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– Lo siento.

– Vale. ¿Qué otras novedades hay? No te he visto en el edificio. ¿Me estás preparando algo?

Era la pregunta que Bosch había estado esperando de manera que pudiera cambiar la conversación disimuladamente hacia Arno Conklin.

– Ah, no mucho. Está tranquilo. Pero, eh, deja que te pregunte algo, ¿conoces a Arno Conklin?

– ¿Arno Conklin? Claro que lo conocía. Él me contrató. ¿Por qué me preguntas por él?

– Por nada. Estaba revisando unos viejos archivos, haciendo sitio en los armarios, y me he encontrado con unos periódicos viejos. Estaban en el fondo. Había varios artículos sobre él y he pensado en ti, creo que eran de cuando tú empezaste.

– Sí, Arno trataba de ser un buen hombre. Un poco alto y poderoso para mi gusto, pero creo que en general era un hombre decente. Especialmente si consideramos que era al mismo tiempo político y abogado.

Goff se rió de su propia broma, pero Bosch se quedó en silencio. Goff había usado el pasado. Bosch sintió una presencia pesada en el pecho y sólo entonces se dio cuenta de lo fuerte que era su deseo de venganza.

– ¿Está muerto? -Cerró los ojos. Deseó que Goff no detectara la urgencia que se había deslizado en su tono de voz.

– Oh, no, no está muerto. O sea, me refiero a cuando lo conocí. Entonces era un buen hombre.

– ¿Sigue practicando el derecho?

– No. Es mayor. Está retirado. Una vez al año lo llevan en la silla de ruedas al banquete anual de los fiscales. Él entrega personalmente el premio Arno Conklin.

– ¿Qué es eso?

– Un trozo de madera con una placa de cobre que se entrega al fiscal administrativo del año, aunque no te lo creas. Es el legado del tipo, un premio anual al entre comillas fiscal que no pone el pie en el tribunal en todo el año. Suele caerle a uno de los jefes de división. No sé cómo deciden a cuál. Probablemente al que se aleja más de la fiscalía en ese año.

Bosch rió. El chiste no era tan bueno, pero estaba sintiendo el alivio de saber que Conklin seguía vivo.

– No tiene gracia, Bosch. Es muy triste. Fiscal administrativo, ¿quién ha oído semejante cosa? Es un oxímoron. Como Andrew y sus guiones. Trata con esa gente de los estudios llamados, apunta esto, creadores ejecutivos. Aquí tienes la contradicción clásica. Bueno, te lo has buscado, Bosch, me has dado cuerda otra vez.

Bosch sabía que Andrew era el compañero sentimental de Goff, pero nunca lo había visto.

– Lo siento, Roger. ¿A qué te refieres con que lo sacan?

– ¿A Arno? Bueno, quiero decir que lo sacan. Va en silla de ruedas. Te lo he dicho, es un hombre mayor. Lo último que supe era que estaba en una residencia de cuidados completos. Una de las de lujo, en Park La Brea. Siempre digo que algún día he de ir a verle y darle las gracias por haberme contratado entonces. Quién sabe, a lo mejor podría apuntarme un puntito para ese premio.

– Muy gracioso. ¿Sabes?, he oído que Gordon Mittel era su testaferro.

– Ah, sí, era el perro guardián. Llevaba sus campañas. Así es como empezó Mittel. Bueno, ése era peligroso. Estoy contento de que abandonara el derecho penal, sería duro enfrentarse con ese hijo de puta en el tribunal.

– Sí, eso he oído -dijo Bosch.

– Lo que hayas oído puedes multiplicado por dos.

– ¿Lo conoces?

– Ahora no y entonces tampoco. Sólo sé que tenía que mantenerme alejado. Ya no estaba en la fiscalía cuando yo llegué. Pero siempre había historias. Supuestamente en aquellos primeros tiempos, Arno era el heredero forzoso y todo el mundo lo sabía, había muchas maniobras para acercarse a él. Había un tipo, Sinclair creo que se llamaba, al que asignaron para llevar la campaña de Arno. Entonces, una noche, la mujer de la limpieza encontró unas fotos pomo debajo de su cartapacio. Hubo una investigación interna y se comprobó que las fotos habían sido robadas de los archivos de casos de otro fiscal. Condenaron a Sinclair. Él siempre dijo que había sido una trampa de Mittel.

– ¿Crees que fue él?

– Sí. Era el estilo de Mittel…, pero ¿quién sabe?

Bosch sintió que había dicho y preguntado suficiente para que pasara por una conversación de cotilleo. Si seguía adelante, Goff podía sospechar acerca del motivo de la llamada.

– ¿Entonces qué me dices? -preguntó- ¿Ya no vas a salir o quieres pasarte por el Catalina? He oído que Redman está en la ciudad para tocar Leno. Te apuesto la entrada a que él y Bradford se pasan al final.

– Suena tentador, Harry, pero Andrew está preparando una cena tardía y creo que esta noche vamos a quedarnos en casa. Él cuenta con ello. ¿No te importa?

– No, claro. De todos modos estoy tratando de no empinar el codo demasiado últimamente. Tengo que descansar un poco.

– Vaya, señor, eso es admirable. Creo que merece un trozo de madera con una placa de cobre.

– O un whisky.

Después de colgar, Bosch volvió a sentarse tras el escritorio y tomó notas sobre los puntos más destacados de la conversación con Goff. Después sacó la pila de recortes de Mittel y se la puso delante. Eran artículos más recientes que los de Conklin porque Mittel no se labró un nombre hasta mucho más tarde.

Conklin había sido su primer peldaño en la escalera.

La mayoría de las historias eran simples menciones de Mittel, que había asistido a diversas galas en Beverly Hills o había sido el anfitrión en diversas campañas o cenas benéficas.

Desde el principio era un hombre encargado del dinero, un hombre al que políticos y entidades de beneficencia acudían cuando querían echar las redes en los ricos enclaves del Westside. Trabajaba para los dos bandos, republicanos o demócratas, no le importaba. No obstante, su perfil creció cuando empezó a trabajar para candidatos a una escala mayor. El actual gobernador era cliente suyo, como también lo eran un puñado de congresistas y senadores de otros estados del oeste.

Bosch leyó un perfil escrito varios años antes -y aparentemente sin su cooperación- bajo el titular «El hombre del dinero del presidente». El diario explicaba que Mittel había sido nombrado para recaudar fondos entre los contribuyentes de California para la reelección presidencial y aseguraba que el estado era una de las piedras angulares de la campaña nacional de recogida de fondos.

El artículo también mencionaba la ironía de que Mittel era un ermitaño en el mundo de perfil alto de la política. Era un hombre que trabajaba entre bastidores y rehuía los focos. Tanto era así que repetidamente había rechazado puestos de influencia de aquellos a quienes había ayudado a ser elegidos.

Mittel había preferido quedarse en Los Ángeles, donde era socio fundador de una poderosa firma legal, Mittel, Anderson, Je

Había una foto que acompañaba al perfil. Mostraba a Mittel en la escalera inferior del Air Force One, saludando al entonces presidente en el aeropuerto LAX. Aunque el artículo había sido publicado años antes, Bosch se quedó pasmado por lo joven que se veía a Mittel en la foto. Leyó de nuevo el artículo y comprobó su edad. Haciendo los cálculos se dio cuenta de que Mittel tenía apenas sesenta años.

Bosch apartó los recortes de periódico y se levantó. Durante un buen rato se quedó de pie ante las puertas correderas de cristal que daban a la terraza y miró las luces del desfiladero. Empezó a considerar lo que sabía de las circunstancias de treinta y tres años atrás. Conklin, según Katherine Register, conocía a Marjorie Lowe. Estaba claro por el expediente del caso que había hurgado en la investigación de su muerte por razones desconocidas. Su búsqueda fue aparentemente cubierta por razones asimismo desconocidas. Esto había ocurrido sólo tres meses después de que anunciara su candidatura a fiscal del distrito y menos de un año antes de que una pieza clave en la investigación, Joh