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Esa vez Cato pensó que seguramente se ahogaría. Sentía que la cabeza le iba a estallar y no conseguía nada con sus frenéticas contorsiones. Miraba fijamente la plateada superficie del agua. El aire que proporcionaba la vida, apenas a treinta centímetros de distancia, bien podría haber estado a más de un kilómetro y, mientras todo se iba borrando, el último pensamiento de Cato fue para Macro: la pesadumbre por no haber conseguido vengar al centurión. Entonces, el agua se tiñó de rojo y la sangre espesa atenuó la luz del sol. Las manos del britano seguían aferradas a su cuello, pero ahora otra mano se metió en el agua, lo agarró por el arnés, tiró de él hacia arriba y lo sacó a la brillante luz del sol. Cato salió a la superficie en medio de un charco de color rojo y llenó de aire sus ardientes pulmones. Entonces vio el cuerpo del britano. Tenía la cabeza casi cercenada, sólo un poco de cartílago y nervio la unían al torso.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el legionario, que seguía sujetándolo del arnés, y Cato consiguió asentir con la cabeza mientras tragaba más aire. Un pequeño grupo de hombres de la centuria montaba guardia junto a ellos y rechazaban los golpes de los britanos más próximos.

– ¿Mi espada? -Aquí la tiene, señor. -El legionario la sacó del agua-. Es una buena espada. Debería cuidarla.

Cato asintió con un movimiento de la cabeza. -Gracias.

– No es nada, señor. La centuria no puede permitirse el lujo de perder más de un centurión por día.

Con una última sacudida para que se le despejara la cabeza, Cato recuperó su escudo y alzó su espada. El ritmo de la batalla se había aflojado de forma notable al notarse los efectos del cansancio. Ni los romanos ni los britanos parecían tan entusiasmados por aquel martirio como lo habían estado poco antes y había lugares en los que pequeños grupos se hallaban unos frente a otros, todos esperando que el otro hiciera el primer movimiento. Al volver la vista hacia el río, Cato vio que el segundo grupo de ataque casi había terminado de embarcar en los transportes.

– ¡Ahora ya queda poco, muchachos! -exclamó en voz alta, tosiendo con el esfuerzo de gritar con agua todavía alojada en los pulmones-. ¡El segundo grupo ya viene hacia aquí!

Una serie de golpes descomunales que provenían del trirreme llamaron su atención y, al seguir con la mirada el arco que describían los proyectiles, vio que una nueva columna de guerreros britanos se acercaba por la orilla del río. En medio de la columna había un carro de guerra, ampulosamente ornamentado incluso para ser britano, sobre el cual había un alto jefe con una larga y suelta cabellera rubia. Levantó su lanza y dio un grito y sus hombres contestaron con un rugido que surgió de lo más profundo de sus gargantas. Había algo en su atuendo y en la confiada manera que tenían de no hacer caso de los misiles lanzados desde el barco que era horriblemente familiar.

– ¿Son los hijos de puta que nos atacaron anoche?

– Podría ser. -El legionario entrecerró los ojos-. No me quedé el tiempo suficiente para memorizar los detalles.

Los druidas trataban frenéticamente de lanzar a sus guerreros contra el primer grupo de ataque de los romanos. Cuando vieron aparecer la nueva columna chillaron de alegría y animaron a sus hombres con renovada ferocidad.

– ¡Cuidado, muchachos! ¡Un nuevo enemigo por el flanco izquierdo!

Se hizo correr la voz rápidamente por la línea y el centurión más próximo a la nueva amenaza organizó a sus hombres para proteger el flanco, cerrando filas sobre lo que quedaba del primer grupo de ataque y justo a tiempo, puesto que los recién llegados ni siquiera intentaron desplegarse, sino que se precipitaron a una carga desenfrenada y se lanzaron contra la línea romana. Con un grito salvaje y un agudo choque de armas, los britanos trataron de abrirse camino entre los romanos a golpes de espada y fue evidente para todo el mundo que la lucha se estaba decantando a favor de los nativos.



Una ansiosa mirada hacia el río mostró a Cato que el primer transporte ya había salido y los remos se movían furiosamente para alcanzar la orilla opuesta. El grito de guerra de las nuevas tropas y las exhortaciones de los druidas hicieron renacer el espíritu guerrero de los britanos que, una vez más, cargaban contra los escudos romanos.

– ¡Contenedlos! -gritó Cato-. ¡Sólo un poco más! ¡Contenedlos!

Los restos de la sexta centuria se unieron con otro puñado de legionarios y resistieron con todas sus fuerzas en el pedazo de terreno que habían ocupado a orillas del Támesis. Uno a uno fueron cayendo, y la pared de escudos se cerró en un grupo aún más apretado de hombres hasta que pareció que su destrucción estaba próxima. El flanco izquierdo (si es que podía decirse que las mal echas agrupaciones de desafiantes romanos constituían una línea) se derrumbó bajo el feroz ataque de los guerreros de élite britanos. Dado que no había ninguna posibilidad de rendirse o escapar, los romanos luchaban hasta morir allí donde se encontraban.

De los mil hombres más o menos que habían llevado a cabo el primer asalto no quedaban más de la mitad y Cato se horrorizó al ver que a los transportes se los llevaba la corriente río abajo. Tomaron tierra a unos doscientos pasos más allá de la desesperada lucha de sus compañeros y la segunda oleada desembarcó sin encontrar oposición, tan concentrados estaban los britanos en destruir los restos del primer ataque. Cato alcanzó a ver la cimera escarlata del legado y, tras él, el estandarte del águila cuando los recién llegados se apresuraron a formar en línea de batalla y marcharon río arriba con rapidez. Los britanos vieron el peligro y se volvieron para enfrentarse a ellos. Cato observó desesperado cómo el avance de Vespasiano se ralentizaba y luego se detenía para vérselas con la feroz resistencia a unos cincuenta pasos de distancia de donde se encontraba el malparado primer grupo de ataque.

Por la izquierda, los romanos se habían visto obligados a retroceder y formaban un arco compacto cuya base era el río, y los britanos intuían una victoria inminente. Sus gritos de guerra sonaban entonces con un nuevo tono exacerbado mientras arremetían a golpes de hacha y espada contra los legionarios. En un momento todo habría terminado, pisotearían a los últimos hombres de la primera oleada de ataque y los hundirían en el fango.

Pero el final no llegó. Un cuerno de guerra britano hizo sonar una serie de notas por encima de la cacofonía de la batalla y, para asombro de Cato, los britanos empezaron a retirarse.

Con un último intercambio de golpes, el guerrero con el que luchaba retrocedió con cuidado hasta que estuvo fuera del alcance del arma de Cato. Entonces se dio la vuelta y subió corriendo por la orilla, y por todas partes los brillantes colores de los britanos se apartaron de los escudos romanos y se alejaron hacia los druidas agrupados en torno al jefe, que estaba montado en su carro. Luego, en buen orden defensivo, el enemigo marchó por la ligera elevación de la ribera y desapareció, bajo el renovado acoso del trirreme.

Cato recorrió con la mirada el campo de batalla, sobre el que se desparramaban los cuerpos destrozados de los muertos y los gritos de los heridos, y apenas podía creer que siguiera vivo. A su alrededor, los restantes miembros de su centuria se miraban con asombro los unos a los otros.

– ¿Por qué carajo se han ido? -dijo alguien entre dientes. Cato sacudió la cabeza cansinamente y enfundó su espada.

Los recién llegados encabezados por Vespasiano cambiaron la dirección de su avance y formaron una cortina entre los britanos que se retiraban y el lamentablemente pequeño número de supervivientes del primer grupo de ataque. _¿Los hemos echado? ¿No han podido aguantarlo?

– ¡Piensa un poco! -exclamó Cato con brusquedad-. Tiene que haber sido otra cosa. Tiene que haberlo sido.

– ¡Mirad allí! A la izquierda. Cato miró y vio unas diminutas formas oscuras que subían por la curva del río: caballería.