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Incliné la cabeza sobre el plato, alargué la mano hacia la fuente, casi sin mirar, y por dos veces estuve a punto de volcar el florero; en resumen, me portaba de un modo abominable.

Sin embargo, ellos apenas me miraban. Tenían en sus propias miradas una mutua intimidad, hilos invisibles de una comprensión que les unía. No creo que en todo el rato intercambiáramos más de veinte palabras, que fueron acerca del buen tiempo que hacía y de lo fácil que era reponerse aquí.

El tal Marger era apenas una cabeza más bajo que yo, pero esbelto como un adolescente, pese a tener más de treinta años. Iba vestido más bien de oscuro; un tipo rubio de cabeza alargada y frente alta. Al principio me pareció extraordinariamente guapo, pero sólo cuando su rostro estaba inmóvil. En cuanto hablaba — casi siempre con una sonrisa para su mujer, y haciendo alusiones completamente incomprensibles para un extraño —, resultaba casi feo. No es que lo fuera en realidad, sólo que entonces sus proporciones parecían desdibujarse, la boca se torcía hacia la izquierda y perdía expresión, e incluso la sonrisa era inexpresiva, aunque tenía los dientes blancos y regulares. Y cuando se animó, el azul de los ojos se intensificó demasiado y su mandíbula se me antojó demasiado marcada; en conjunto, daba la impresión de ser un modelo de belleza masculina surgido de las páginas de una revista de modas.

En suma, me fue desde el principio extremadamente antipático.

La muchacha — pues así debía llamar a su mujer en mis pensamientos, incluso aunque no quisiera — no tenía ni ojos ni labios bonitos, ni tampoco un cabello que llamara la atención; no había en ella nada fuera de lo corriente. «Con una chica así — pensé — sería capaz de recorrer las Montañas Rocosas con una tienda de campaña a la espalda.» ¿Por qué precisamente montañas? Su figura despertaba en mí asociaciones de noches pasadas en la región de pinos negros, y laboriosos ascensos a las cumbres, y también de la orilla del mar, donde no hay nada más que arena y olas.

¿Sólo porque no llevaba los labios pintados? Yo sentía su sonrisa desde el otro lado de la mesa, incluso cuando no sonreía. En un arranque de atrevimiento, decidí contemplar su cuello; fue como si estuviera cometiendo un robo. La comida tocaba ya a su fin. Marger se volvió de pronto hacia mí; ¿seguro que no me ruboricé? Habló un rato antes de que le entendiera. La casa sólo poseía un glider y él, sintiéndolo mucho, tenía que tomarlo para ir a la ciudad. ¿Quería ir yo también, en lugar de quedarme aquí hasta la noche? Desde luego, podía enviarme otro glider desde la ciudad, o bien…

Le interrumpí. Empecé a decir que no quería ir a ninguna parte, pero en seguida titubeé y entonces oí mi propia voz contestando que sí, que de hecho tenía intención de ir a la ciudad, y puesto que él se ofrecía…

— De acuerdo — repuso. Ya nos habíamos levantado de la mesa —. ¿Qué hora le parece más conveniente?

Intercambiamos frases amables hasta que logré hacerle confesar que tenía prisa. Le dije que para mí cualquier hora era buena. Acordamos encontrarnos al cabo de media hora.

Subí a la planta superior, algo asombrado del curso de los acontecimientos. El no me importaba nada, y yo no tenía absolutamente nada que hacer en la ciudad. ¿Para qué, pues, toda esta excursión? Además, su cortesía se me antojaba un poco exagerada. Si de verdad yo hubiera tenido prisa por llegar a la ciudad, los robots no habrían permitido que me marchase a pie. ¿Querría algo de mí? Pero ¿qué? No me conocía en absoluto. Me devané — inútilmentelos sesos hasta que pasó el tiempo y bajé al vestíbulo.

Su mujer no se veía por ninguna parte; ni siquiera se asomó a la ventana para decirle adiós desde lejos. Al principio permanecimos callados en el gran vehículo, contemplando las curvas y ondulaciones de la carretera, que serpenteaba entre las colinas. Luego empezamos a hablar.

Me enteré de que Marger era ingeniero.

— Precisamente hoy tengo que controlar la selectestación municipal — dijo —. Tengo entendido que usted también es cibernético, ¿verdad?

— De la Edad de Piedra — contesté —. Sí, pero… perdone…, ¿cómo lo sabe?

— En la agencia de viajes me hablaron de quién sería mi vecino. Como es natural, sentía curiosidad.

— Claro.

Callamos durante un rato. Por las aglomeraciones cada vez más frecuentes de policromas masas de plástico se adivinaba que ya nos acercábamos a la periferia.

— Si me lo permite, quería preguntarle si ustedes tuvieron alguna clase de dificultades con los mandos automáticos — me dijo de repente. Comprendí, mucho más por el tono que por el contenido de la frase, que mi respuesta le interesaba mucho. ¿Así que se trataba de esto?

Pero… ¿por qué?

— ¿Se refiere a los… defectos? Pues claro, los teníamos en cantidad, lo cual es comprensible:





los modelos, en comparación con los de ustedes, eran tan anticuados…

— No, no se trata de los defectos — se apresuró a replicar —, sino más bien de las oscilaciones de la efectividad en circunstancias tan diferentes… Actualmente no tenemos, por desgracia, ninguna posibilidad de probar los aparatos automáticos de forma tan extrema.

En el fondo se trataba de cuestiones puramente técnicas. Sentía curiosidad por conocer ciertos parámetros de la actividad del cerebro electrónico en el ámbito de gigantescos campos magnéticos, en las nubes de polvo cósmico y durante perturbaciones gravitatorias, y no estaba seguro de si estos datos se encontrarían en el archivo de nuestra expedición, cuya publicación aún no había sido autorizada. Le conté lo que sabía y le aconsejé que consultara a Thurber para datos más específicos, ya que había sido ayudante del director científico de nuestra expedición.

— ¿Podré decirle que voy de su parte?

— Naturalmente.

Me dio las gracias efusivamente. Yo estaba algo decepcionado. ¿Conque eso era todo?

Pero gracias a esta conversación surgió entre nosotros una especie de vínculo profesional, y ahora le pregunté a mi vez sobre el significado de su trabajo: ignoraba qué era una selectestación.

— Oh, nada interesante. Es un almacén de chatarra… En realidad, yo querría dedicarme al trabajo científico; esto es solamente una especie de práctica, que por otra parte ni siquiera es muy útil.

— ¿Práctica? ¿Trabajar en un almacén de chatarra? ¿Cómo es eso? Usted es cibernético, así que…

— Es chatarra cibernética — me explicó con una sonrisa oblicua. Y añadió, casi despectivamente-: Porque somos muy ahorradores, ¿sabe? Se trata de que nada se pierda… En mi Instituto podría enseñarle muchas cosas interesantes, pero aquí…

Se encogió de hombros. El glider abandonó el carril y se deslizó por un alto tubo de metal hasta el espacioso patio de una fábrica; vi gran número de camiones de transporte y compuertas de reja, algo que me recordó un horno Siemens Martin modernizado.

— Ahora pongo el coche a su disposición — dijo Marger. Por una ventanilla de la pared frente a la que nos habíamos detenido, se asomó un robot y le dijo algo. Marger se apeó; empezó a gesticular y de pronto se volvió hacia mí, bastante malhumorado —. Mala suerte — explicó —.

Gloor, mi colega, está enfermo, y yo no puedo hacerlo solo… ¡Vaya problema!

— ¿De qué se trata? — pregunté, bajando del glider.

— El control debe ser efectuado por dos personas, como mínimo — me dijo Marger. Entonces su rostro se animó de improviso —. ¡ Señor Bregg! ¡Pero si usted también es cibernético!

¿Consentiría en ayudarme?

— ¡ Conque cibernético! — sonreí —. De antigüedad, debería añadir. Ya no sé nada de nada.

— Se trata de un mero formulismo — interrumpió —. Me encargaré gustosamente de la parte técnica; usted sólo tendrá que firmar, ¡nada más!

— ¿Cree usted? — dije, vacilando. Comprendía muy bien que tenía prisa por volver al lado de su mujer, pero yo no podía hacerme pasar por quien no era; y no sirvo para comparsa. Se lo dije, aunque con palabras más suaves. El alzó los dos brazos.