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— ¡Por favor, no me interprete mal! Si usted no tiene tiempo…; ahora recuerdo que quería hacer algo en la ciudad…; yo ya me arreglaré como pueda… Perdóneme por…

— Las otras cosas pueden esperar — contesté —. Hable, se lo ruego, y si puedo, le ayudaré.

Entramos en un edificio blanco que estaba un poco apartado. Marger me precedió por un pasillo vacío muy singular: en los nichos se mantenían inmóviles unos cuantos robots. En una oficina pequeña, amueblada con sencillez, sacó un montón de papeles de un armario, los colocó sobre la mesa y empezó a explicarme en qué consistía su función, o mejor dicho, la nuestra. No era buen conferenciante y pronto dudé de las posibilidades de su carrera como científico; mencionaba sin cesar una ciencia de la que yo no tenía ni idea, por lo que tenía que interrumpirle a cada momento y formular, avergonzado, preguntas elementales. Pero él, interesado en no desanimarme, se empeñaba en considerar como virtudes todas las pruebas de mi ignorancia. Al final supe que desde hacía varias décadas había una separación total entre la producción y la vida.

La producción era automática y se desarrollaba bajo la vigilancia de robots, los cuales a su vez dependían de otros robots; aquí ya no había lugar para las personas. La sociedad humana existía aparte de los robots y máquinas automáticas; sólo que para evitar cualquier confusión imprevisible en este orden establecido del ejército laboral mecánico, eran imprescindibles los controles periódicos, llevados a cabo por especialistas. Marger era uno de ellos.

— Sin duda — observó —, todo estará en orden. Y cuando hayamos examinado una por una todas las partes del proceso, estampamos nuestras firmas y ya está.

— Pero si ni siquiera sé qué se produce aquí… — dije, señalando los edificios al otro lado de la ventana.

— Nada, ¡absolutamente nada! — gritó —. De eso se trata precisamente…; nada en absoluto. Es un almacén de chatarra, ya se lo he dicho.

El papel que se me imponía no me entusiasmaba, pero no podía seguir ofreciendo resistencia.

— Bueno, está bien… ¿Qué debo hacer?

— Lo mismo que yo: examinar cada grupo por separado.

Dejamos los papeles en la oficina y empezamos el control. Lo primero era un almacén de clasificación donde perolas automáticas recogían grandes montones de chapa, los aplastaban y los lanzaban bajo la prensa. Los bloques salidos de ésta eran conducidos hasta el contenedor principal por cintas transportadoras. En la entrada, Marger se colocó sobre la cara una pequeña máscara con filtro y me alargó otra; no podíamos hablar a causa del estruendo reinante. El aire estaba lleno de un polvillo herrumbroso que se levantaba de las prensas como nubes rojizas. Cruzamos la sala siguiente, dominada también por el estruendo, y llegamos por un pasillo deslizante al piso donde hileras de prensas se tragaban la chatarra que salía de los embudos y que ahora era más fina y no tenía ninguna forma. Una galería abierta conducía al edificio de enfrente. Marger comprobó allí los indicadores de control, y entonces fuimos al patio de la fábrica, donde un robot nos salió al encuentro con la noticia de que el ingeniero Gloor llamaba por teléfono al señor Marger.

— ¡Perdóneme un momento! ¡ En seguida vuelvo! — gritó Marger y bajó corriendo por una escalera de caracol hacia un cercano pabellón de cristal. Me quedé solo sobre las baldosas ardientes por el sol. Miré a mi alrededor: los edificios del otro lado ya los habíamos visitado, eran salas de prensado y clasificación; la distancia y la insonorización apagaban todos los ruidos.

Detrás del pabellón en el que había desaparecido Marger se levantaba un edificio aislado, bajo y extraordinariamente largo, una especie de barraca de hojalata; fui hacia allí para encontrar algo de sombra, pero las paredes metálicas emanaban un calor insoportable. Ya me iba cuando oí un singular ruido que no se parecía al de las máquinas en funcionamiento; venía del interior de esta barraca y era difícil de identificar. A treinta pasos encontré una puerta de acero; ante ella estaba un robot. Al verme, abrió la puerta y se hizo a un lado. Los incomprensibles sonidos adquirieron más fuerza.

Miré hacia dentro: no estaba tan oscuro como me pareció al principio. El resplandor muerto de la hojalata recalentada casi me quitó la respiración. Me habría ido inmediatamente si las voces ahogadas no me hubiesen paralizado. Eran voces humanas, pero alteradas; un coro de voces roncas, confusas, entrecortadas, hablando al unísono. Como si en la oscuridad emitieran sonidos una gran cantidad de teléfonos estropeados.

Di dos pasos inseguros, algo crujió bajo mi pie y desde el sucio alguien dijo claramente:

— Porr fevorr, señor…, porr fevorr…, le rrego…

Me quedé inmóvil. El aire sofocante olía a hierro. El murmullo venía de abajo.

— …Le rrego…, coidado, señorr…

A esta voz se unió otra que recitó monótona y rítmicamente:

— Anomalías excéntricas, asíntotas en forma de bala…, campo del infinito…, sistema primitivo de líneas…, sistema holonómico…, espacio semimétrico…, espacio esférico…, espacio erizado…, espacio sumergido…

— Señorr…, a su servicio…, porr fevorr…, señorr, le rrego…

Los roncos murmullos penetraban literalmente la penumbra:

— Ser viviente planetario, su fétido pantano es el amanecer de la existencia, la fase inicial. Y de la sanguinolenta masa cerebral surgirá el amoroso cobre…

— Brek, break, brabsel, be…, bre…, veriscopio…

— Clase imaginaria… Clase fuerte… Clase vacía… Clase entre todas las clases…

— Señorr, porr fevorr, señorr, coidado, le rrego…

— Shshsh, basta…

— Tú…

— ¿Qué?

— ¿Me oyes?

— Te oigo…





— ¿Puedes tocarme?

— Break, break, brabsel…

— No tengo con qué…

— Lásstima… Ve…, verías lo luminoso y frío que soy… Que me devuelvan mi ar…, armadura y mi espada de oro… De noche me quitaron mi… herencia…

— Estos son los últimos esfuerzos de encarnación del maestro en descuartización y división, que ahora se levanta, se levanta sobre el reino tres veces despoblado de hombres…

— Soy nuevo…, soy completamente nuevo…, nunca he tenido un cortocircuito con el esqueleto…, puedo seguir…, por favor…

— Señorr, porr fevorr…

No sabía hacia dónde volverme, aturdido por el calor y estas voces roncas, que venían de todas partes; desde el suelo hasta la ventana en forma de hendidura del techo se amontonaban troncos abollados y retorcidos; un resto de luz brillaba en el interior de su hojalata.

— So…lo tenía un pequeño de…fecto; pero ya estoy bi…bien, ya veo…

— ¿Qué ves? Está oscuro…

— Pero aun así veo bi…bien…

— Por favor, escúcheme…; no tengo precio, soy muy valioso; encontraba cualquier pérdida de energía, cualquier escape de fluido, cualquier tensión excesiva; se lo ruego, póngame a prueba. Este…, este temblor es pasajero, no tiene nada que ver con…, se lo ruego.

— Porr fevorr, señorr, le rrego…

— Una masa por cabeza; tomaban a la propia fermentación por espíritu, a la carne desgarrada por historia y a los medios contra la descomposición por civilización…

— A mí, por favor, sólo a mí…, es un error…

— Porr fevorr, señorr, le rrego…

— Os salvaré…

— ¿Quién es…?

— ¿Qué…?

— ¿Quién salva?

— Repetid conmigo: el fuego no me engullirá y el agua no me convertirá del todo en herrumbre, los dos elementos me conducirán hasta la puerta…

— ¡Shshshsh!

— Contemplación de los cátodos.

— Catodoplación.

— Estoy aquí por un error… Pienso…, puedo pensar..

— Soy el espejo de la traición…

— Señor…, a su servicio…, le rrego, coidado, porr fevorr…

— Salvación de los inmortales… Salvación de las nebulosas… Salvación de las estrellas…

— ¡ Está aquí! — proclamó un grito.

Y de repente reinó un silencio que con su indescriptible tensión fue todavía más penetrante que el anterior coro de voces.