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Siguieron adelante y dejaron atrás aquella carnicería. Mientras avanzaban, Cato vio que al menos una parte del enemigo reaccionaba a la aproximación de las cohortes. Los piqueros más cercanos se habían dado la vuelta para hacer frente a la amenaza y lanzaban gritos de advertencia a sus compañeros. Un número cada vez mayor de ellos se volvió para atacar a la segunda legión y lanzaron sus gritos de guerra al tiempo que apuntaban con sus picas.

– ¡Alto! -bramó Vespasiano.

Las cohortes se detuvieron un paso más adelante con las manos apretadas alrededor de las jabalinas en previsión de la siguiente orden.

– Jabalinas en ristre!

Los legionarios de la primera fila de las centurias levantaron el asta de sus jabalinas y echaron hacia atrás el brazo con el que la lanzarían. La carga de los britanos flaqueó. Sin escudos que los protegieran, los piqueros sabían muy bien lo vulnerables que eran a una descarga de jabalinas. ~¡Lanzad!

Los brazos de los legionarios se movieron rápidamente hacia adelante y soltaron un irregular cordón de líneas oscuras que se alzó en el aire describiendo una parábola hacia los britanos. Cuando alcanzaron el punto más alto en su trayectoria, las jabalinas parecieron quedar suspendidas en el aire un instante y los gritos de guerra de los britanos se apagaron súbitamente en sus gargantas mientras se preparaban para el impacto. Las puntas de las jabalinas descendieron y la descarga cayó en picado sobre las tropas britanas y se clavó y atravesó los cuerpos sin proteger de los piqueros. El ataque enemigo se vino abajo enseguida y los britanos que sobrevivieron a la primera descarga miraron atemorizados a las cohortes mientras Vespasiano ordenaba a la segunda línea que se preparara. Pero no hizo falta otra lluvia de jabalinas. Casi como un solo hombre, los britanos retrocedieron, sin ningún deseo de hacer frente a otra descarga y unirse a sus compañeros abatidos que yacían muertos o heridos entre el irregular cerco de astas de jabalina cuyas puntas se habían enterrado en la carne desnuda y el suelo.

– ¡Adelante! -gritó Vespasiano, y las cohortes avanzaron una vez más al tiempo que recuperaban las jabalinas no dañadas y remataban al enemigo herido mientras atravesaban la destrucción que habían causado. En aquellos momentos el flanco izquierdo de la legión se hallaba cerca del límite del bosque y Vespasiano ordenó que el avance volviera a alinearse. La legión se detuvo y fue girando a un ritmo constante hasta que estuvieron frente al flanco izquierdo de los piqueros Britanos, cortándoles el paso hacia el bosque en una hábil inversión de posiciones. Ahora iban a ser los britanos los que serían obligados a retroceder hacia el pantano, siempre que las seis cohortes pudieran mantener el impulso de su contra ataque.

A menos que Sabino se lanzara pronto con todo el peso de las unidades que hubiera podido conseguir, el resultado de batalla seguía siendo muy dudoso. Vespasiano dedicó una rápida mirada hacia atrás, por la pendiente hacia el campamento romano, pero todavía no había indicios de ayuda proveniente de esa dirección. Ordenó avanzar a su legión y, cuando iniciaron la marcha hacia la agitación de la refriega que se extendía por el valle, Vespasiano empezó a golpear el borde de su escudo con la espada. A su alrededor, los soldados siguieron el ritmo y rápidamente se propagó por las otras cohortes mientras la doble línea se cerraba sobre los piqueros.



Pasaron entonces por encima de los cuerpos de sus compañeros de las otras legiones y una firme determinación de obtener una total y sangrienta venganza les llenó los corazones mientras alzaban sus escudos y se preparaban para entablar combate con los britanos. Los triunfantes bramidos de guerra de los piqueros se apagaron cuando la segunda legión se precipitó hacia ellos y, más allá de los britanos, los apretados grupos de los otros legionarios volvieron a formar con un grito de esperanza.

Vespasiano dio el alto a sus hombres una última vez para lanzar las jabalinas que quedaban y entonces la segunda arremetió contra el objetivo con un grito salvaje de exultación enloquecida en los labios de todos los soldados.

Rodeado por todas partes de legionarios con los ojos desorbitados, Cato se dejó llevar por el momento y liberó la tensión y agresividad que se habían ido acumulando en su interior durante el avance. Dejó escapar un grito sin sentido cuando se vio envuelto en la carrera de soldados que se precipitaban hacia el enemigo que aguardaba. Con un estrépito de lanzas y escudos la segunda legión se lanzó contra la rota línea de britanos y el impulso de la carga los hizo atravesar el descompuesto tumulto de piqueros que tan sólo unos momentos antes estaban gritando triunfalmente mientras se apiñaban alrededor de la desorganizada agitación de las legiones atrapadas.

Cato bajó la cabeza y se abrió paso a empujones hacia el denso agolpamiento de soldados que se propinaban machetazos y estocadas unos a otros. Era consciente de la presencia de Macro que, justo a su derecha, daba gritos de ánimo al resto de su centuria y agitaba su espada corta en el aire para que los soldados se agruparan a su alrededor. Cato se encontró enfrentado a un britano que gruñía mientras sujetaba la pica con las dos manos y la blandía contra él moviéndola de un lado a otro y hacia abajo, en dirección a su estómago. Cato le dio un golpe a la punta de la lanza que la desvió a la derecha y entonces arremetió por el interior contra el punto de agarre del britano. El hombre no tuvo más que un instante para sorprenderse antes de que la espada de Cato se ensartara en la parte superior de su pecho. Cayó hacia atrás y derramó unos enormes goterones de sangre cuando Cato sacó la espada de su cuerpo, lo tiró al suelo y se volvió en busca de otro enemigo.

– ¡Cato, a tu izquierda! -gritó Macro. El optio agachó la cabeza de manera instintiva y la ancha hoja de una lanza chocó ligeramente con la parte de arriba de su casco. El golpe lo cegó momentáneamente y lo vio todo blanco. Se le aclaró la vista al instante pero todo le daba vueltas y chocó contra el suelo cuando el piquero se lanzó contra su costado y ambos cayeron sobre la hierba empapada de sangre. Cato notó la intensa respiración del britano, percibió el hedor de su cuerpo y en el hombro de aquel hombre vio un tatuaje de un intenso color azul que por un momento se retorció ante sus Ojos. Entonces el hombre lanzó un gruñido, se le cortó la respiración y cayó de lado al tiempo que Macro le extraía su espada y se acercaba a Cato.

– ¡Levántate, muchacho! El centurión protegió sus cuerpos con el escudo, atento a cualquier ataque, mientras Cato se ponía en pie con dificultad y sacudía la cabeza para tratar de que se le fuera el mareo.

– ¿Cómo te encuentras? -Bien, señor. -Bien. Vamos. El ímpetu de la carga había seguido su curso y en aquel momento los soldados de la sexta centuria cerraban filas y avanzaban tras una pared de escudos, eliminando a cualquier enemigo que se cruzara en el camino de su continuo avance. Las filas enemigas estaban apelotonadas, tanto que ya no podían hacer un uso efectivo de sus lanzas y poco a poco las iban haciendo pedazos. Desde más arriba de la loma, las legiones que habían estado a punto de ser derrotadas se volvieron entonces hacia su enemigo e impusieron su venganza de forma salvaje. Los gritos de triunfo de los guerreros britanos se extinguieron y fueron sustituidos por otros de miedo y pánico mientras intentaban escapar de las siniestras hojas de las espadas cortas de los legionarios. En el apretado agolpamiento de cuerpos, la espada corta era la más mortífera de las armas y los britanos cayeron en gran número. Aquellos a los que herían y que caían sobre la hierba manchada de sangre eran pisoteados y sus cuerpos aplastados por los hombres que luchaban sobre ellos y luego por más cuerpos todavía, por lo que algunos de ellos murieron asfixiados de una manera horrible.