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Y de pronto, como si me cayera una venda de los ojos, me fijé en lo que me rodeaba. Ella, pálida, inmóvil, tenía la mirada fija en mí y sostenía con ambas manos el escote de la bata; yo estaba frente a ella, desnudo, chorreando agua, con el bañador negro de Olaf y un albornoz rebozado de arena en una mano, y la miraba fijamente…

De improviso, todas estas cosas me hicieron sonreír. Sacudí el albornoz, me lo puse y me senté. Vi dos manchas húmedas en el lugar donde me había detenido. Pero no tenía absolutamente nada que decir. ¿Qué iba a decir? De repente lo supe. Fue como una inspiración.

— ¿Sabe quién soy?

— Sí.

— ¿Ah, sí? Estupendo. ¿Por la agencia de viajes?

— No.

— Es igual. Soy un salvaje, ¿lo sabe?

— ¿De verdad?

— Sí. Horriblemente salvaje. ¿Cómo se llama usted?

— ¿Es que no lo sabe?

— Su nombre de pila.

— Eri.

— Te llevaré conmigo, lejos de aquí.

— ¿Qué?

— Sí. Te llevaré conmigo. ¿Quieres?

— No.

— No importa. Te llevaré conmigo. ¿Sabes por qué?

— Más o menos.

— No, no lo sabes. Ni yo mismo lo sé.

Calló.

— No puedo evitarlo — continué —. Ocurrió en cuanto te vi. Anteayer. Durante la comida. ¿Lo sabes?

— Sí, lo sé.

— Espera. ¿Piensas tal vez que bromeo?

— No.

— ¿Cómo puedes…? En fin, es igual. ¿Tratarás de huir?

Calló.

— No lo hagas — rogué —. No te serviría de nada. No pienso dejarte en paz, hagas lo que hagas.

Aunque me gustaría. ¿Me crees?

Siguió callada.

— Verás, no sólo se trata de que no estoy betrizado. No me importa nada, ¿sabes? absolutamente nada. Aparte de ti. Tengo que verte. He de poder contemplarte. Tengo que oír tu voz. Es preciso, nada más me interesa. Nada. Todavía no sé qué será de nosotros. Me parece que esto puede terminar mal. Pero no me importa. Porque ya ahora tengo la compensación.

Porque lo digo en voz alta y tú lo oyes. ¿Comprendes? No, no puedes comprenderlo. Os habéis librado del drama del destino para vivir con toda tranquilidad. Yo no puedo hacerlo, ni tampoco lo necesito.

Continuaba en silencio. Respiré con fuerza.

— Eri — dije —, escucha…, siéntate aquí.

No se movió.

— Siéntate, por favor.

Nada.

— No puede hacerte ningún daño. Siéntate.

De pronto lo comprendí. Tensé los músculos de la mandíbula.

— Si no quieres, ¿por qué me has dejado entrar?

Nada.





Me levanté y la cogí por los hombros. No se defendió. La senté en un sillón y entonces acerqué tanto el mío que nuestras rodillas casi se tocaban.

— Puedes hacer lo que quieras. Pero escucha. No es culpa mía. Y tuya tampoco, claro. No es culpa de nadie. Yo no lo he querido, pero es así. Como ves, es una situación inevitable. Sé que me estoy portando como un pobre loco, pero también puedo decirte por qué. ¿De modo que no quieres hablar más conmigo?

— Depende — murmuró.

— Muchas gracias. Sí, ya lo sé. No tengo el menor derecho, etcétera. Pues bien, como iba a decirte hace millones de años había lagartos, brontosaurios, atlantosaurios… ¿Has oído hablar de ellos?

— Sí.

— Eran gigantescos, altos como una casa. Tenían una cola espantosamente larga que medía tres veces más que su cuerpo. Por eso no podían moverse como tal vez habrían querido, con ligereza y agilidad. Yo me parezco un poco a ellos, ¿sabes? Durante diez años, el cucú sabrá por qué, vagué alrededor de las estrellas. Quizá no era necesario. Pero ahora ya no tiene remedio. Y ésta es mi cola, ¿comprendes? No puedo comportarme como si nada de ello hubiera ocurrido, ni creo que a ti te gustara. Te lo digo ahora, te lo he dicho y volveré a decírtelo. Pero no sé encontrar una solución. He de tenerte todo el tiempo que sea posible; es lo único que importa. Y ahora, ¿quieres decirme algo?

Me miraba. Tuve la impresión de que estaba más pálida, pero podía ser efecto de la luz.

Envuelta en su bata aterciopelada, parecía estar temblando. Quise preguntarle si tenía frío, pero de nuevo me faltaron las palabras. Yo…, oh, no, yo no tenía frío.

V

— ¿Qué… habría hecho usted… en mi lugar?

— ¡Muy bien! — la animé —. Creo que lucharía.

— Yo no puedo.

— Lo sé. ¿Te imaginas que esto me facilita las cosas? Todo lo contrario, te lo juro. ¿Quieres que me vaya ahora o puedo decirte algo más? ¿Por qué me miras así? Ahora ya sabes que lo haré todo por ti, ¿verdad? Por favor, no me mires así. En mis labios, «todo» significa algo muy distinto que en otras personas. ¿Y sabes una cosa?

Me sentía sin aliento, como si hubiera corrido durante mucho rato. Tenía sus dos manos entre las mías — ignoro desde cuándo —, ¿tal vez desde el principio? No lo sé. Eran tan frágiles.

— Eri, jamás había sentido lo que siento ahora. Piénsalo. Aquel horrible vacío… de allá lejos.

Es indescriptible. Yo no creía en mi regreso. Nadie lo creía. Hablábamos acerca de él, pero por hablar. Ellos se han quedado allí, Tom, Arne, Venturi, y ahora son como las piedras, las piedras heladas en la oscuridad. Y yo también tendría que haberme quedado allí, pero ya que he vuelto, si puedo tener tus manos entre las mías, y hablarte y que tú me oigas, hace que no sea tan malo. Ni tan vulgar. Tal vez no… ¡Eri! No me mires así, te lo suplico. Dame una oportunidad. No pienses que sólo es… amor. No lo pienses. Es algo más. Algo más. No me crees… ¿Por qué no me crees? Te estoy diciendo la verdad. Te lo prometo.

Calló. Tenía las manos heladas.

— No puedes, ¿verdad? — continué —. No es posible. Sí, ya lo sé que no es posible. Lo supe desde el primer momento. No debería estar aquí. Aquí tendría que haber un lugar vacío.

Pertenezco a allá arriba. Pero no es culpa mía que haya vuelto. Sí, no sé por qué te cuento todo esto. Esto no existe. ¿Qué es lo que no existe? Es igual, ya que a ti no te concierne.

¿Creías que podía hacer contigo lo que me viniera en gana? No me interesa, ¿comprendes? Tú no eres una estrella…

Silencio. La casa entera guardaba silencio. Incliné la cabeza sobre sus manos, que yacían entre las mías como paralizadas, y volví a hablarle.

— Eri, Eri. Ahora ya sabes que no has de tener miedo de mí, ¿verdad? Sabes que no te amenaza ningún peligro. Pero esto es tan… grande, Eri. Ignoraba que pudiese haber algo parecido. No lo sabía, te lo juro. ¿Por qué, pues, volar hacia las estrellas? No puedo comprenderlo. Esto está aquí. ¿O es que hay que estar primero allí para comprenderlo? Sí, es posible. Ahora me iré, ya me voy. Y tú lo olvidarás todo. ¿Lo olvidarás?

Asintió.

— ¿Y no lo dirás a nadie?

Negó con la cabeza.

— ¿De verdad?

— De verdad.

Fue sólo un susurro.

— Te lo agradezco.

Salí. La escalera. Una pared color crema y otra verde. La puerta de mi habitación. Abrí la ventana de par en par y respiré profundamente. Qué bueno era el aire. Desde que había salido de su habitación estaba completamente tranquilo. Incluso sonreía, aunque no con el rostro ni con los labios. La sonrisa estaba dentro de mí, indulgente hacia mi propia insensatez y también hacia el hecho de que yo no sabía nada y, sin embargo, había sido tan sencillo. Agachado, rebusqué en el interior de mi maletín. ¿Bajo las prendas de punto? No. Un paquetito, no, no era eso, un momento…

Ya lo tenía. Me enderecé y sentí de pronto cierta vergüenza. Las luces. No. así no podría.

Ya iba a apagarlas cuando Olaf apareció en el umbral. Aún no se había desnudado. ¿No se habría acostado todavía?

— ¿Qué haces?

— Nada.

— ¿Ah, no? ¿Y qué tienes ahí? ¡No lo escondas!

— Nada…

— ¡ Enséñamelo!

— No.

— Ya lo sabía. ¡Tipo asqueroso! No había esperado este golpe. Abrí los dedos, el asa me resbaló de la mano y los dos empezamos a luchar; me abalancé sobre él, él saltó sobre mí, la mesa se volcó, la lámpara se estrelló contra la pared y toda la casa retembló. Ahora le tenía debajo, no podía moverse, sólo la cabeza; oí un grito, era de ella; le solté y retrocedí de un salto.