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Se arriesgó a mirar por la borda y vio que la orilla estaba cerca, que en cualquier momento el barco tomaría tierra y empezaría el asalto. Una repentina sensación de frenado indicó que la quilla había entrado en contacto con la superficie del lecho del río. El transporte cesó su avance y el capitán ordenó a la tripulación que se pusiera a cubierto. Cato dejó el remo y recuperó el escudo y la jabalina, consciente de que todos los ojos de la centuria estaban clavados en él.

– Recordad, muchachos -gritó-, esto es por Macro… Jabalinas en ristre!

Los hombres se pusieron en pie y los primeros subieron a la cubierta de proa dispuestos a arrojar sus jabalinas.

– ¡Lancen a discreción! El resto de la centuria pasó sus jabalinas hacia delante para dárselas a los que estaban en la cubierta de proa y los continuos disparos fueron derribando a más enemigos hasta que se terminaron las lanzas. Cato se volvió para mirar y vio que el trirreme había dejado de lanzar proyectiles.

Ese era el momento. Por un instante su mente empezó a considerar los terribles riesgos y la absurdidad de lo que estaba a punto de hacer y supo que si se retrasaba un poco más le faltaría el coraje. Tensó los músculos y saltó Por la borda de la embarcación al tiempo que les gritaba a los demás que le siguieran. El agua le llegaba al pecho y las botas le resbalaban sobre el blando légamo del fondo del río. A su alrededor el resto de la centuria saltó al agua y se precipitó hacia la orilla.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -gritó Cato por encima de todo el alboroto.

Los britanos sabían que debían ganar la lucha antes de que los romanos pudieran afirmarse en la orilla y se metieron en el río para enfrentarse al ataque. Los dos bandos cayeron precipitadamente uno sobre otro a poca distancia de los transportes. Un hombre enorme avanzó por el agua y fue directo hacia Cato con la lanza levantada por encima de la cabeza, lista para atacar. Cato empujó su escudo hacia adelante cuando le sobrevino el golpe y mandó la lanza a un lado. El contraataque se realizó con una precisión que hubiera llenado de orgullo al centurión Bestia, y la espada con mango de marfil del centurión muerto se clavó profundamente en el costado del britano. Cato la retiró de un tirón justo a tiempo para golpearle la cabeza al próximo enemigo. Mientras luchaba se fue abriendo camino hacia la costa paso a paso, con los dientes fuertemente apretados al tiempo que un aullido inhumano en su garganta desafiaba a todo aquel que se encontraba por delante. El agua revuelta emitía unos destellos blancos y plateados bajo la brillante luz del sol, y unas motas color carmesí se elevaban centelleando como rubíes antes de caer de nuevo y salpicar a los combatientes.



El agua que rodeaba las piernas de Cato se iba volviendo de un turbio color rojo a medida que más romanos se abrían camino por el bajío y trataban de unirse a los legionarios que habían desembarcado momentos antes. Los transportes ya estaban siendo empujados de nuevo hacia el río y se dirigían en busca de la segunda oleada de asalto con toda la rapidez que le permitían sus remos. Cato y los demás estarían solos hasta que el siguiente grupo pudiera sumarse a la batalla y lo único que importaba era vivir hasta entonces. Ahora el agua ya sólo le llegaba al tobillo y debía tener cuidado de no resbalar en el barro. Paraba los golpes con su escudo y arremetía con su espada a un ritmo constante, rechinando los dientes para soportar el dolor de sus quemaduras. El resto de la centuria combatía cerca de él y formó una pared de escudos de forma automática mientras los años de incesante entrenamiento daban fruto. La demencial confusión inicial se había terminado y el combate empezó a tomar un cariz más familiar para los romanos.

– ¡Moveos a la izquierda, conmigo! -gritó Cato al tiempo que divisaba a los soldados más cercanos de otro de los transportes. Lentamente, su centuria fue avanzando hacia la hierba corta de la orilla del río y empezaron a avanzar lateralmente para acercarse a sus compañeros. Durante todo ese tiempo los britanos no dejaron de golpear sus escudos con espadas, hachas y lanzas. El soldado que estaba junto a Cato se desplomó con un grito agudo cuando la hiriente punta de una lanza siniestramente dentada le atravesó la pantorrilla. El britano que se hallaba al otro extremo de la lanza arrancó ésta de un salvaje tirón y el legionario cayó de espaldas, chillando. La centuria cerró filas y siguió adelante, y los gritos de su compañero cesaron de pronto cuando los britanos lo masacraron sin perder ni un minuto. Poco a poco, los pequeños grupos de legionarios se juntaron unos con otros hasta que pudieron formar una línea sólida de unos cuatrocientos o quinientos hombres. Sin embargo, los britanos seguían apiñándose a su alrededor a miles, tratando desesperadamente de hacerlos retroceder hacia el río.

– ¡Cuidado, muchachos! -gritaba una y otra vez Cato mientras cortaba y daba estocadas a cualquier cara o cuerpo que se ponía al alcance de su espada. El escudo con el que se enfrentaba al enemigo vibraba y se estremecía con un ruido sordo con el impacto de los golpes; un esfuerzo inútil que ponía de manifiesto el pobre entrenamiento de aquellos guerreros britanos que luchaban con una furia desatada y que simplemente arremetían contra cualquier parte del invasor que se pusiera delante de sus armas. Pero los britanos compensaban su falta de calidad con su número y, aunque el suelo estaba literalmente cubierto de sus muertos y moribundos, ellos seguían adelante como si estuvieran poseídos por demonios. Tal vez lo estaban. Al dar un rápido vistazo Cato vio una dispersa línea de hombres de extrañas vestimentas y enmarañadas barbas que animaban a los britanos con los brazos alzados al cielo a modo de súplica mientras lanzaban salvajes maldiciones. Con un estremecimiento de horror, Cato se dio cuenta de que aquellos hombres debían de ser druidas, cuyas proezas se les relataban a los niños romanos para asustarlos.

Pero sólo tuvo tiempo de echar una brevísima mirada antes de tener que afrontar el siguiente momento difícil Un bloque de britanos, mejor armados y más decididos que sus compañeros, se enfrentó de pronto a la sexta centuria y la obligó a retroceder hacia el río. Cayeron varios hombres de Cato, a otros los atropellaron, otros perdían el equilibrio en el barro resbaladizo y de pronto la pared de escudos empezó a desmoronarse. Antes de que Cato pudiera volver a formar a sus hombres, notó una presencia a su lado. Sólo tuvo tiempo de mirar a la derecha y vislumbrar el rostro gruñón de un britano de cabello negro antes de que éste chocara con su costado y ambos cayeran al bajío del río.

Un destello cegador de la luz del sol. Después, una brillante rociada que duró un instante y el mundo se oscureció ante los ojos de Cato. La boca y los pulmones se le llenaron de agua cuando, de forma instintiva, trató de coger aire. El britano todavía estaba encima de él y movía frenéticamente las manos tratando de agarrarlo del cuello. Cato había soltado la espada y el escudo al caer; se aferró a su atacante con la intención de valerse de él para impulsarse fuera del agua que, de un modo extraño, carecía de los sonidos de la batalla. Pero el britano poseía un físico poderoso y lo sujetó con fuerza hacia abajo. El angustioso anhelo por respirar y la inminencia de su muerte le proporcionaron a Cato una desesperada reserva de fuerza. Sus manos buscaron a tientas la cara del britano y le metió los dedos en los ojos. De repente el hombre soltó la garganta de Cato y éste salió a la superficie, resoplando agua y tratando de recuperar el aliento. Sus dedos seguían aferrados al rostro de aquel hombre; el britano dio un grito de dolor y trató de agarrar a Cato de los brazos antes de que algún instinto le hiciera propinar un puñetazo a su oponente. El golpe alcanzó a Cato en la mejilla y todo se volvió blanco por un instante antes de volver a encontrarse bajo el agua con el peso de aquel hombre otra vez sobre él.