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— ¿De dónde?

— De Fomalhaut.

Sus ojos se iluminaron.

— ¡Arder! ¡Tom Arder!

— No — dije —, pero estábamos juntos.

— ¿Y él?

— Pereció.

Respiró con fuerza.

— Ayúdeme… a… sentarme.

Le rodeé los hombros. Bajo la ropa negra y resbaladiza no había más que huesos. Le posé lentamente en el blanco y me quedé en pie junto a él.

— Siéntese…

Obedeció. Seguía jadeando con los ojos entreabiertos.

— No es nada…, la emoción — susurró. Al cabo de un momento levantó la vista —. Soy Roemer — dijo sencillamente.

Me quedé sin aliento.

— ¿Cómo? ¿Es realmente… usted? ¿Qué edad…?

— Ciento treinta y cuatro años — dijo con sequedad —. Entonces tenía… siete.

Podía acordarme de él. Fue a vernos con su padre, un matemático genial, ayudante de Geonides, creador de nuestra teoría de vuelo. En aquella ocasión, Arder mostró al niño la gran sala de pruebas, los centrifugadores, y en mi memoria quedó grabado así: un niño de siete años, muy vivaz, de ojos oscuros como los de su padre; Arder le levantó en el aire para que el niño pudiera ver el interior de la cámara de gravitación donde me hallaba yo.

Ambos guardamos silencio. Este encuentro era en cierto modo inquietante. En la oscuridad contemplé con dolor y casi ávidamente la terrible vejez de su rostro. Tenía un nudo en la garganta. Quería sacar un cigarrillo del bolsillo, pero no podía hacerlo de tanto que me temblaban los dedos. — ¿Qué le ocurrió a Arder?

Se lo expliqué.

— ¿Y qué encontraron ustedes? ¿Nada?

— Nada. Allí desaparece todo, ya sabe usted…

— Le he tomado por él…

— Lo comprendo. La altura y todo lo demás… — le disculpé.

— Sí. ¿Qué edad tiene usted ahora? Biológicamente…

— Cuarenta años.

— Yo podría… — murmuró.

Comprendí qué quería decir.

— No lo lamente — dije con convicción —, no lo lamente. No lamente absolutamente nada, ¿me comprende?

Me miró a la cara por primera vez.

— ¿Por qué?

— Porque aquí no tengo nada que hacer — le dije —. Nadie me necesita. Y yo no necesito… a nadie.

Fue como si no me oyera.

— ¿Cómo se llama?

— Bregg. Hal Bregg.

— Bregg… — repitió —, Bregg… No, no puedo acordarme. ¿Estaba usted allí?

— Sí, en Apprenous, cuando su padre trajo las correcciones descubiertas por Geonides un mes antes del lanzamiento… Resultó que los coeficientes de refracción en las masas oscuras de polvo eran demasiado bajos… Ignoro si esto le dice a usted algo. — Inseguro, me interrumpí.

— Claro, naturalmente — repuso con singular entonación —. Mi padre. Sí, claro. ¿En Apprenous? Pero ¿qué hacía usted allí? ¿Dónde estaba?

— En la cámara de gravitación de Janssen. Usted fue allí en compañía de Arder, quien le subió hasta el pequeño puente, desde donde contempló cómo me daban cuarenta g. Cuando bajé, me sangraba la nariz… Usted me dio su pañuelo…

— ¡Ah! ¿Era usted?

— Sí.





— Tenía la impresión de que el hombre de la cámara… era de cabellos oscuros.

— Sí. Mis cabellos no son rubios, sino grises. A esta hora no se puede distinguir muy bien.

Hubo otro silencio, más largo que el anterior.

— Usted debe de ser profesor, ¿no? — pregunté para romper el silencio.

— Lo era. Ahora… no soy nada. Desde hace veintitrés años. Nada. — Y repitió una vez más, en un susurro-: Nada.

— Hoy he comprado libros, y entre ellos hay una topología de Roemer. ¿Es de usted o de su padre?

— Mía. ¿Es usted matemático?

Me miró con interés renovado.

— No — repuse —, pero disponía de mucho tiempo… allí arriba. Todos hacíamos lo que queríamos. A mí las matemáticas me ayudaron.

— ¿Qué quiere decir?

— Teníamos gran cantidad de microfilmes: literatura, novelas, todo cuanto podíamos desear.

¿Sabe que nos llevamos trescientos mil títulos? El padre de usted ayudó a Arder a completar la parte matemática..

— Eso sí que lo sé.

— Al principio lo considerábamos una especie de… distracción. Para matar el tiempo. Pero al cabo de dos meses, cuando se interrumpió definitivamente la comunicación con la Tierra y nosotros volábamos aparentemente inmóviles en relación con las estrellas, entonces, verá usted, leer que un tal Peter fuma nerviosamente mientras piensa si Lucy vendrá o no, y al fin ésta entra, estrujando los guantes…, uno empieza riéndose y puede acabar montando en cólera. Resumiendo, desde entonces nadie más tocó una novela.

— Así pues, ¿se decantó por las matemáticas?

— No. Al menos, no en seguida. Al principio me dediqué a los idiomas, y no los dejé hasta el fin, aunque sabía que era casi inútil: si regresaba, no serían más que dialectos arcaicos.

Pero Gimma y Thurber me atrajeron hacia la física. Creían que podía ser de utilidad. Así que la estudié, junto con Arder y Olaf Staave, los únicos que no éramos científicos…

— Pero usted tenía un título universitario.

— Sí, licenciado en teoría de la información de la cosmodromía, y además tenía el diploma de ingeniero nuclear, pero todo esto era puramente profesional y no teórico. Ya sabe usted lo que un ingeniero conoce de las matemáticas. Así pues, me dediqué a la física. Pero yo quería algo más, algo propio. Y fue entonces cuando llegaron las matemáticas puras. Nunca tuve dotes para las matemáticas, absolutamente ningunas en este sentido. Nada…, excepto testarudez.

— Sí — dijo en voz baja —, hay que tenerla para… volar.

— Y aún más para ser miembro de la expedición — añadí —. Y ¿sabe qué me ocurrió con las matemáticas? No pude comprenderlo hasta que llegué allí. Porque están por encima de todo.

Las obras de Abel o Kronecker son tan buenas hoy como hace cuatrocientos años, y siempre lo serán. Es cierto que surgen nuevos caminos, pero los viejos siguen sirviendo. No se cubren de hierbajos. Allí…, allí está la eternidad. Sólo las matemáticas no tienen miedo de ella. Allí comprendí lo definitivas que son. Y fuertes. No había nada semejante. Y también fue bueno que me resultaran tan difíciles. Me esforzaba, y cuando no podía dormir, repetía los problemas en que había trabajado durante el día…

— Interesante — opinó.

En su voz no había ningún interés. Yo no sabía siquiera si me escuchaba. En el interior del parque se elevaban columnas de fuego, fuego rojo y verde, acompañado de numerosos gritos de alegría. Aquí donde estábamos, bajo los árboles, reinaba la oscuridad. Enmudecí. Pero no pude soportar este silencio.

— Para mí tenía el valor de la autoconservación — proseguí —. La teoría de la cantidad…, todo cuanto hicieron Mirea y Averin con la herencia de Cantor, ya sabe. Esas operaciones con cantidades por encima de lo finito, fuera de lo finito, esas continuas que se podían dividir con exactitud, tan fuertes… era magnífico. El tiempo que pasé dedicado a ello se me antoja tan actual como si hubiera sido ayer.

— Y no fue tan inútil como cree — murmuró. De modo que me escuchaba —. ¿Ha oído hablar de los trabajos de Igalla?

— No. ¿De qué tratan?

— De la teoría del anticampo discontinuo.

— No sé nada del anticampo. ¿Qué es?

— La retroniquilación. De ella surgió la parastática.

— No he oído nunca esos términos.

— Claro, sólo hace sesenta años que se introdujeron. Por otra parte, al principio fue una introducción a la gravitología.

— Veo que me tendré que esforzar mucho — observé —. La gravitología es la teoría de la gravitación, ¿no?

— Algo más. No se puede expresar más que con las matemáticas. ¿Conoce usted a Appiano y Froom?

— Sí.

— Entonces no tendrá ninguna dificultad. Se trata de evoluciones de metagenes en una cantidad N dimensional, configurativa y degenerada.

— ¿Qué dice usted? Skriabin demostró que no hay otros metagenes que los variables.

— Sí, fue una demostración muy hermosa. Pero esto es discontinuo, ¿sabe?

— ¡Imposible! Entonces se habría…, ¡se habría abierto todo un mundo!