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La última historia en la pila de Conklin, fechada el 1 de febrero de 1962, era el anuncio de que se presentaría al máximo cargo de la fiscalía en una campaña que hacía un renovado hincapié en liberar al condado de los vicios que amenazaban a toda gran sociedad. Bosch se fijó en que parte del majestuoso discurso que pronunció en la escalinata del viejo tribunal del centro de Los Ángeles era una filosofía policial bien conocida, que Conklin, o la persona que le escribía los discursos, se había apropiado.

A veces la gente me dice: «¿Cuál es el problema, Arno? Éstos son delitos sin víctimas. Si un hombre quiere hacer una apuesta o pagar por acostarse con una mujer, ¿qué hay de malo en ello? ¿Dónde está la víctima?» Bueno, amigos, os diré qué hay de malo en ello y quién es la víctima. Nosotros somos las víctimas. Todos nosotros. Cuando permitimos que este tipo de actividades ocurran, cuando nos limitamos a mirar hacia otro lado, nos debilitamos todos y cada uno de nosotros.

Yo lo veo de esta manera. Estos llamados pequeños delitos Son cada uno de ellos como una ventana rota en una casa abandonada. No parece un gran problema, ¿verdad? Error. Si nadie repara esa ventana, pronto llegarán los chicos y creerán que a nadie le importa. Así que tirarán unas cuantas piedras y romperán más ventanas. Después el ladrón conduce por la calle y al ver la casa cree que a nadie le importa. Así que monta la parada y empieza a entrar en casas mientras los propietarios están trabajando.

La siguiente noticia es que otro bellaco viene y roba coches aparcados en la calle. Y etcétera, etcétera. Los residentes empiezan a ver sus barrios con otros ojos. Piensan: «Si a nadie le importa, ¿por qué voy a preocuparme yo?» Esperan un mes más antes de cortar el césped. No les dicen a los chicos que están en las esquinas que dejen de fumar y que vayan a la escuela. Es un deterioro progresivo, amigos. Ocurre a lo largo de este gran país nuestro. Se cuela como las malas hierbas en nuestro jardín. Bueno, cuando yo sea fiscal del distrito arrancaré de raíz esas malas hierbas.

El artículo terminaba explicando que Conklin había elegido a un joven «activista» de su oficina para que rigiera su campaña. Decía que Gordon Mittel iba a renunciar a su puesto en la fiscalía para empezar a trabajar de inmediato. Bosch releyó el artículo y enseguida quedó paralizado por algo que no había registrado en su primera lectura. Estaba en el segundo párrafo.

Para el famoso Conklin será su primer asalto a la fiscalía. El soltero de 35 años, residente en Hancock Park, dijo que había planeado la candidatura durante mucho tiempo y que contaba con el respaldo del fiscal John Charles Stock, quien también se presentó en la conferencia de prensa.

Bosch pasó las páginas de su libreta hasta la lista de nombres que había anotado antes y escribió «Hancock Park» después del nombre de Conklin. No era mucho, pero era una pieza que confirmaba la historia de Katherine Register. Y era bastante para que a Bosch se le disparara la adrenalina. Le hizo sentir que al menos tenía una caña en el agua.

– Puto hipócrita -masculló para sus adentros.

Trazó Un círculo en torno al nombre de Conklin en la libreta. Sin prestar atención, siguió repasando el círculo con el bolígrafo mientras pensaba qué hacer a continuación.

El último destino de Marjorie Lowe había sido una fiesta en Hancock Park. Según Katherine Register, iba más concretamente a ver a Conklin. Después del asesinato, Conklin había llamado a los detectives del caso para establecer una cita, pero faltaba el registro de la entrevista, si es que ésta se había producido. Bosch sabía que sólo era una correlación general de hechos, pero le servía para profundizar y consolidar la sospecha que había sentido la primera noche al mirar en el expediente del caso de asesinato. Algo no encajaba. Y cuanto más pensaba en ello, más creía que Conklin era la pieza que no encajaba.

Buscó en su americana, que tenía colgada del respaldo de la silla, y sacó una pequeña agenda de teléfonos. Se la llevó a la cocina, donde marcó el número particular del ayudante del fiscal del distrito Roger Goff.

Goff era un amigo que compartía la pasión de Bosch por el saxo tenor. Habían pasado muchos días sentados uno al lado del otro en el tribunal y muchas noches sentados en taburetes vecinos en bares de jazz. Goff era un fiscal de la vieja escuela que había pasado casi treinta años en la fiscalía. No tenía aspiraciones políticas ni dentro ni fuera de la oficina del fiscal. Simplemente le gustaba su trabajo. Era un bicho raro, porque nunca se cansaba de él. Miles de fiscales habían entrado, se habían quemado y habían ido a la América corporativa ante los ojos de Goff, pero él permanecía. A la sazón trabajaba en el edificio del tribunal de lo penal, con fiscales y abogados defensores veinte años más jóvenes que él. Pero seguía siendo bueno y, algo más importante, todavía conservaba la pasión en la voz cuando se situaba ante un jurado y descargaba la ira de Dios y de la sociedad contra aquellos que se sentaban en el banquillo de los acusados. Su mezcla de tenacidad e imparcialidad sin ambages lo habían convertido en una leyenda en los círculos legales y policiales de la ciudad. Y era uno de los pocos fiscales por los que Bosch sentía un respeto incondicional.

– Roger, soy Harry Bosch.

– Eh, maldita sea, ¿cómo estás?

– Estoy bien, ¿en qué andabas?

– Viendo la tele, como todo el mundo. ¿Qué estás haciendo tú?

– Nada, sólo estaba pensando. ¿Recuerdas a Gloria Jeffries?

– Glo… Mierda, claro. Veamos. Ella era…, sí, es la que tenía un marido tetrapléjico por un accidente de moto.

Al recordar el caso, sonó como si estuviera leyendo una de sus libretas de notas.

– Se ha cansado de cuidarle. Así que una mañana él está en la cama y ella se sienta en la cara de él hasta que lo asfixia. Iba a pasar como muerte natural, pero un detective suspicaz llamado Harry Bosch no iba a dejar que se saliera con la suya. Encontró un testigo al que Gloria le había explicado todo. La clave, lo que convenció al jurado, fue que ella le dijo al testigo que cuando lo asfixió, fue el primer orgasmo que el pobre diablo fue capaz de darle. ¿Qué te parece mi memoria?

– Impresionante.

– ¿Qué pasa con ella?

– Se está reeducando en Frontera. Se está preparando. Me preguntaba si tendrías tiempo para escribir una carta.

– Mierda, ¿ya? Eso fue hace, ¿tres o cuatro años?

– Casi cinco. He oído que ahora está con la Biblia y que habrá una vista el mes que viene. Escribiré una carta, pero sería bueno que el fiscal escribiera otra.

– Descuida, tengo una carta modelo en mi ordenador. Lo único que hago es cambiar el nombre y el delito y añadir algunos detalles truculentos. La idea básica es que el delito fue demasiado vil para que se considere la condicional en este momento. Es una buena carta. La mandaré mañana. Normalmente funciona de maravilla.

– Bien. Gracias.

– Deberían dejar de darles la Biblia a estas mujeres. Todas se convierten a la religión cuando les llega el turno. ¿Alguna vez has ido a una de esas vistas?

– Un par de veces.

– Sí, si tienes tiempo y no te sientes particularmente propenso al suicidio, quédate medio día allí sentado. Una vez me mandaron a Frontera cuando le tocó el turno a una de las chicas Manson. Con los casos más sonados en lugar de una carta mandamos a alguien en persona. Bueno, fui y me senté a escuchar diez casos mientras esperaba que apareciera mi chica. Y te lo juro, todas citan a los Corintios, citan el Apocalipsis, Mateo, Pablo, Juan tres dieciséis, Juan esto, Juan lo otro. ¡Y funciona! Mierda si funciona. Esos viejos del tribunal se lo tragan. Además, creo que a todos les pone estar allí sentados escuchando a esas mujeres humillándose ante ellos. En fin, me has dado pie, Harry. La culpa es tuya.