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– Son nuestras trompetas -murmuró Cato. -¿Habéis oído? -les gritó el legionario a los otros botes-. ¡Son los nuestros, compañeros!

Los hombres de la centuria celebraron aquel sonido y se inclinaron sobre sus remos con energías renovadas. Cato sabía que en realidad debía ordenarles que cerraran la boca, más por disciplina que por el peligro que podía representar otra embarcación en el río aquella noche, pero sintió que un enorme peso le oprimía el corazón. Macro estaba muerto. No pudo reprimir sus sentimientos y las lágrimas le rodaron por las mejillas y gotearon sobre su mugrienta armadura. Se dio la vuelta para ocultar su pena a los soldados.

CAPÍTULO XXIII

La legión volvió a agruparse lentamente durante la noche a medida que los hombres respondían a los toques de trompeta. Llegaron en pequeños grupos, centurias e incluso cohortes al mando de los pocos centuriones jefe que se habían dado cuenta a tiempo del peligro que el terreno representaba para la cohesión de las unidades. Casi todos los legionarios estaban muertos de cansancio y cubiertos de barro. Se dejaban caer al suelo y descansaban en las zonas que el grupo de mando había señalizado para ellos. Justo después de la puesta de sol, Vespasiano había llegado a aquel pantalán construido de modo rudimentario y su reducido cuerpo de oficiales y soldados de la escolta se había quedado esperando con inquietud junto a una gran hoguera que servía de señal. A intervalos regulares durante toda la noche, los trompetas habían estado tocando retreta a todo volumen y el esfuerzo de pulmones y labios se notaba en el deterioro gradual de la señal.

Separado del resto del ejército y sin el apoyo de las cohortes auxiliares, Vespasiano se sentía terriblemente expuesto. Cualquier fuerza enemiga considerable que surgiera del pantano podría aniquilar fácilmente al grupo de mando y a su centuria de guardia. Cualquier sonido causado por las escaramuzas que tenían lugar en la oscuridad le hacía temer lo peor. Incluso cuando los soldados empezaron a regresar poco a poco a la legión, el miedo de que pudieran tratarse de guerreros britanos aumentaba la tensión hasta el momento en que el alto del oficial era respondido con la contraseña correcta. Lentamente los desaliñados legionarios salían de la oscuridad y, cuando encontraban su zona de emplazamiento, se desplomaban en el primer lugar que encontraban y se quedaban dormidos.

Era imposible pedirles a los soldados que levantaran un campamento de marcha en su actual estado de agotamiento y Vespasiano tuvo que contentarse con un círculo de centinelas formado por miembros de la escolta del legado. Era necesario dejar descansar a los hombres si la segunda tenía que volver a entrar en acción al día siguiente. Además, había que darles de comer y rearmarlos con jabalinas y otros efectos que hubieran perdido durante los enconados combates en el pantano. Se había mandado a buscar el convoy de bagaje y un destacamento de caballería de la legión lo escoltaba a lo largo del camino. Hacia el otro lado se dirigía una columna de prisioneros vigilados por otro escuadrón de caballería. Vespasiano le había asignado esa tarea a Vitelio con órdenes de dirigirse directamente desde el campamento situado en la ribera del Medway al cuartel general de Aulo Plautio. El general debía ser informado de la situación con toda claridad para que de ese modo pudiera replantearse el ataque previsto para la mañana siguiente. Era una pesada misión para el tribuno y no estaba exenta de peligro pero, sorprendentemente, Vitelio pareció muy dispuesto cuando el legado le dio las órdenes. A Vespasiano se le pasó por la cabeza que bien podía ser que su tribuno superior se alegrara de estar lo más lejos posible de la línea del frente, fueran cuales fueran las molestias que eso conllevara.

Cuando la luna emergió de entre un grupo de nubes bajas, el paisaje quedó bañado de su siniestro resplandor y el legado pudo ver hasta qué punto eran malas las condiciones de la legión. Los exhaustos soldados que yacían dormidos por todos los sectores ofrecían el aspecto de un vasto campo de heridos más que el de un ejército. Por un momento Vespasiano se quedó horrorizado al recordar que aquélla era la misma unidad que hacía muy poco había abrillantado su equipo hasta darle un fulgor propio de un desfile y en la que el entusiasmo por atacar al enemigo irradiaba de todos y cada uno de sus componentes. Aunque todavía podían contarse por miles, era doloroso ver hasta qué punto se habían reducido en las últimas semanas de campaña las tropas de todas las centurias que estaban descansando en aquel momento.

Al final, el chirriante paso de unas ruedas de carro anunció la llegada del convoy de bagaje y el personal del cuartel general se puso en acción con prontitud. Se montaron rápidamente las tiendas del hospital de campaña y se instaló la cocina de campaña para que todos los soldados tuvieran comida caliente en sus estómagos lo antes posible. Alrededor de Vespasiano, los administrativos se apresuraron a montar una tienda de mando, a encender numerosas lámparas de aceite colocadas sobre grandes bases de bronce y a armar los escritorios de campaña. A todas las centurias que llegaban se les ordenaba presentar un informe de efectivos y las solicitudes para reponer las armas inutilizadas y el equipo perdido antes de que sus hombres fueran conducidos a las zonas de reunión asignadas. Desde su escritorio de campaña, el legado miraba cómo pasaban lentamente las oscuras filas de soldados. Ninguno saludó, ninguno levantó la mirada. Como formación ofensiva para un futuro inmediato, la legión estaba acabada. La única compensación era que el enemigo no se encontraba en condiciones de contraatacar, puesto que lo habían hecho retroceder en el lodo del río y lo habían obligado a ocupar apresuradas posiciones defensivas al otro lado del Támesis. Sin embargo, el tiempo que los legionarios necesitarían para recuperar su empuje los britanos lo aprovecharían muy bien para prepararse para la próxima fase sangrienta de la campaña.



aquellos eran factores sobre los cuales el legado no tenía ninguna influencia y lo mejor que podía hacer en las presentes circunstancias era dejar descansar, alimentar y volver a equipar a la segunda cuanto antes. Los soldados merecían que el general los tratara mejor después de su espectacular actuación de hacía dos días. ¿Dos días? Vespasiano frunció el ceño. ¿Eso era todo? Hasta el tiempo parecía haberse tragado aquel pantano infernal que se extendía a su alrededor en la oscuridad…

Vespasiano parpadeó y abrió los ojos justo cuando empezaba a deslizarse por el taburete y recuperó el equilibrio con una súbita sacudida de sorpresa. Se reprendió a sí mismo al instante y luego miró a su alrededor para ver si alguien se había percatado de aquel muy humano fallo de su comandante. Los administrativos estaban inclinados sobre su trabajo bajo el brillo de las lámparas de aceite y sus escoltas se hallaban en rígida posición de firmes. Un instante más de -sueño y se hubiera caído del taburete y terminado despatarrado en el suelo. Esa imagen lo hizo arder de vergüenza y se obligó a ponerse en pie.

– ¡Tráeme algo de comer! -le dijo con brusquedad a un ordenanza--. ¡Y enseguida!

El ordenanza saludó y salió a toda prisa hacia las cocinas. Vespasiano se puso a pensar en otros detalles preocupantes de la campaña. Uno de los centuriones que había salido del pantano le había entregado una espada corta. Eso no tenía nada de extraordinario, pero el centurión se había topado con una gran formación de britanos armados con espadas idénticas a aquélla.

– Mire, señor. -El centurión sostuvo la hoja en alto para que se viera con más claridad bajo la luz de la luna. Vespasiano la miró detenidamente y vio el sello del fabricante.

– Gneo Albino -dijo entre dientes-. Es una firma de la Galia, creo. Esta espada está muy lejos de su tierra.