— ¿En qué?

Le resulta difícil decirlo. Volvió la cabeza.

— En que usted no es… razonable.

— ¿Cómo sabes que me ha dicho algo semejante?

— Lo he oído.

— ¿Nuestra conversación de sobremesa?

Asintió. Y se ruborizó. Incluso sus orejas enrojecieron.

— No pude evitarlo. Hablaban en voz muy alta. Yo me hubiera ido. pero…

Comprendí. La puerta de su habitación daba al vestíbulo. «¡Idiota!», pensé, naturalmente, de mí. Estaba aturdido.





— ¿Lo has… oído todo?

Asintió de nuevo.

— ¿Y sabías que yo te…?

— Hum.

— ¿Cómo? No nombré a nadie…

— Ya lo sabía de antes.

— ¿Cómo?

Movió la cabeza.

— No lo sé, pero lo sabía. Es decir, al principio pensé que sólo me lo parecía.

— ¿Y después? ¿Cuándo fue?

— No sé. Durante el día. Lo noté.

— ¿Tuviste mucho miedo? — pregunté, casi gruñí.

— No.

— ¿No? ¿Por qué no?

Sonrió débilmente.

— Es usted totalmente como…, como…

— ¿Cómo qué?

— Como salido de un cuento. No sabía que… se podía… ser así, y si usted no…, ya sabe…, pensaría que estoy soñando…

— Te aseguro que no es un sueño.

— Oh, ya lo sé. Ha sido un decir. ¿Sabe usted qué pienso?

— No muy bien. Soy un poco estúpido, Eri. Sí, Olaf tenía razón. Soy un estúpido. Un perfecto idiota. De modo que háblame con claridad, ¿quieres?

— Bien. Usted cree que es horrible, pero no es cierto. Sólo es…

Enmudeció porque no encontró palabras. Yo la escuchaba con la boca abierta.

— Niña, Eri, yo…, yo no me creo horrible. Qué tontería. Te doy mi palabra. Pero cuando he vuelto y he oído y sabido tantas cosas., Basta. Ya he hablado bastante. Demasiado. No había sido tan charlatán en mi vida. Habla tú, Eri, habla.

Me senté sobre la cama.

— Ya lo he dicho todo…, de verdad. Sólo que… no sé…

— ¿Qué es lo que no sabes?

— Qué pasará ahora…

Me incliné hacia ella. Me miró directamente a los ojos. Sus párpados no se movían.

Nuestros alientos se juntaron.

— ¿Por qué te has dejado besar?

— No lo sé.

Rocé su mejilla con los labios. Luego su cuello. Me quedé así, con la cabeza sobre su hombro, apretando los dientes con todas mis fuerzas. Nunca había sentido algo igual. Ni siquiera sabía que se podía sentir. Tenía deseos de llorar.

— Eri — murmuré sin voz, sólo con los labios —. Eri, ¡ sálvame!

Yacía inmóvil. Oía los rápidos latidos de su corazón como desde una gran distancia. Me senté de nuevo.

— Si… — empecé, pero no tuve valor para terminar la frase. Me levanté, puse la lámpara en su sitio, coloqué la mesa donde estaba antes y tropecé con algo: era un cuchillo de cazador, tirado en el suelo. Lo dejé en la maleta y me volví —. Apagaré la luz — dije —. ¿Quieres?

Ninguna respuesta. Pulsé el interruptor. La oscuridad era total; ni siquiera en la ventana abierta había luces, ni las más distantes. Nada. Todo negrura. Tan negro como era muchas veces el espacio. Cerré los ojos. La quietud susurraba.

— Eri… — murmuré. No contestó. Sentí su temor y me acerqué a la cama en la oscuridad.

Intenté oír su respiración, pero solamente el silencio emitía un sonido universal, como si se materializara en aquella negrura y se transformara en ella, en Eri.

«Tendría que irme de aquí — pensé —. Sí, en seguida me voy.» Pero me incliné y encontré de repente su rostro, como por telepatía. Ella dejó de respirar.

— No — dije en un suspiro —. Nada. De verdad, nada.

Le toqué los cabellos. Lo rocé con las yemas de los dedos y lo reconocí, todavía tan extraño, tan inesperado. Tenía tanta ansiedad por comprenderlo todo. Pero ¿y si no había nada que comprender? Cuánto silencio. ¿Dormiría ya Olaf? Seguramente no. Debía de estar quieto, escuchando. Esperando. Yo debía ir a su habitación. Pero no, no podía. Coloqué la cabeza sobre su hombro. En un impulso, me eché a su lado. Noté que todo su cuerpo se ponía rígido.

Se apartó. Le susurré:

— No tengas ningún miedo.

— No.

— Estás temblando.

— No es nada.

La abracé. El peso de su cuerpo sobre mi hombro se trasladó al brazo. Estábamos acostados el uno junto al otro, y nos rodeaba la oscuridad silenciosa.

— Es muy tarde — susurré —. Muy tarde. Tienes que dormir. Por favor, duérmete.

La mecí únicamente con una lenta oscilación de mi hombro. Estaba quieta, y yo sentía el calor de su cuerpo y su aliento. Respiraba muy de prisa. Y su corazón latía con violencia.

Despacio, muy despacio, se fue tranquilizando. Debía de estar muy cansada. Escuché primero con los ojos abiertos, y después los cerré, pues así me parecía oír mejor. ¿Dormiría ya?

¿Quién era? ¿Por qué significaba tanto para mí? Estaba inmóvil en esta oscuridad, y por la ventana entraba el viento, que hacía crujir las cortinas. Me invadía un asombro mudo.

E