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– ¿Es nuestra o de ellos? Me imagino que debe de ser nuestra.

En efecto, al frente de la columna se divisaba un banderín de la caballería romana. El despliegue de fuerzas de Plautio río arriba en busca de un vado no había sido en vano. Algunas cohortes bátavas habían llegado al flanco britano a tiempo para salvar a la vanguardia de la segunda legión. Pero a los recién llegados no se les recibió con gritos de triunfo. Los hombres simplemente se sentían aliviados de haber sobrevivido y estaban demasiado cansados para poder hacer otra cosa que no fuera dejarse caer en la orilla del río y descansar sus miembros exhaustos. Pero Cato se dio cuenta de que aún no podía hacer eso. Su sentido del deber no se lo permitía. Primero tenía que pasar lista a su centuria, comprobar si se encontraban en condiciones de continuar luchando y entonces presentar su informe al legado. Sabía que eso era lo que tenía que hacer pero, ahora que el peligro inmediato había pasado, su mente se había quedado atontada a causa de la fatiga. Lo que más ansiaba era tomarse un descanso. Incluso parecía que sólo el hecho de pensarlo aumentaba infinitamente su necesidad física de dormir. Los párpados se le cerraron lentamente antes de que se diera cuenta, empezó a inclinarse hacia delante y se hubiera caído al suelo de no haber sido por un par de brazos que lo agarraron de los hombros y lo sujetaron, devolviéndolo a su posición.

– ¡Cato! -¿Qué? ¿Qué? -consiguió responder mientras intentaba con todas sus fuerzas abrir los ojos.

Las manos lo sacudieron para tratar de sacarlo de su exhausto estupor.

– ¡Cato! ¿Qué demonios le has hecho a mi centuria?

Tal vez la pregunta sonara severa, pero bajo ella había el familiar tono refunfuñón al que se había acostumbrado durante los últimos meses. Se obligó a levantar la cabeza, a abrir los ojos que le escocían y a encararse con aquel que le había preguntado.

– ¿Macro?

CAPÍTULO XXVII

– ¡Me alegra ver que todavía me reconoces debajo de toda esta mierda! -Macro sonrió y le dio una palmada en el hombro a su optio, con cuidado de no darle en el lado herido.

Cato contempló en silencio el espectáculo que tenía ante él. La cabeza y el pecho del centurión estaban cubiertos de sangre seca y manchados de barro; tenía el aspecto de un muerto viviente. A decir verdad, para Cato, cuya reciente ferocidad había sido inducida por el dolor causado por la muerte de su centurión, la visión de Macro con vida y sonriendo delante de sus narices era demasiado impactante para poderla aceptar. Atontado por el agotamiento y la incredulidad, se limitó a mirar fijamente sin comprender nada, boquiabierto.

– ¿Cato? -El rostro de Macro se arrugó en un gesto de preocupación. El optio se balanceó, con la cabeza caída y el brazo con el que manejaba la espada colgando sin fuerzas a un lado. Por todo alrededor se extendían los cuerpos retorcidos de romanos y britanos. El río manchado de sangre lamía suavemente la costa, su superficie rota por los brillantes montículos de cadáveres. Por encima de sus cabezas, el sol caía de lleno sobre la escena. Reinaba una abrumadora sensación de calma que en realidad era una lenta adaptación después del terrible estruendo del conflicto. Hasta el trino de los pájaros sonaba extraño a oídos de los hombres que acababan de emerger de la intensidad de la batalla. De pronto Cato fue consciente de que estaba cubierto de mugre y de sangre de otros hombres y la náusea le subió desde la boca del estómago. No pudo contenerse y devolvió, salpicando el suelo con su vómito delante de Macro antes de que al centurión le diera tiempo a apartarse. Macro hizo una mueca pero rápidamente alargó los brazos para agarrar al muchacho por los hombros cuando a Cato le fallaron las piernas. Lentamente ayudó al optio a ponerse de rodillas.

– Tranquilo, chico -dijo con suavidad-. Cálmate. Cato vomitó otra vez, y otra, hasta que no le quedó nada dentro y entonces le vinieron arcadas y el estómago, el pecho y la garganta se le contrajeron espasmódicamente, la boca abierta, hasta que al fin se le pasó y pudo recuperar el aliento. Un fino hilo de baba describía una curva hacia abajo a través del ácido hedor entre sus manos extendidas. Toda la fatiga y la tensión de los últimos días habían encontrado una vía de escape y su cuerpo ya no pudo más. Macro le dio unas palmaditas en la espalda y lo observó con incómoda preocupación, deseoso de reconfortar al muchacho pero demasiado cohibido para hacerlo delante de los demás soldados. Al final, Cato se sentó y apoyó la cabeza entre las manos, con la suciedad de su rostro salpicada de sangre. Su delgado cuerpo temblaba con el frío del completo agotamiento; no obstante, una última reserva de fuerza mental lo mantenía despierto.

Macro movió la cabeza en señal de total comprensión. Todos los soldados llegaban a este punto en algún momento de sus vidas. Sabía que finalmente el muchacho había sobrepasado el límite de resistencia física y emocional. Ya no serviría de nada que lo exhortaran a cumplir con su deber.

– Descansa, chico. Yo me encargaré de los muchachos. Pero ahora tú debes descansar.



Por un breve instante pareció que el optio quería protestar. Al final asintió con la cabeza y lentamente se tumbó en la orilla del río cubierta de hierba, cerró los ojos y se quedó dormido casi enseguida. Macro lo observó un momento y luego desabrochó la capa del cuerpo de un britano y la puso sobre Cato con cuidado.

– ¡ Centurión Macro ¡ -retumbó la voz de Vespasiano-. Me habían dicho que estaba muerto.

Macro se puso en pie y saludó. -Le informaron mal, señor. -Eso parece. Explíquese. -No hay mucho que explicar, señor. Me tiraron al suelo, me llevé a uno de ellos por delante y nos dieron por muertos a ambos. En cuanto pude regresé a la legión. Llegué justo a tiempo de saltar en uno de los barcos del segundo grupo. Pensé que Cato y los muchachos podrían necesitar ayuda, señor.

Vespasiano bajó la mirada hacia la acurrucada figura del optio.

– ¿El chico está bien? Macro asintió con la cabeza.

– Se encuentra bien, señor. Sólo está exhausto. Por encima del hombro del legado, los lozanos tribunos y otros oficiales de Estado Mayor se mezclaban con los cansados legionarios que habían sobrevivido al asalto del río. La presencia del legado de-pronto hizo que Macro frunciera el ceño preocupado.

– De momento el chico está acabado, señor. No puede hacer nada más hasta que haya descansado.

– ¡Tranquilo! -se rió Vespasiano-. No tenía intención de asignarle otra tarea. Sólo quería cerciorarme de que estaba bien. Esta mañana ese joven ha hecho mucho por su emperador.

– Sí, señor. Sí lo ha hecho. -Asegúrate de que descanse todo lo necesario. Y ocúpate de tu centuria. Se han portado magníficamente bien. Deja que descansen. La legión tendrá que arreglárselas sin ellos durante el resto del día. -Vespasiano intercambió una sonrisa con su centurión-. Sigue con tu trabajo, Macro. ¡Me alegro de tenerte de vuelta!

– Sí, señor. Gracias, señor. Vespasiano saludó, se dio la vuelta y se fue a organizar la defensa de la cabeza de puente. Los oficiales del Estado Mayor se separaron para dejarle pasar y luego se apresuraron a seguirle.

Con una última mirada para asegurarse de que su optio seguía descansando plácidamente, Macro se marchó para ocuparse de reconfortar a los soldados de su centuria que había sobrevivido. Caminó con cuidado por entre los cuerpos tendidos en el suelo y gritó la orden para que la sexta centuria se reuniera.

Cato se despertó con un sobresalto y se incorporó, bañado en un sudor frío. Había estado soñando que se ahogaba, atrapado por un guerrero enemigo en un río de sangre. La imagen se disipó poco a poco y fue sustituida por el color azul que se desvanecía en el naranja. A sus oídos llegaron los crujidos y traqueteos de la cocina de campaña. Un acre aroma de estofado le inundó el olfato.