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— Nada.

Me cogió del brazo.

— Vamonos.

Una pareja pasó junto a nosotros y desapareció en la penumbra. Yo también me sumergí en ella. Allí, en la oscuridad, se tenía la impresión de que todo era posible. Cuando hubo más luz, mi ímpetu de unos momentos antes se me antojó ridículo. Sentí que me había metido en algo falso, tan falso como el peligro y la magia anteriores, y seguí caminando. Ni cólera ni odio ni nada; era como si todo me fuese indiferente. Me hallaba bajo unas luces altas e intensas y sentía mi presencia grande y pesada, que convertía en grotesco cada paso que daba a su lado. Pero ella no parecía notarlo. Caminaba a lo largo de la pared junto a la cual había hileras de gliders. Quise detenerme, pero ella dejó resbalar su mano por mi brazo hasta la muñeca, que apretó con fuerza. Yo habría tenido que dar un buen tirón, pareciendo así aún más ridículo; la imagen de un astronauta virtuoso, seducido por una Putifar. Subí tras ella y el glider se estremeció y partió como un rayo. Me encontraba en un glider por primera vez y ahora comprendí por qué no tenían ventanas. Desde dentro eran completamente transparentes, como de cristal. Viajamos en silencio durante largo rato. Los edificios del centro dejaron paso a las singulares formas de la arquitectura suburbana; bajo pequeños soles artificiales se elevaban entre los espacios verdes construcciones de líneas borrosas, hinchadas en extraños cojines, aladas, de tal modo que el límite entre el interior de las casas y sus inmediaciones resultaba impreciso. Invenciones fantasmagóricas, esfuerzos constantes para crear algo que no fuera una repetición de las formas antiguas. El glider abandonó el ancho carril, atravesó el oscuro parque y se detuvo ante una escalera que parecía una cascada de cristal; cuando me apeé, vi un invernadero extendido bajo mis pies.

La pesada puerta se abrió sin ruido. Un vestíbulo gigantesco, enmarcado por una elevada galería, pantallas color de rosa, sin apoyos ni soportes, en las paredes inclinadas. Nichos, como ventanas abiertas a otra habitación, y en ellos, ni fotografías ni maniquíes, sino la propia Aen, enorme, justo delante de mí, abrazada por un hombre de cabellos oscuros que la besaba sobre la catarata de la escalera; Aen envuelta en un vestido blanco y luminoso; más lejos, Aen inclinada sobre flores de color lila, enormes como su rostro. Caminando tras ella, la vi de nuevo en otra ventana, sonriendo como una niña, sola, mientras la luz temblaba en sus cabellos cobrizos.

Escaleras verdes. Habitaciones blancas. Escaleras plateadas. Pasillos y después una habitación que palpitaba en un movimiento lento e incesante. Las paredes se desplazaban quedamente, formando corredores allí donde ella dirigía sus pasos; parecía posible la idea de que un espíritu intangible redondeaba las esquinas de las galerías, las cincelaba, y todo cuanto yo viera hasta ahora no había sido más que un umbral, un principio. Tras cruzar una habitación blanca, iluminada de tal modo por las más finas vetas de hielo que hasta las sombras se antojaban lechosas, entramos en una estancia de menor tamaño cuyo bronce era como un grito después de la inmaculada blancura de la otra. Aquí la única luz provenía de una fuente desconocida e indirecta que iluminaba nuestros rostros desde abajo; ella movió la mano y todo se oscureció; entonces se acercó a una pared y con algunos gestos provocó en ella una hinchazón que en seguida se extendió hasta formar una especie de doble estante; yo conocía la topología suficiente para saber cuánto trabajo de investigación debía de haber costado sólo la línea de apoyo.

— Tenemos un invitado — dijo, deteniéndose. Del revestimiento de madera surgió una mesita baja, con dos servicios completos, que corrió hacia ella como un perro. Las luces grandes se apagaron cuando, desde el nicho del asiento (¡no tengo palabras para describir tales asientos!), ordenó con un gesto que apareciese una pequeña lámpara, y la pared la obedeció con igual premura.

Al parecer ya consideraba suficiente el número de muebles surgidos ante nuestros ojos, pues se apoyó en la mesa y preguntó sin mirarme:

— ¿Blar?

— Como quieras — repuse. Me abstuve de hacer cualquier pregunta; no podía dejar de ser un salvaje, pero al menos podía ser un salvaje silencioso.

Me dio un cono alto con una cañita; brillaba como un rubí y era blando como una piel de fruta aterciopelada. Ella tomó otro. Nos sentamos. Era de una blandura insoportable, como sentarse sobre una nube. El líquido sabía a frutas frescas desconocidas, con grumos pequeños y duros que estallaban sobre la lengua de modo divertido e inesperado.

— ¿Bueno? — inquirió.

— Sí.

Tal vez era una bebida ritual. Para los elegidos, por ejemplo, o al revés, para domesticar a los especialmente peligrosos. Pero yo estaba decidido a no formular ninguna pregunta.

— Es mejor cuando estás sentado.

— ¿Por qué?

— Eres terriblemente alto.

— Ya lo sé.

— ¿Tratas de ser descortés?

— No. Lo soy sin ningún esfuerzo.

Empezó a reír suavemente.

— También soy mordaz — añadí —. Tengo muchas ventajas, ¿no crees?

— Eres diferente — dijo —. Nadie habla así. Dime, ¿cómo es? ¿Qué sientes?

— No te comprendo.

— Ahora disimulas. O has mentido…, pero no. No es posible. No habrías podido…

— ¿Saltar?

— No estaba pensando en eso.

— ¿En qué, pues?

Entrecerró los ojos.

— ¿No lo sabes?

— Veamos, dime — repliqué —, ¿es que ya no lo hace nadie?

— Sí, pero no de este modo.

— Ya. ¿Así que lo hago bien?

— No, no es eso…, es como si tú…





No termino la frase.

— ¿Qué?

— Ya lo sabes. Yo lo sentí.

— Estaba enfadado — confesé.

— Enfadado — dijo con desdén —. Pero ni yo misma sé qué pensaba! Nadie se atrevería a hacer algo parecido, ¿sabes?

Sonreí de forma casi imperceptible.

— ¿Y te ha gustado mucho?

— Oh, no comprendes nada. El mundo carece de miedo, pero tú puedes inspirarlo.

— ¿Quieres que lo repita? — pregunté.

Sus labios se abrieron, y volvió a mirarme como a un animal salvaje.

— Sí.

Se inclinó más hacia mí. Tomé su mano y la coloqué sobre la mía, muy plana; sus dedos apenas cubrían mi palma.

— ¿Por qué tienes la mano tan dura? — preguntó.

— Por las estrellas. Son muy puntiagudas. Y ahora pregúntame por qué mis dientes son tan horribles.

Sonrió — Tus dientes son completamente normales.

Entonces levantó mi mano con tanto cuidado que me recordó mis movimientos frente a los leones. En lugar de sentir confusión, me limité a sonreír. Al fin y al cabo, todo esto era terriblemente absurdo.

Se levantó y por encima de "mi hombro se sirvió algo de una botella pequeña y oscura y lo bebió.

— ¿Sabes qué es esto? — inquirió con los ojos cerrados y con una expresión como si se tratara de un líquido ardiente. Tenía unas pestañas enormemente largas, falsas, por supuesto. Las actrices siempre llevan pestañas postizas.

— No.

— ¿No lo dirás a nadie?

— No.

— Es perto…

— Vaya, vaya — dije por decir algo_ Ella volvió a abrir los ojos.

— Te había visto antes. Ibas con un anciano espantoso y luego volviste solo.

— Era el hijo de un joven colega mío — expliqué. «Lo cómico del asunto es que es casi la verdad», pensé para mis adentros.

— Llamas la atención, ¿lo sabes?

— ¿Y qué puedo hacer?

— No sólo por tu altura. También andas de un modo diferente, y te quedas mirando como si…

— ¿Qué?

— Como si debieras ser precavido.

— ¿Por qué?

No respondió. El color de su rostro experimentó un cambio. Respiraba audiblemente y se contemplaba la mano. Las yemas de sus dedos temblaban.

— r-Ahora — dijo en voz baja, sonriendo, pero no a mí. Su sonrisa era como ausente, sus pupilas se ensanchaban tanto que el iris desapareció. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que quedó tendida sobre el diván gris. Sus cabellos cobrizos se soltaron, y su mirada era triunfante y a la vez entorpecida —, bésame.