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CAPÍTULO XLIX

Dos días después, el ejército romano llegó ante las fortificaciones de Camuloduno. Cuando la noticia de la derrota de Carataco llegó a oídos de los ancianos de la ciudad de los trinovantes, éstos, sabiamente, se negaron a admitir en su capital a los desaliñados restos del ejército de su cacique y observaron con alivio cómo las hoscas columnas desaparecían hacia el norte a través de las ricas tierras de labranza. La mayor parte de los guerreros trinovantes que habían servido con Carataco se mantuvieron leales a él y, no sin tristeza, volvieron la espalda a sus parientes y se marcharon. Unas horas más tarde, una avanzada de exploradores de la caballería romana se acercó con cautela y estuvieron a punto de darse la vuelta y salir huyendo cuando las puertas de la ciudad se abrieron bruscamente y una delegación salió a toda prisa para darles la bienvenida. Los trinovantes fueron efusivos tanto en su recibimiento de los romanos como en su repulsa de aquellos miembros de su tribu que se habían unido a Carataco en su vano intento de resistirse al poder del emperador Claudio.

Los exploradores transmitieron los saludos al ejército que marchaba por detrás a varios kilómetros de distancia y, a última hora de la tarde, las exhaustas legiones romanas levantaron el campamento en las cercanías de la capital de los trinovantes. La cautela profesional del general Plautio le llevó a ordenar hacer la profunda zanja y el alto terraplén de un campamento situado frente al enemigo antes de que al ejército se le permitiera descansar.

A primera hora del día siguiente, al emperador y a su Estado Mayor los acompañaron en una visita informal de la capital tribal, -una dura tarea según los criterios imperiales-, que en su mayor parte estaba formada por edificios de adobe y canas con armazón de madera y un puñado de estructuras de piedra más imponentes en el centro. La capital daba a un profundo río junto al cual se extendía un sólido muelle y unas largas cabañas utilizadas como almacén donde los mercaderes galos ejercían su oficio, transportando vinos y cerámica de calidad del continente y cargando sus barcos para el viaje de vuelta con pieles, oro, plata y exóticas joyas bárbaras para los voraces consumidores del Imperio.

– Un excelente lugar para fundar nuestra primera colonia, César -anunció Narciso-. Fuertes lazos comerciales con el mundo civilizado y una ubicación ideal para la explotación de los mercados interiores.

– Bueno, sí. Bien -dijo el emperador entre dientes, aunque en realidad no estaba escuchando a su primer secretario-. Pero más bien creo que un bo-bo-bonito templo en mi honor tendría que ser una de las principales pri-pri-prioridades. ~¿Un templo, César?

– Nada demasiado recargado, sólo lo suficiente para inspsp-spirar un poco de respeto.

– Como desee, César. -Narciso hizo una reverencia y, con soltura, desvió la conversación hacia otros planes más pertinentes para el desarrollo de la colonia. Al escucharlos, Vespasiano no pudo evitar maravillarse ante la facilidad con la que se decidía erigir un monumento así. Un simple antojo del emperador y se llevaría a cabo, sin más. Un enorme santuario con columnatas dedicado a un hombre que gobernaba desde una lejana gran ciudad se alzaría por encima de las precarias casuchas de aquella población bárbara con tanta certeza como si lo hubiese ordenado Júpiter. Y sin embargo, ese emperador, que aspiraba a ser un dios, era igual de vulnerable a la estocada de un cuchillo asesino que cualquier otro mortal. La amenaza contra Claudio le seguía rondando por la cabeza a Vespasiano, al igual que el temor de que Flavia pudiera estar involucrada en el complot.

– ¿Cómo van los planes para la ce-ceremonia de mañana? -preguntaba Claudio.

– Muy bien, César -respondió Narciso-. Una procesión solemne hacia la capital al mediodía, la dedicación de un altar a la paz y luego, por la noche, un banquete en el centro de Camuloduno. Me han llegado noticias de nuestros nuevos aliados.

Parece ser que se han enterado de la derrota de Carataco y están deseosos de ofrecernos su lealtad en cuanto tengan ocasión. Sería un buen eje central para el banquete. Ya sabe, ese tipo de cosas: los salvajes conducidos ante la presencia del poderoso emperador, ante cuya majestad imperial caen sobre sus rodillas y juran obediencia eterna. Sería genial y contribuiría a una mayor lectura de la gaceta de Roma. A la plebe le encantará.

– Bien. Entonces encárgate de los preparativos necesarios, por favor. -Claudio se detuvo de pronto y sus oficiales tuvieron que pararse bruscamente para no chocar con él-.

¿Has oído la última frase? ¡No he tartamudeado ni una vez!



¡Por todos los dioses!

De repente Vespasiano se sintió agotado de la presencia del emperador. La natural e infinita arrogancia de los miembros de la familia imperial era fruto del rastrero homenaje que le tributaban todos los de su entorno. Vespasiano estaba orgulloso de los genuinos logros de su familia. Desde su abuelo, que había servido como centurión en el ejército de Pompeyo, hasta su padre, que ganó una fortuna suficiente para ascender a la clase ecuestre, y luego su propia generación, en la que tanto él mismo como Sabino podían aspirar a unas brillantes carreras senatoriales. Nada de eso había sido una mera casualidad de nacimiento. Todo era resultado de una gran cantidad de esfuerzo y probadas aptitudes. Al pasar la mirada de Claudio a Narciso y viceversa, Vespasiano experimentó la primera punzada de deseo de ser tan venerado como le correspondía. En un mundo más justo sería él y no Claudio quien tuviera el destino de Roma en sus manos.

Más mortificante todavía era el recibimiento que le había hecho Claudio después de la derrota aplastante del ejército de Carataco. Cuando Vespasiano subió al galope para cerciorarse de que su emperador había salido ileso de la batalla, se sorprendió al ver los aires de petulante satisfacción de Claudio.

– ¡Ah! Ahí está, legado. Debo darle las gracias por el papel que usted y sus hombres han desarrollado en mi trampa.

– ¿Trampa? ¿Qué trampa, César? -Pues atraer al enemigo hasta una po-posición en la que re-re-revelara todas sus fuerzas y llevarlas así a su destrucción.

Tuviste el ingenio necesario para llevar a cabo la importante fu-función que te había asignado.

Vespasiano se quedó boquiabierto al oír aquella asombrosa versión de los acontecimientos matutinos. Entonces apretó la mandíbula con fuerza para contenerse y no hacer ningún comentario que supusiera una amenaza para su carrera, por no hablar de su vida. Inclinó la cabeza gentilmente y masculló su agradecimiento, y trató de no pensar en los cientos de rígidos cadáveres romanos que se hallaban desparramados por el campo de batalla como silencioso tributo a la genialidad táctica del emperador.

Vespasiano se preguntó si, después de todo, sería tan terrible que Claudio cayera bajo el cuchillo de un asesino.

La visita a la capital de los trinovantes terminó y el emperador y sus oficiales regresaron al campamento para encontrarse con que habían llegado los representantes de doce tribus que estaban esperando en el cuartel general para tener una audiencia con Claudio. _¿Una audiencia con el César? -dijo Narciso con desdén-. Creo que no. Al menos hoy. Pueden presentarse ante él mañana, en el banquete.

– ¿Es eso prudente, César? -preguntó Plautio con calma-. Los vamos a necesitar cuando reanudemos la campaña. Sería mejor tratarlos como aliados bienvenidos más que como suplicantes despreciados.

– Que es lo que son, -interrumpió Narciso. Claudio volvió el rostro hacia el cielo como si buscara consejo divino y se acarició suavemente el mentón. Al cabo de un momento movió la cabeza afirmativamente y se dirigió a los hombres de su Estado Mayor con una sonrisa:

– Los miembros de las tribus pueden esperar. Ha sido un día muy largo y estoy ca-cansado. Decidles… decidles que César les da una calurosa bienvenida pero que las ex-ex-exigencias de su cargo le impiden recibirlos en p-p-persona. ¿Qué tal?