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– ¡Eh, tranquilo! -susurró Vitelio. -Tiene que ser convincente, ¿recuerdas?

Con un brazo que rodeaba firmemente la garganta del tribuno y el otro sosteniendo la daga contra la espalda de su antiguo captor, el britano lo empujó de vuelta por el sendero hacia la columna. Cuando el decurión se dio cuenta de la difícil situación en la que se encontraba su superior, se puso en pie apresuradamente.

– ¡A las armas! -¡Deteneos! -consiguió decir Vitelio con voz ahogada--. ¡O me matará!

El decurión agitó los brazos hacia los soldados de caballería que se acercaban a toda prisa dispuestos a arrojar sus lanzas.

– ¡Alto! ¡Tiene al tribuno! -¡El caballo! -gritó el jefe britano-. Traedme su caballo.

¡Ahora! o morirá.

Vitelio dio un grito cuando la punta de la daga le pinchó la carne. Al oírlo, el decurión se dirigió a toda prisa hacia el caballo, lo desató y le ofreció las riendas al britano.

Los demás britanos se habían puesto en pie al ver el enfrentamiento y se estaban adelantando en tropel para verlo mejor, algunos profiriendo gritos de ánimo.

– ¡Que vuelvan a sentarse en el suelo! -bramó el decurión y, tras un momento de duda, los soldados de caballería hicieron retroceder a sus prisioneros como si fueran ganado.

el jefe no desaprovechó la oportunidad. Con una patada y un empujón, arrojó a Vitelio encima del decurión, cogió las riendas y subió al caballo de un salto. Se inclinó sobre el lomo del animal y con un feroz puntapié lo hizo volver a bajar por el sendero. Cuando el decurión volvió a tener los pies en el suelo, el britano ya había dado la vuelta a la curva y se había ido, y sólo persistía el sonido de los cascos del caballo apagándose poco a poco. Los demás britanos dieron gritos de entusiasmo.

– ¡Haced callar a ésos! -rugió el decurión antes de girarse para ayudar a Vitelio a ponerse en pie. Parecía estar afectado y asustado pero, aparte de eso, ileso.

– Le ha ido de un pelo, señor. -¿A él o a mí? -respondió Vitelio con amargura. El decurión era lo bastante inteligente como para no contestar.

– ¿Quiere que vaya tras él, señor? -No. No tiene sentido. Probablemente él sepa abrirse camino en la oscuridad mejor que nosotros. Por otro lado, no podemos permitirnos el lujo de mandar a ningún miembro de la escolta a una persecución desesperada. No, me temo que ha conseguido escapar.

– Tal vez se tropezará con algunos de los nuestros -dijo esperanzado el decurión.

– Lo dudo.

– Es una pena lo de su caballo, señor. -Sí, era una de mis mejores monturas. De todos modos, no es necesario que te preocupes por mí, decurión. Tomaré tu caballo hasta que lleguemos al campamento.

CAPÍTULO XXIV

Macro…

Cato había tratado de evitar cualquier pensamiento sobre el destino del centurión. Probablemente Macro estaba muerto. Pírax estaba muerto. Muchos de sus compañeros de la sexta centuria estaban muertos. Pero la idea de Macro yaciendo yerto e inmóvil allí en el pantano era imposible de aceptar. Aunque una parte lógica y fría de su mente le reiteraba que Macro no podía haber escapado a la muerte, Cato se encontró imaginando toda clase de maneras en las que podía haber sobrevivido. Ahora mismo podría estar por ahí, herido o inconsciente, indefenso, esperando a que sus compañeros llegaran y lo encontraran. Incluso podían haberlo hecho prisionero. Pero entonces la imagen de los bátavos masacrados se le apareció de repente. No habría prisioneros, no perdonarían la vida a los heridos.-

El optio se incorporó y apoyó los brazos en las rodillas. Miró a los restantes miembros de la centuria que dormían a su alrededor. De los ochenta hombres que habían desembarcado con la flota invasora, sólo quedaban treinta y seis. Había otra docena de heridos que podía esperarse que volvieran al servicio en el transcurso de las próximas semanas.



Eso significaba que la centuria había perdido a más de treinta soldados en los últimos diez días.

De momento Cato ejercía de centurión, hasta que el personal del cuartel general uniera la centuria con otra, o recibieran reemplazos para recuperar sus efectivos. En cualquier caso, Cato no iba a estar al mando más de unos pocos días. Daba gracias por ello, aunque sentía desprecio por sí mismo por sentirse aliviado ante la perspectiva de renunciar a su autoridad. Si bien creía haber llegado a la madurez durante aquel último año, todavía le quedaban unos vestigios de ansiedad por no haber desarrollado las cualidades especiales que facultaban a un hombre para el mando. Él sería un pobre sustituto de Macro y sabía que los soldados compartirían esa opinión. Hasta que volviera a sus responsabilidades de optio trataría por todos los medios de dirigirlos lo mejor que pudiera, siguiendo los enérgicos y agigantados pasos de Macro.

Aquella misma noche, más temprano, cuando Cato y su pequeña flotilla salieron del río, habían alarmado a los centinelas, que no esperaban que llegara ningún romano por allí. Como preveía esa reacción, Cato había respondido con rapidez y claridad cuando el centinela les dio el alto. Después de que los desaliñados soldados hubieran subido con dificultad desde la embarrada ribera hasta el campamento, por fin a salvo, a Cato lo habían llevado a la tienda del cuartel general para que diera su informe.

Una acumulación considerable de lámparas y pequeñas fogatas señalaba la localización del cuartel general de la segunda legión mientras que a su alrededor se extendían las largas hileras oscuras de soldados que descansaban. A Cato lo hicieron entrar en una gran tienda dentro de la cual los administrativos se hallaban enfrascados en su papeleo sobre largas mesas de caballete. Uno de ellos le hizo una seña y Cato dio un paso adelante.

– ¿Unidad? -El administrativo levantó la vista de su pergamino, con la pluma suspendida sobre el tintero.

– Sexta centuria. Cuarta cohorte. -¡Ah! Los de Macro. -El administrativo mojó su pluma y empezó a escribir-. ¿Y él dónde está?

– No lo sé. Todavía debe de estar en algún lugar del pantano.

– ¿Qué ocurrió? Cato trató de explicarlo de una manera que dejara abierta la cuestión del destino de Macro, pero el administrativo sacudió la cabeza con tristeza mientras contemplaba al joven que tenía de pie ante él. _¿Tú eres su optio?

Cato asintió con la cabeza. -Bueno, pues ya no lo eres más. Vas a ser el centurión hasta nuevo aviso. ¿Cuáles son tus efectivos?

– Quedamos treinta y tantos, creo -respondió Cato. -El número exacto, por favor -dijo el administrativo. Entonces levantó la vista y vio que el joven soldado ya no podía más, estaba ahí de pie con los ojos enrojecidos y la cabeza baja. El administrativo continuó en un tono más amable-. Señor, necesito el número exacto, por favor.

Aquel discreto recordatorio de su nueva responsabilidad hizo que Cato se pusiera derecho y centrara su mente.

– Treinta y seis. Me quedan treinta y seis hombres. Mientras el administrativo tomaba nota de los detalles, se abrió uno de los faldones de la parte de atrás de la tienda y entró el legado. Le tendió un pequeño trozo de pergamino a un oficial del Estado Mayor y se estaba dando la vuelta para irse cuando vio a Cato y se detuvo. _¡Optio! -dijo mientras se acercaba a él-. ¿Cómo va todo? ¿Acabas de reincorporarte?

– Sí, señor.

– Ha sido una noche dura, ¿verdad? -Sí, señor, una noche muy dura. Había algo en el tono del muchacho que iba más allá del cansancio y, al observarlo con más detenimiento, Vespasiano vio que Cato luchaba por controlar sus emociones. Y por soportar el dolor, pensó Vespasiano cuando vio las terribles ampollas que recorrían el brazo del muchacho.

– Ha sido un día muy duro para todos nosotros, optio. Pero todavía estamos aquí.

– Mi centurión no…

– ¿Macro? ¿Macro ha muerto? -No lo sé, señor -respondió Cato lentamente-. Eso creo.

– Es una lástima., Una verdadera lástima. -Vespasiano se movió intranquilo ante la noticia, debatiéndose entre expresar su genuino pesar y mantener la imagen de imperturbabilidad que tanto se esforzaba en proyectar-. Era un buen hombre, un buen soldado. Con el tiempo hubiera sido un buen centurión jefe. Lo siento. Tú lo admirabas, ¿verdad?