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– ¿Estás mejor ahora? -Macro se inclinó sobre él. Macro estaba vivo. Cato se incorporó como pudo y se quedó reclinado. Anochecía el sol acababa de ponerse y bajo la tenue luz vio que la legión estaba acampada a lo largo de la orilla del río. Se habían llevado los cadáveres y unas ordenadas hileras de tiendas se extendían por todas partes. A lo lejos, la silueta del terraplén y la empalizada señalaba el lugar donde se habían levantado fortificaciones alrededor del campamento.

¿Quieres algo de comer? Cato miró en torno de él y vio que estaba tendido cerca de una pequeña fogata sobre la cual una gran olla de bronce se aguantaba sobre unos trébedes. Un débil borboteo acompañaba al vapor que suavemente flotaba sobre el borde y el aroma le hizo sentir de pronto un apetito voraz.

– ¿Qué es? -Liebre -contestó Macro. Con un cucharón sirvió un poco en el plato de campaña de Cato-. Este lugar está lleno. Nunca en mi vida había visto tantas. Los muchachos se han pasado la tarde disparándoles al azar. Aquí tienes.

– Gracias, señor. -Cato dejó el plato sobre la hierba a su lado. Tomó la cuchara que Macro le ofrecía y empezó a remover la humeante comida, impaciente por empezar a comer. Al mismo tiempo, había una pregunta que necesitaba que le contestaran. _Señor, ¿cómo lo hizo?

Macro se reclinó en su asiento, se rodeó las rodillas con los brazos y sonrió. Se había quitado la sangre y la inmundicia que le habían dado un aspecto tan siniestro unas horas antes y estaba sentado descalzo y vestido con su túnica.

– Me preguntaba cuándo me ibas a interrogar. Tuve suerte, supongo. La Fortuna debe de haberme echado el ojo. La verdad es que creí que todo había terminado. Sólo quería matar a todos los cabrones que pudiera antes de que acabaran conmigo. Conseguimos retenerlos durante un rato. Entonces algunos de ellos lograron meterse entre los escudos y pillaron a uno de los muchachos. En cuanto cayó, se nos echaron encima en un momento. Uno de ellos saltó sobre mí, de un golpe me mandó la espada a un lado y caímos sobre los arbustos que había junto al camino. Conseguí sacar mi daga y se la clavé en la garganta. ¡Casi me ahogo con la sangre de ese hijo de puta!

»Bueno, me quedé quieto mientras el resto se amontonaba encima. Debieron de pensar que estaba muerto y estaban impacientes por encargarse de ti y los demás muchachos. Cuando estuve seguro de que se habían ido, me quité de encima al britano y me deslicé dentro del pantano. Me mantuve alejado de los caminos y me dirigí hacia el río y luego seguí hacia abajo. De todos modos tuve que tener cuidado porque todavía había muchos de ellos por ahí. Al final me uní a algunos muchachos de la séptima cohorte y regresamos con la legión justo a tiempo de ver como vosotros arremetíais contra los britanos al otro lado del río. La verdad es que no tienes ningún respeto por la centuria de otro hombre, ¿no es cierto? Apenas te nombran centurión interino que ya pones a los muchachos bajo la muela.

Cato dejó de soplar la cuchara de estofado y levantó la vista,

– Los chicos querían hacerlo, señor. -Eso es lo que dicen. Pero yo creo que ya hemos tenido bastantes heroicidades por ahora. Otro combate como ése y ya no quedará centuria.

– ¿Hemos tenido muchas bajas? -preguntó Cato con aire de culpabilidad.

– Unas cuantas. Los fondos funerarios se van a resentir de mala manera -añadió el centurión-. Esperemos que al menos podamos compensar el déficit cuando lleguen los reemplazos.

– ¿Reemplazos? -Sí. Me lo ha dicho uno de los administrativos del Estado Mayor. Hay una columna en camino desde la Galia. Con un poco de suerte obtendremos algunos soldados de la octava. Pero la mayoría son nuevos reclutas que han mandado de los centros de instrucción de la legión. -Sacudió la cabeza-. Un puñado de malditos reclutas a los que hacerles de niñera en medio de una campaña. ¿Puedes creerlo?

Cato no dijo nada. Bajó la vista hacia su plato de campaña y siguió comiendo. Cuando se había unido a la segunda legión, lo último que se esperaba era que antes de un año estaría con las águilas luchando por su vida en tierras bárbaras. Técnicamente él todavía era un recluta; su instrucción básica había terminado pero todavía tenía que llegar el primer aniversario del día en que se había incorporado a la segunda legión. Su embarazoso silencio no pasó desapercibido.

– ¡Ah, tú eres bueno, Cato! Puede que no seas nada del otro mundo con la instrucción y todavía tienes que aprender a nadar, pero se te da bien la batalla. Lo conseguirás.

– Gracias -murmuró él, no del todo seguro de la mejor manera de encajar el hecho de ser condenado por tan vagos elogios. No es que le importara, puesto que poseía un temperamento que siempre le hacía sospechar de cualquier alabanza de que era objeto. En-cualquier caso, el estofado estaba delicioso, ya había terminado el plato de campaña y apuraba el fondo con la cuchara.

– Hay mucho más, muchacho. -Macro metió de nuevo el cucharón en la olla y lo hundió bien para asegurarse de darle a Cato mucha carne-. Hártate mientras puedas. En el ejército nunca está garantizada la próxima comida. A propósito, ¿cómo van tus quemaduras? -Por instinto, Cato se llevó la mano al vendaje de su costado y descubrió que se lo habían cambiado, le habían envuelto el pecho con una banda de tela limpia, lo bastante sujeta como para que no se cayera y al mismo tiempo no tan apretada como para que le molestase. Habían hecho un buen trabajo y Cato levantó la mirada agradecido.



– Gracias, señor. -No me des las gracias a mí. Lo hizo el cirujano Niso. Parece ser que lo han asignado al cuidado de nuestra centuria y tú te has encargado de tenerle ocupado.

– Bueno, ya le daré las gracias en algún momento. -Puedes hacerlo ahora. -Con un gesto de la cabeza Macro señaló por encima del hombro de Cato-. Ahí viene.

Cato giró la cabeza y vio la enorme mole del cirujano que surgía de entre las sombras de las tiendas. Levantó la mano para saludarle.

– ¡Cato! Al fin te has despertado. La última vez que te vi bajabas por el Leteo. Apenas murmuraste cuando te cambié el vendaje.

– Gracias. Niso se dejó caer al lado del fuego entre Cato y su centurión y olisqueó la olla.

– ¿Liebre? -¿Qué otra cosa podría ser? -respondió Macro. -¿Os sobra un poco? -Sírvete tú mismo. Niso se desenganchó el plato de campaña del cinturón y, haciendo caso omiso del cucharón, hundió el plato en el estofado y lo sacó lleno hasta casi el borde. Con una ávida mirada ansiosa se humedeció los labios.

– Por favor, estás en tu casa -dijo Macro entre dientes, Niso metió la cuchara en la superficie del guiso, sopló un momento y sorbió con cuidado.

– ¡Delicioso! Centurión, algún día serás una buena esposa para alguien.

– ¡Vete a la mierda! -Y qué, Cato, ¿cómo tienes hoy las quemaduras? El optio se tocó el vendaje con mucha delicadeza y al instante hizo un gesto de dolor.

– Me duelen. -No me sorprende. No les has dado ni un momento de respiro. Algunas de las heridas están abiertas y podrían haberse infectado si no las hubiese limpiado cuando te cambié las vendas. En serio, vas a tener que cuidarte un poco más. Es una orden, por cierto.

– ¿Una orden? -protestó Macro-. ¿Y quién diablos os creéis que sois vosotros los médicos?

– Estamos cualificados para cuidar de la salud de las tropas del emperador, eso es lo que somos. El legado me dijo que me asegurara de que Cato descansaba. Está exento de servicio y fuera de la línea de batalla hasta que yo lo diga.

– ¡No puede hacer eso! -protestó Cato. Macro le lanzó una mirada severa y Cato se calmó al darse cuenta de la estupidez de su objeción.

– Más vale que lo aproveches al máximo, muchacho, puesto que la orden viene del legado -dijo Macro con brusquedad.

Niso asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza y volvió a su estofado. Macro alargó la mano para coger uno de los leños mal cortados y lo colocó con cuidado entre las llamas. Una pequeña nube de chispas se elevó en forma de remolino y Cato las siguió con la mirada hacia el cielo aterciopelado hasta que su brillo se apagó y se perdieron contra las deslumbrantes lucecitas de las estrellas. A pesar de haber dormido durante la mayor parte del día, Cato todavía sentía que el agotamiento le pesaba 'en todos los nervios de su cuerpo y hubiera estado temblando de frío de no ser por la hoguera.