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Cato echaba el escudo hacia adelante, daba un paso hacia él y apuñalaba con su espada a un ritmo constante mientras avanzaba con el resto de la centuria. Algunos soldados tenían unas enormes ansias de sangre y se adelantaron a la línea, propinando mandobles y estocadas al enemigo y exponiéndose al peligro por los cuatro costados. Muchos de ellos pagaron el precio de esa pérdida del dominio de sí mismos y sus compañeros tuvieron que pasar por encima de sus cuerpos recién alanceados. Cato era consciente del peligro que existía debajo de sus pies y medía sus pasos cuidadosamente mientras avanzaba con miedo a tropezar y no poder levantarse de nuevo.

– ¡Están rompiendo filas! -gritó Macro por encima del estruendo del choque de las armas y los gruñidos y gritos de los combatientes-. ¡Las líneas enemigas se están rompiendo!

Desde la derecha, por encima de la hirviente concentración de cuerpos y armas, Cato vio que se acercaban más estandartes romanos en la dirección del campamento.

– ¡Es la guardia del campamento! -gritó. La aniquilación de los lanceros enemigos se decidió cuando el resto de cohortes de la legión y una pequeña parte de las cohortes auxiliares cargaron contra su retaguardia. Encerrados por tres lados por una impenetrable pared de escudos romanos, murieron allí mismo. Los supervivientes soltaron las armas y se precipitaron hacia el pantano en un desesperado intento de encontrar la salvación en esa dirección. Al principio, los britanos atrapados en aquel torno blindado de legionarios romanos trataron de resistir incluso cuando se vieron obligados a ceder terreno. De pronto, se desintegraron como fuerza combatiente y se convirtieron en un torrente de individuos que corrían para salvar sus vidas perseguidos por un enemigo implacable.

Con gritos de regocijo, los soldados de la sexta centuria arremetieron contra ellos a lo largo de una corta distancia, pero sus pesadas armas y corazas les forzaron a abandonar la persecución. Clavaron sus escudos en el suelo y se apoyaron en ellos jadeando, y sólo entonces fueron conscientes muchos de ellos de las heridas que habían sufrido en medio del furor de la batalla. Cato estuvo tentado de dejarse caer al suelo y dar un descanso a sus miembros doloridos, pero la necesidad de dar ejemplo al resto de soldados hizo que se quedara de pie, erguido y listo para responder a nuevas órdenes. Macro se abrió paso a empujones hacia él a través de los cansados legionarios.

– Un trabajo duro ¿eh, optio? -Sí, señor. -¿Viste cómo corrían al final? -Macro se rió-. ¡Desbocados como un puñado de vírgenes en las Lupercales! No creo que volvamos a ver a Carataco antes de tomar Camuloduno.

Un sonido penetrante, distinto a todo lo que Cato había oído en su vida, cruzó el campo de batalla y todas las cabezas se volvieron hacia el pantano. Se volvió a repetir, un estridente y agudo bramido de terror y dolor.

– ¿Que carajo es ese escándalo? -Macro miró con los ojos muy abiertos.

Por encima de las cabezas de los demás legionarios, Cato vio la loma baja en la que había tomado posiciones la batería derecha de ballestas. Al igual que sus camaradas del lado izquierdo, habían sido arrollados rápidamente por los carros de guerra britanos. Los bárbaros todavía estaban allí y habían dado la vuelta a unas cuantas de esas armas colocándolas de cara al pantano. Y allí, en el pantano, estaban los elefantes, atrapados en el barro lodoso hasta el vientre mientras sus conductores los instaban a avanzar frenéticamente y los britanos los utilizaban para realizar prácticas de tiro. En el mismo momento que Cato miraba, una flecha describió una baja trayectoria arqueada y se clavó en el costado de uno de los elefantes.

Ya había sido alcanzado en las ancas y una mancha de sangre le bajaba por las piernas traseras de allí donde la lanza sobresalía de su piel arrugada. Cuando le alcanzó la segunda-saeta, el elefante levantó la trompa en el aire, barritando y chillando de dolor. La fuerza de la flecha le atravesó la gruesa piel y su punta quedó profundamente clavada en las tripas del animal. Con el siguiente chillido de agonía surgió del extremo de su trompa una densa lluvia carmesí que quedó suspendida en el aire como una niebla roja antes de dispersarse. A la vez que se revolvía como un loco en el barro, el animal cayó de lado arrastrando con él a su conductor. Más flechas alcanzaron a los demás animales encallados en el pantano y, uno a uno, los aurigas britanos eliminaron a las bestias restantes antes de que la infantería romana más próxima llegara a la loma. Los britanos saltaron a los carros de guerra que les aguardaban y, con un fuerte coro de gritos y chasquidos de riendas, los carros subieron en diagonal por la ladera con gran estruendo, dejaron atrás el campamento romano y escaparon rodeando la linde del bosque.

– ¡Esos cabrones! -Cato oyó que decía entre dientes un legionario.



Una consternada calma se cernió sobre el valle, y se hizo más insoportable por los terribles gritos de las bestias que agonizaban. Cato vio a unos lanceros britanos que bordeaban el pantano aprovechando al máximo la pausa que se había producido para escapar. Cato quiso señalarlos y gritar la orden de perseguir al enemigo, pero los bramidos de los elefantes moribundos dejaron aturdidos a los romanos.

– ¡Ojalá alguien hiciera callar a esos malditos animales! -dijo Macro en voz baja.

Cato sacudió la cabeza, estupefacto. Todo el valle estaba cubierto de soldados caídos y desangrados, entre ellos cientos de romanos, y aun así aquellos endurecidos veteranos que había en torno a él estaban perversamente fascinados por la suerte que habían corrido unos pocos animales. Dio un puñetazo en el borde de su escudo con amarga frustración.

Mientras los lanceros britanos huían, sus compañeros en lo alto de las colinas comprendieron que la trampa había fallado. La incertidumbre y el miedo recorrieron sus filas y empezaron a ceder terreno a las legiones, lentamente al principio y luego a un ritmo más constante, hasta que desaparecieron en grandes cantidades. Sólo el grupo de guerreros de élite de Carataco permaneció firme hasta que el ejército se hubo retirado sin problemas.

Desde la cresta de la colina, el emperador se dio una palmada en el muslo con alegría al ver que el enemigo se batía en completa retirada.

– Ja! ¡Mirad como co-corre con el rabo entre las piernas! El general Plautio tosió. -¿Doy la orden para que empiece la persecución, César? -¿Pe-persecución? -Claudio arqueó las cejas-. ¡Ni hablar! Me gustaría mu-mucho, compañeros del ejército, que dejarais a unos cua-cuantos de esos salvajes con vida para que yo los gobierne.

– ¡Pero, César! -¡Pero, pero, pero! ¡Ya es suficiente, general! Yo doy las órdenes. ¡Faltaría más! Mi pri-primera campaña en el mando y consigo una victoria rotunda. ¿No es prueba suficiente de mi ge-ge-genialidad militar? ¿Y bien?

Plautio imploró a Narciso con la mirada, pero el primer secretario se encogió de hombros y sacudió ligeramente la cabeza. El general frunció los labios e hizo un gesto hacia los britanos que se retiraban.

– Sí, César. Es prueba suficiente.