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La abracé. Pero era espantoso: lo quería y no lo quería; tenía la sensación de que ella no era la misma, como si pudiera transformarse en otra cosa en un momento dado. Ella hundió los dedos en mi cabello y su aliento, cuando cayó a un lado, parecía un gemido. «Uno de los dos es irreal — pensé —, pero ¿quién? ¿ella o yo?» La besé, su rostro era dolorosamente hermoso, terriblemente extraño, y en seguida predominó el placer, imposible de frenar; pero incluso entonces seguí siendo un observador frío y silencioso, y no me perdí del todo. El diván, obediente, casi leyendo nuestros pensamientos, se convirtió en apoyo para nuestras cabezas: era como la presencia de un tercero. Me sentía vigilado, y no intercambiamos ni una sola palabra. Me dormí sobre su cuello, todavía con la sensación de que alguien nos contemplaba…

Cuando me desperté, ella dormía. Era otra habitación. No, la misma, pero cambiada en cierto modo: una parte de la pared se había desplazado y se veía el día naciente. Sobre nosotros, como olvidada, lucía una esbelta lámpara. Enfrente, sobre las copas de los árboles aún casi negras, el cielo se aclaraba. Con cuidado me trasladé hasta el borde del diván. Ella murmuró algo parecido a «Alan» y siguió durmiendo. Atravesé grandes salas vacías. Todas las ventanas daban al este. Entró un destello de sol y llenó todos los muebles transparentes, tembloroso como un fulgor de vino tinto. Vi a través de la serie de habitaciones la silueta de un hombre; era un robot nacarado, sin rostro; su tronco brillaba débilmente, algo ardía en su interior, como una lamparilla ante la imagen de un santo; una pequeña llama de color granate.

— Quiero salir de aquí — dije.

— Muy bien, señor.

Escaleras plateadas, verdes, azules. Me despedí de pronto de todos los rostros de Aen en el vestíbulo de techo alto como el de una iglesia. Ya era de día. El robot me abrió la puerta. Le ordené que me pidiera un glider.

— Muy bien, señor. ¿Quiere utilizar el glider de la casa?

— De acuerdo. Quiero ir al hotel Alearon.

— Muy bien. Siempre a su servicio.

Alguien ya me lo había dicho una vez. Pero ¿quién? No podía acordarme.

Por una escalera empinada — para que nadie olvidase hasta el fin que esto era un palacio y no una casa corriente — bajamos los dos; a la luz del sol naciente me senté en el vehículo.

Cuando partió, miré a mi alrededor. El robot seguía allí en su actitud respetuosa, algo parecido a una mantis con sus flacos brazos cruzados.

Las calles estaban casi vacías. Las villas descansaban en los jardines como barcos abandonados. O como si se hubieran posado por unos instantes entre los setos y árboles y plegado sus alas triangulares y multicolores.

En el centro había más gente. Casas, aguja, de puntas calentadas por el sol, casas, palmeras, casas gigantescas sobre pilares muy separados entre sí; la calle pasaba por en medio y proseguía hacia el espacio azul; no miré más lejos. En el hotel tomé un baño y telefoneé a la agencia de viajes. Reservé el ulder para las doce. Era divertido hacer estos encargos con tanta facilidad, teniendo en cuenta que no tenía la menor idea de qué era un ulder.

Aún disponía de cuatro horas de tiempo. Llamé al infor del hotel y pregunté acerca de los Bregg. Yo no tenía hermanos, pero el hermano de mi padre había dejado dos hijos, un niño y una niña. Si éstos ya no vivían, tal vez sus hijos…

El infor me encontró once personas apellidadas Bregg. Entonces quise saber su genealogía y resultó que sólo una de ellas, Atal Bregg, pertenecía a mi familia. Era el nieto de mi tío, y ya no muy joven, pues casi tenía sesenta años.

Ahora ya sabía lo que quería saber. Llegué incluso a levantar el auricular para llamarle, pero colgué de nuevo. ¿Qué iba a decirle? ¿O él a mí? ¿Cómo había muerto mi padre? ¿O mi madre? Yo había muerto antes para ellos y como póstumo no tenía el menor derecho a preguntar. Habría sido una verdadera perversidad, un engaño. Solamente yo podía esconderme en el tiempo, que para mí era menos mortal que para ellos. Ellos me habían enterrado en las estrellas, no yo a ellos en la Tierra.

No obstante, descolgué el auricular. La señal fue larga. Por fin contestó el robot doméstico y me dijo que Atal Bregg no se encontraba en la Tierra.

— ¿Dónde está? — interrogué rápidamente.

— En la Luna. Se fue por cuatro días. ¿Qué recado he de darle?

— ¿Qué hace? ¿Cuál es su profesión? — pregunté —. Porque no estoy seguro de que sea el caballero que busco, tal vez se trate de un error…

En cierto modo, a los robots era más fácil mentirles.





— Es psicópeda.

— Gracias. Volveré a llamar dentro de unos días.

Colgué. En todo caso, no era astronauta; menos mal.

Llamé de nuevo al infor del hotel y pregunté qué clase de distracción podían recomendarme para dos o tres horas.

— Le invitamos a nuestro realón — me dijo.

— ¿Qué se representa?

— La novia. Es el último real de Aen Aenis.

Bajé en el ascensor; estaba en la planta baja. La representación ya había comenzado, pero el robot de la entrada me dijo que no me había perdido casi nada, sólo unos minutos. Me guió en la oscuridad, extrajo de algún modo un asiento en forma de huevo, me aposentó en él y desapareció.

La primera impresión era parecida a la del teatro en las primeras filas, pero no del todo:

me hallaba en el escenario, tan cerca estaban los actores. Era como si pudiera alcanzarles con la mano. No habría podido acertarlo más: se trataba de una pieza de mi tiempo, o sea de un drama histórico; la época no estaba bien determinada, pero a juzgar por algunos detalles, la acción tenía lugar algunos años después de mi marcha.

Al principio me divertí con los trajes; la escenografía era naturalista y por ello me distraje encontrando una serie de anacronismos. El primer actor, un hombre muy guapo de cabellos oscuros, salía de su casa con frac — era por la mañana — y se dirigía en coche a ver a su amada; llevaba incluso sombrero de copa, y de color gris, como un inglés acudiendo al Derby.

Entonces apareció una romántica posada con un posadero imposible en la realidad, parecido a un pirata; el héroe se sentó sobre los faldones del frac y bebió cerveza con una cañita. Y así continuó todo.

De repente dejé de sonreír: Aen entró en escena. Iba vestida de un modo absurdo, pero esto ya no era tan importante. El espectador sabía que ella amaba a otro y engañaba a este joven; el típico papel melodramático de una mujer infiel. Un cliché sentimental. Pero Aen no lo interpretaba así. Era una muchacha que siempre vivía el momento presente, libre de toda reflexión, sensitiva, sin rencor, un ser inocente gracias a la ilimitada ingenuidad de su crueldad, que hace infelices a todos porque no quiere hacer infeliz a nadie. En cuanto se hallaba en brazos de uno olvidaba al otro tan completamente que se creía de verdad en su momentánea honradez.

Todo aquel absurdo no importaba nada; sólo importaba Aen, la eximia actriz.

El real era algo más que un teleteatro: cuando yo miraba una parte del escenario, ésta se agrandaba y ensanchaba; el espectador decidía por sí mismo si quería ver un primer plano o toda la escena. Y las proporciones de lo que permanecía en el campo de visión no se desfiguraban. Era una endemoniada combinación óptica, que daba la ilusión de una vida sobrenatural, como ampliada.

Subí a mi habitación para hacer el equipaje, ya que debía partir dentro de pocos minutos.

Resultó que tenía más cosas de las que imaginaba. Aún no había terminado cuando el teléfono empezó a cantar: mi ulder ya estaba preparado.

— Bajo en seguida — contesté.

El robot del equipaje se llevó las maletas y yo ya salía de la habitación cuando el teléfono volvió a sonar. Vacilé. La suave señal se repetía incansablemente. «No ha de parecer una fuga», pensé y descolgué el auricular, no muy seguro de por qué lo hacía.

— ¿Eres tú?