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Los originales — matrices de cristal — no podían verse: estaban detrás de placas de acero esmaltadas, de color azul pálido. Así pues, el libro se imprimía, por así decirlo, cada vez que alguien lo necesitaba. Habían dejado de existir los problemas de edición, de tirada o de que un libro se agotase. Era realmente un gran éxito. Pero yo lo sentía por los libros. Cuando me enteré de que había tiendas de libros antiguos de papel, las busqué y encontré una. Tuve una decepción: apenas había literatura científica. Novelas, algunos libros para niños y un par de años de viejas revistas.

Compré (sólo había que pagar por los libros viejos) unos cuentos de cuarenta años atrás para saber a qué llamaban cuento hoy en día, y entonces fui a una tienda de artículos deportivos. Aquí mi decepción no conoció límites. El atletismo ligero consistía únicamente en algunas Disciplinas: carrera pedestre, salto, lanzamiento de disco, natación, pero casi nada de lucha. El boxeo ya n existía, y lo que se llamaba lucha era verdaderamente ridículo: una especie de apiñamiento en lugar de una competición noble. En la sala de proyección de la tienda vi un campeonato y creí que reventaba de cólera. En algunos momentos me eché a reír como un loco. Pregunté por la lucha libre americana, el judo y el jiu-jitsu, y ni siquiera sabían de qué les hablaba. Era comprensible, ya que el fútbol también había muerto como disciplina deportiva porque se producían demasiados choques y lesiones Aún se jugaba a hockey, ¡pero de qué clase! Los jugadores llevaban unas prendas tan hinchadas que parecían balones gigantescos. Los dos equipos que se enfrentaban elásticamente tenían un aspecto bufo; era una farsa más que un juego. Los saltos de trampolín no sobrepasaban los cuatro metros de altura. En seguida pensé en mi — ¡mi! — piscina y compré un trampolín plegable para colocarlo sobre el que encontraría en Klavestra.

Todo este retroceso del deporte era consecuencia de la betrización. No lamentaba la desaparición del toreo, las peleas de gallos y otras luchas sangrientas; nunca había sido aficionado al boxeo profesional. Pero esta tibia decocción de ahora no me atraía en absoluto.

La irrupción de la técnica en el deporte sólo me parecía tolerable en el turismo. Habían adelantado mucho, sobre todo en los deportes subacuáticos. Contemplé diversas especies de aparatos de inmersión, pequeños torpedos electrónicos con los que se podía navegar por el fondo de los lagos, hidroplanos, hidrotes, que se movían sobre un cojín de aire comprimido, microgliders acuáticos, todos ellos provistos de dispositivos especiales para evitar accidentes.

Las carreras, que incluso disfrutaban de una gran popularidad, no eran a mi juicio un deporte:

naturalmente, no participaban caballos ni automóviles sino vehículos dirigidos automáticamente, aunque aún existían las apuestas. Los tradicionales deportes competitivos habían perdido mucha importancia. Me explicaron que los límites de resistencia del cuerpo humano ya habían sido alcanzados y que sólo podían mejorar estos récords hombres anormales, una especie de monstruos de fuerza y velocidad. En honor a la verdad, tuve que darles la razón. Por otra parte, el hecho de que se hubieran popularizado tanto las restantes disciplinas atléticas era muy encomiable. Sin embargo, después de esta inspección de tres horas, salí de la tienda bastante deprimido.

Me hice enviar a Klavestra los artículos elegidos. Tras breve reflexión decidí prescindir del glider; quería comprarme un yate. Pero no había ningún barco de vela auténtico, sólo unos malogrados barcos que garantizaban hasta tal punto el equilibrio que era difícil comprender qué clase de satisfacción podía procurar esta navegación a vela.

Cuando volví al hotel, estaba atardeciendo. Del oeste se aproximaban unas nubes rojizas y esponjosas, el sol ya había desaparecido, la luna estaba en cuarto creciente y en el cenit lucía un segundo satélite, grande y artificial. A gran altura sobre los tejados pululaban los aviones.

El número de transeúntes había disminuido, y aumentado en cambio el tráfico de gliders, y las luces en forma de haz, cuyo significado aún no conocía, alumbraban el arroyo con sus largas franjas. Volví por un camino distinto y descubrí de improviso un espacioso jardín. Al principio se me antojó un parque. ¿El parque de la Terminal? Pero ésta refulgía muy lejos, tras la montaña de cristal de la estación, en la parte norte y más elevada de la ciudad.





La vista era de una belleza extraordinaria, pues mientras todo estaba sumido en la oscuridad, interrumpida únicamente por las luces callejeras, las diversas partes de la Terminal centelleaban como picos nevados bajo el arrebol alpino.

El parque era muy frondoso. Numerosas especies nuevas de árboles, sobre todo palmeras, cactus luminosos y sin pinchos. En un alejado rincón de una de las avenidas principales encontré un castaño que al menos debía de tener doscientos años. Ni tres tipos como yo habrían podido rodear su tronco. Me senté en un pequeño banco y contemplé el cielo durante largo rato. Qué inocuas parecían las estrellas que brillaban y temblaban en las invisibles corrientes de la atmósfera, la cual protegía de ellas a la Tierra. Pensé en ellas como «estrellitas», por primera vez en tantos años. Allí arriba nadie osaría llamarlas así; habríamos considerado un loco a quien lo hiciera. Estrellitas, efectivamente, estrellitas voraces. Sobre los árboles ya oscuros se elevó en la lejanía un fuego de artificio, y súbitamente vi a Arturo con estremecedora realidad. Las montañas de fuego sobre las que yo había volado, mientras los dientes me castañeteaban de frío, y la escarcha del refrigerador se fundía y goteaba, totalmente roja por la herrumbre, sobre mi mono. Tomé pequeñas muestras con un aspirador corona y escuché el pitido de los compresores por si sus revoluciones disminuían. Una avería de sólo un segundo, un atasco, lo convertiría todo, coraza, aparatos y a mí mismo, en una invisible nube de vapor. Una gota de agua que cae sobre una placa ardiente no desaparece tan de prisa como un hombre en semejantes circunstancias.

Al castaño ya casi no le quedaban flores. No me gustaba el perfume de sus capullos, pero ahora me recordaba cosas pertenecientes a un pasado lejano. Sobre los setos continuaba brillando el resplandor de fuegos artificiales, se oían ruidos, el sonido de diversas orquestas, y cada minuto el viento traía el grito coral de los participantes en algún espectáculo, tal vez los pasajeros de un tren de montaña. Pero mi rincón estaba casi vacío.

De improviso salió de una avenida transversal una silueta alta, vestida de oscuro. El verde ya se había convertido en gris y no vi el rostro del hombre hasta que, caminando a paso muy lento, levantando apenas los pies del suelo, se acercó y se detuvo a pocos pasos de mí. Tenía las manos ocultas en unas cavidades en forma de embudo practicadas en dos delgados bastones, que terminaban en pequeñas peras negras. Se apoyaba en ellos no como un paralítico, sino como un hombre totalmente agotado. No me veía a mí ni ninguna otra cosa; la risa, los gritos corales, la música y el fuego de artificio parecían no existir para él. Permaneció así alrededor de un minuto, respirando con esfuerzo, y su rostro me pareció tan viejo a la luz intermitente del fuego de artificio, que los años le robaban toda expresión, además de que sólo era piel y huesos. Cuando quiso caminar de nuevo y echó hacia delante sus singulares muletas o prótesis, una de ellas le resbaló; yo salté del banco para sostenerle, pero él ya había recobrado el equilibrio. Era una cabeza más bajo que yo, pero alto para un hombre moderno; me dirigió una mirada luminosa.

— Discúlpeme — murmuré. Iba a irme, pero me quedé; en sus ojos había algo parecido a una orden.

— Le he visto en alguna parte, pero ¿dónde? — me dijo con una voz inesperadamente fuerte.

— Lo dudo — contesté, moviendo la cabeza — Acabo de llegar de un… viaje muy largo.