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– Creo que probablemente tiene razón.

– Gracias.

– Bueno, ha dicho que iban a vender la casa.

– He dicho que ella iba a venderla.

– Sí. ¿Ya se ha mudado? ¿Tiene un número de teléfono donde pueda encontrarle?

Pierce dudó. Vernon no había estado en la lista A de personas a las que había comunicado su nuevo número y dirección. El respeto iba en dos sentidos. Aunque Pierce veía a Vernon como alguien capacitado, también sabía que lo que le había valido el puesto al hombre era su curriculum en el FBI. De sus veinticinco años en la agencia, Vernon había pasado la mitad en la oficina de campo de Los Ángeles en investigaciones de delitos de cuello blanco y espionaje industrial.

No obstante, Pierce veía a Vernon en gran medida como pura pose. Siempre estaba en activo, corriendo por los pasillos y dando portazos como un hombre en una misión. Pero lo cierto era que no había demasiada misión en proporcionar seguridad a una empresa que empleaba a treinta y tres personas, sólo diez de las cuales podían pasar la trampa y acceder al laboratorio, donde se guardaban todos los secretos.

– Tengo un número nuevo, pero no lo recuerdo -dijo Pierce-. Se lo daré en cuanto pueda.

– ¿Y la dirección?

– Está encima del Sands, en la playa. Apartamento doce cero uno.

Vernon sacó una libretita y anotó la información. Parecía salido de una peli antigua, con sus manazas tapando toda la libreta mientras escribía. «¿Por qué llevan siempre libretitas tan pequeñas?» era una pregunta que había hecho Cody Zeller después de que vieran juntos una de polis.

– Ahora voy a volver al trabajo, Clyde. Al fin y al cabo, todos esos inversores confían en nosotros, ¿no?

Vernon levantó la mirada de la libreta, con una ceja arqueada como si tratara de calibrar si Pierce estaba siendo sarcástico.

– Sí -dijo-. Dejaré que vuelva al trabajo.

Pero en cuanto el jefe de seguridad hubo traspasado la trampa, Pierce volvió a darse cuenta de que no podía volver al trabajo. Se sentía apático. Por primera vez en tres años no tenía cargas fuera del laboratorio que le impidieran trabajar. Pero por primera vez en tres años no quería hacerlo.

Apagó el ordenador y salió. Siguió la estela de Vernon a través de la trampa.

4

Cuando volvió a su despacho, Pierce encendió las luces con la mano. El interruptor por reconocimiento de voz era una chorrada y lo sabía. Lo habían instalado con el único fin de impresionar a los potenciales inversores a los que Charlie Condon les mostraba la compañía cada pocas semanas. Era un artificio. Como el sinfín de cámaras, como Vernon. Pero Charlie aseguraba que todo eso era necesario, que simbolizaba la naturaleza vanguardista de su investigación. Decía que ayudaba a que los inversores visualizaran los proyectos y la importancia de la compañía. Les hacía sentirse bien antes de extender un cheque.

De todos modos, para Pierce el resultado era que a veces las oficinas le parecían desalmadas en la misma medida que de alta tecnología. Había empezado con la empresa en un almacén de renta baja de Westchester, donde tenía que tomar las lecturas de los experimentos entre despegues y aterrizajes del aeropuerto LAX. Sin empleados. Ahora tenía tantos que necesitaba un jefe de personal. Antes conducía un Volkswagen escarabajo de los antiguos, con el guardabarros abollado. Y ahora conducía un BMW. Sin duda alguna, él y Amedeo habían recorrido un largo camino. Pero cada vez con más frecuencia se dejaba llevar por recuerdos de aquel almacén laboratorio supeditado a los vuelos de la pista 17. Su amigo Cody Zeller, que siempre buscaba una referencia cinematográfica, le había dicho en una ocasión que «pista 17» sería su «Rosebud», las últimas palabras susurradas por sus labios agonizantes. Al margen de otras similitudes con Ciudadano Kane, Pierce no descartaba que Zeller tuviera razón en eso.

Se sentó ante su escritorio y pensó en llamar a Zeller y decirle que había cambiado de idea respecto a lo de salir. También consideró la posibilidad de telefonear a la casa para ver si Nicole quería hablar. Claro que sabía que no podía hacerlo. Ese paso le correspondía darlo a ella y Pierce tenía que esperar, tenía que esperar algo que tal vez nunca sucedería.

Sacó la libreta de su mochila y llamó al número para acceder al buzón de voz desde una localización remota. Marcó la contraseña y averiguó que tenía un mensaje nuevo. Lo reprodujo y escuchó la voz nerviosa de un hombre a quien no conocía.

Ah, sí, hola, me llamo Frank. Estoy en el Península. Habitación seiscientos doce. Así que llámame cuando puedas. He sacado tu número del sitio Web y quería saber si estás disponible esta noche. Ya sé que es tarde, pero pensé que podía probarlo. Bueno, soy Frank Behmer, habitación seiscientos doce del Península. Espero tener noticias tuyas pronto.

Pierce borró el mensaje, pero una vez más sintió la extraña magia de hallarse secretamente en el mundo oculto de otra persona. Se lo pensó un momento y luego llamó a Información para solicitar el teléfono del Península de Beverly Hills. Frank Behmer estaba tan nervioso al dejar el mensaje, que no había facilitado el número del hotel.

Pierce llamó al hotel y preguntó por Behmer, en la habitación 612. Contestaron al cabo de cinco timbrazos.

– ¿Hola?

– ¿Señor Behmer?

– ¿Sí?

– Hola, ¿ha llamado por Lilly?

Behmer dudó antes de contestar.

– ¿Quién es?

Pierce no dudó porque había previsto la pregunta.

– Me llamo Hank. Llevo las llamadas de Lilly. Está bastante ocupada ahora, pero estoy tratando de localizarla.

– Sí, he probado en su móvil, pero no contesta.

– ¿El móvil?

– El que sale en la Web.

– Ah, entiendo. Verá, es que aparece en varios sitios. ¿Le importa que le pregunte de cuál sacó usted el número? Tratamos de averiguar cuál es más eficaz, no sé si me explico.

– Lo vi en el sitio de L. A. Darlings.

– Ah, L. A. Darlings. Sí. Es una de nuestras mejores webs.

– Es ella de verdad la que sale allí, ¿no? En la foto.

– Ah, sí, señor, es ella de verdad.

– Preciosa.

– Sí. De acuerdo, bueno, como le he dicho le pediré que le llame en cuanto la localice. No debería tardar mucho. Pero si no tiene noticias mías o de Lilly en una hora, tendrá que ser en otra ocasión.

– ¿En serio? -La desilusión se percibía en la voz del hombre.

– Está muy ocupada, señor Behmer. Pero haré todo lo posible. Buenas noches.

– Bueno, dígale que sólo estoy en la ciudad por negocios durante unos días y que la trataría muy bien, no sé si me explico.

Esta vez había una leve nota de súplica en la voz del hombre que hizo que Pierce se sintiera culpable por el subterfugio.

Sintió que de repente sabía demasiado de Behmer y de su vida.

– Sé a qué se refiere -dijo-. Adiós.

– Adiós.

Pierce colgó. Trató de dejar de lado sus recelos. No sabía qué estaba haciendo ni por qué, pero algo lo arrastraba por un camino. Reinició el ordenador y conectó la línea telefónica. Se conectó a Internet y probó con diversas configuraciones hasta que tecleó www.la-darlings.com y accedió al sitio.

La primera página era de texto, un formulario de advertencia-exención en el que se explicaba que el sitio Web contenía material explícito sólo para adultos. Al hacer clic en el botón de entrada, el visitante declaraba que tenía más de dieciocho años y que no se sentía ofendido por la desnudez o el contenido adulto. Sin leer la letra pequeña, Pierce hizo clic en Entrar y la pantalla mostró la página principal del sitio Web. En el margen izquierdo aparecía la foto de una mujer desnuda que se tapaba con una toalla y tenía un dedo delante de los labios en una pose de «no se lo digas a nadie». El título de la página era de color magenta, en letra grande.