Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 39 из 98

– Sí, señor. Así es -asintió educadamente el centurión-. Pero eso no es todo, señor. La fragua de Albino es uno de los principales abastecedores de las legiones del Rin.

– Y las contratas para las armas son exclusivas. ¿Qué hace ésta aquí entonces?

– Y no es sólo esta espada. Vi montones como ésa allí en el pantano, señor. Y puesto que somos el primer ejército romano que llega a estas costas desde la época de César, no puede ser que las hayan capturado.

– Así pues, ¿qué es lo que estás sugiriendo, centurión? ¿Qué los Albino no trabajan en exclusiva según el contrato de armamento imperial?

Lo dudo, señor. Las graves penas existentes para un acto como aquél lo hacían muy poco probable. El centurión se encogió de hombros y luego siguió hablando en un tono significativo-. Pero si no son los fabricantes, entonces tiene que ser alguien que se encuentre en otro estadio del proceso.

– Te refieres a alguien del ejército o del servicio civil? -Tal vez.

Vespasiano lo miró. -Supongo que no quieres llevar más lejos este asunto. -Soy un soldado, señor -contestó el centurión con firmeza-. Hago lo que se me ordena y lucharé con quien haga falta. Esto no tiene nada que ver con ser soldado. Apesta a política y conspiraciones, señor.

– Lo cual significa que crees que soy yo quien tendría que investigarlo.

– Va con el rango, señor. La alusión al rango implicaba la clase social además del grado militar y Vespasiano tuvo que contener la dura réplica que habría sido su primera respuesta. El centurión no decía más que la verdad. Aquel hombre había servido la mayor parte de su vida bajo las águilas y sin duda sentía un sensato desdén hacia la artería de la clase política de la que provenían los legados de las legiones. Vespasiano, que se sentía impulsado a ganarse la aceptación y admiración de aquellos que tenía al mando, lo cual era raro, se sintió herido por el desprecio profesional del soldado. A esas alturas esperaba haberse ganado su confianza, pero estaba claro que algunos de los hombres todavía recelaban de él. El fracaso de ese día en el pantano había sido el resultado de las órdenes recibidas del general, pero los soldados culparían primero al legado.

No se podía hacer nada al respecto. Supondría una desmesurada muestra de debilidad personal explicarle a cualquiera de sus subordinados los límites de su autoridad, que él también estaba obligado a obedecer órdenes igual que ellos. El alto mando colocaba a un hombre en el centro de un dilema irresoluble. Para su general, él era el responsable de las acciones de sus hombres. Para sus soldados, él era el responsable de las órdenes que se veía forzado a darles. Ninguno de los dos lados iba a tolerar excusa alguna y cualquier intento por justificarse no haría otra cosa que provocar un desprecio e indignación humillantes tanto en sus superiores como en sus subordinados.

– Yo me encargaré de ello entonces, centurión. Puedes retirarte.

El centurión asintió con la cabeza, satisfecho, saludó y regresó a grandes zancadas junto a sus hombres. Vespasiano lo vio desaparecer en la penumbra mientras se reprochaba haber dejado que aquel hombre fuera testigo de su desconsuelo. Debía ser estoico con estas cosas. Por otro lado, existía un asunto mucho más importante que considerar. Mucho más importante que la autocompasión de un legado, se reprochó. La presencia de aquellas espadas y el anterior descubrimiento de proyectiles de honda oficiales del ejército entre la munición que utilizaban los britanos constituían un inquietante cuadro. La presencia de aquella curiosa arma podría explicarse conjeturando el saqueo de los romanos muertos, pero lo que el centurión le había contado demostraba algo más. Alguien estaba abasteciendo al enemigo con armas que habían sido destinadas a las legiones. Alguien con dinero y con una red de agentes que se encargarían del transporte de cargamentos considerables. Pero, ¿quién?

– Aquí mismo estará bien -le dijo Vitelio al decurión-. Descansaremos aquí un momento. Podéis dar de beber a los caballos.

La columna de prisioneros y su guardia montada habían llegado a un punto del camino donde éste se adentraba en un bosquecillo junto a un estrecho arroyo.

– ¿Aquí, señor? -El decurión echó un vistazo alrededor, al oscuro sotobosque que los rodeaba. Con el mayor tacto posible, añadió-: ¿Cree usted que es prudente, señor? -Generalmente, ningún oficial en su sano juicio se plantearía detener una columna de prisioneros en un lugar tan favorable para una fuga. _¿Crees tú que es prudente poner en duda mis órdenes?

– replicó Vitelio de manera cortante.



El decurión se dio rápidamente la vuelta en su silla y se llenó de aire los pulmones.

– ¡Columna… alto! Ordenó a los prisioneros que se sentaran y pidió a los miembros de la escolta que se ocuparan de los caballos con rapidez mientras Vitelio desmontaba y ataba a su animal al tocón de un árbol a la entrada de un sendero que corría junto al arroyo.

– ¡Decurión! -¿Señor? -El decurión volvió al riachuelo. -Tráeme otra vez a ese jefe. Me parece que es hora de que vuelva a hablar tranquilamente con él.

– ¿Señor? -Ya has sido advertido sobre el hecho de cuestionar mis órdenes, decurión -dijo Vitelio con frialdad-. Hazlo una vez más y no lo olvidarás. Ahora tráeme a ese hombre y ocúpate de tus otras obligaciones.

Obligaron a ponerse en pie al britano, que iba ataviado con un charro atuendo, y lo llevaron a empujones junto al tribuno. Se quedó mirando fijamente al oficial romano con una expresión arrogante y desdeñosa. Vitelio le devolvió la mirada y, de repente, le cruzó la cara al britano con el dorso de la mano. Al hombre se le fue la cabeza hacia un lado y, cuando giró el rostro, un oscuro hilo de sangre, negra bajo la luz de la luna, le goteaba de un corte en el labio.

– Romano -dijo entre dientes con un basto acento-, si consigo librarme de estas cadenas…

– No lo harás -dijo Vitelio con sorna--. Considéralas una prolongación de tu cuerpo, para lo que te quede de vida. -Volvió a golpear al prisionero clavándole el puño en el estómago, con lo que lo dejó inclinado y respirando con dificultad. -Dudo mucho que ahora me vaya a causar ningún problema, decurión. Ahora puedes continuar dando de beber a los caballos hasta que regresemos.

– ¿Regresar de…? Sí, señor.

Vitelio agarró las correas de cuero que unían las esposas de hierro que llevaba el britano y tiró de él con brusquedad camino abajo, arrastrándolo salvajemente cuando tropezaba. Una vez dieron la vuelta a una curva y dejaron de ser vistos u oídos por la columna de prisioneros, Vitelio se detuvo y tiró del hombre para que se irguiera.

– Ahora ya puedes dejarte de teatro, tampoco te pegué tan fuerte.

– Lo suficiente, romano -gruñó el britano-. Y si algún día nos volvemos a encontrar, pagarás por ese golpe.

– Entonces tendré que asegurarme de que no nos volvamos a encontrar -replicó Vitelio, y desenvainó su daga. Levantó la punta de forma que apenas la anchura de un dedo la separaba de la garganta del britano. El britano no demostró ningún miedo, simplemente un frío desprecio por un enemigo que era capaz de hacer algo tan impropio de un hombre como amenazar a un prisionero maniatado. Vitelio ignoró la expresión del otro. Entonces la hoja bajó y cortó brevemente las correas hasta que se rompieron. Se distanció del liberado britano'.

– ¿Estás seguro de que te acuerdas del mensaje? -Sí. -Bien. Te mandaré a alguien cuando esté listo. Bueno pues. -Vitelio le dio la vuelta a la daga, la cogió por la hoja y se la tendió al otro hombre-. Hagámoslo bien.

El britano tomó el cuchillo, esbozó una lenta sonrisa y de pronto le dio una bofetada al tribuno con la mano que le quedaba libre. El tribuno cayó de rodillas con un gruñido sólo para que el britano lo volviera a levantar, le diera la vuelta y le pinchara con la punta de la hoja en la parte baja de la espalda.