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Me levanté. Revolví a tientas el botiquín. Mis dedos reconocieron el frasco ancho y chato de las pastillas para dormir.

Me volví en la oscuridad.

— Voy a dormir, querida. — Bajo el cielo raso zumbaba el ventilador. — Tengo que dormir.

Me senté en la cama. Harey me tocó la mano. Me dejé caer hacia adelante, arrastrando a Harey, y así nos quedamos, inmóviles, abrazados. Me dormí.

A la mañana desperté descansado y fresco. El experimento me parecía un asunto insignificante; no entendía cómo había podido dar tanta importancia a mi encefalograma. Tampoco me preocupaba ya tener que llevar a Harey al laboratorio. Ella trataba de dominarse, pero no podía pasar más de cinco minutos sin verme y oírme, aunque fuera de lejos, y yo había renunciado a insistir con las pruebas. Ella hasta estaba dispuesta a dejarse encerrar en alguna parte. Le pedí que me acompañara, y le aconsejé que llevara un libro.

Me interesaba sobre todo saber qué encontraríamos en aquel laboratorio. El aspecto de la sala grande, pintada de azul y blanco, no tenía nada de particular, pero los estantes y los armarios destinados a los instrumentos de vidrio parecían vacíos. El vidrio de un armario estaba rajado, y algunas puertas no tenían paneles. Parecía como si poco antes hubiese habido allí una lucha, y alguien hubiera intentado borrar todos los rastros.

Snaut, atareado junto a un aparato, se comportó bastante correctamente; no se mostró asombrado cuando vio entrar a Harey y la saludó con una leve inclinación de cabeza.

Yo ya me había acostado y Snaut me humedecía las sienes y la frente con suero fisiológico, cuando se abrió una puerta estrecha y Sartorius salió de una habitación a oscuras. Llevaba una túnica blanca y un delantal negro que le llegaba a los tobillos. Me saludó con autoridad, con un aire muy profesional, como si estuviésemos en un gran instituto de la Tierra — dos investigadores entre centenares de otros sabios— y como si prosiguiéramos con el trabajo de la víspera. No tenía puestos los anteojos negros, pero noté que llevaba lentes de contacto; pensé que eso explicaba aquella mirada inexpresiva.

Cruzado de brazos, Sartorius observaba a Snaut, que había conectado los electrodos y ahora me ponía una venda blanca alrededor de la cabeza. De cuando en cuando miraba alrededor, ignorando a Harey. Encaramada en un taburete, de espaldas contra la pared, Harey fingía leer un libro.

Snaut dio un paso atrás, y moví la cabeza cargada de discos metálicos y cables. Esperé a que Snaut encendiera el aparato pero Sartorius alzó una mano, e inició un florido discurso.

— Doctor Kelvin, un instante de atención y de concentración, por favor. No es mi intención dictarle a usted una cierta secuencia de pensamientos, pues eso falsearía la experiencia. Pero le aconsejo que deje de pensar en sí mismo, en mí, en nuestro colega Snaut. Trate de eliminar cualquier referencia a algún individuo, y concéntrese en el asunto que nos ha traído aquí. La Tierra y Solaris; el cuerpo de los sabios considerado como un todo único, aun cuando las generaciones se hayan sucedido, y el hombre, en tanto que individuo, tenga una existencia limitada; nuestras aspiraciones y nuestros repetidos intentos de establecer algún contacto intelectual; el largo devenir histórico de los hombres; la certidumbre de que somos los continuadores de ese progreso; nuestra determinación de renunciar a todo sentimiento personal y llevar adelante la misión que nos fue encomendada; los sacrificios que no eludiremos; las dificultades que intentaremos superar… Estos son los temas que le convendría tener en mente. La asociación de ideas no depende enteramente de la voluntad de usted.

« Sin embargo, el hecho mismo de que se encuentre aquí, garantiza la autenticidad de la serie que acabo de presentarle. Si no está seguro de haber llevado a cabo la tarea en las mejores condiciones posibles, dígalo, se lo ruego, y nuestro colega Snaut recomenzará el registro. Nos sobra tiempo…

Junto con estas últimas palabras, Sartorius había esbozado una sonrisita seca, pero conservando aquella mirada inexpresiva. Yo trataba de desembrollar la fraseología pomposa que él había emitido con la mayor seriedad.

Snaut rompió al fin el silencio.

—¿Listo, Kris?

Snaut apoyaba el codo en el tablero de comando del electroencefalógrafo como en el respaldo de una silla, y parecía muy tranquilo. Me sentí mejor, y le agradecí que me hubiese llamado por mi nombre de pila.





Cerré los ojos.

— Listo.

Cuando luego de fijar los electrodos, Snaut se había acercado al tablero de comando, me había acometido una angustia súbita; ahora esa angustia se disipaba también con rapidez. Entornando los párpados alcancé a ver las luces rojas que titilaban en el tablero negro. Ya no sentía el contacto húmedo y desagradable de los electrodos metálicos, esa corona de frías medallas que me circundaba la cabeza. Mi mente era una arena gris y vacía, bordeada por una muchedumbre de espectadores invisibles, amontonados en graderías, atentos, silenciosos; y de ese silencio emanaba un desprecio irónico por Sartorius y la Misión. ¿Qué improvisaría yo para aquellos espectadores interiores? Harey… pronuncié el nombre con inquietud, listo para retirarlo en seguida. Pero no hubo protestas. Insistí, embriagado en ternura y dolor, dispuesto a soportar largos sacrificios… Harey me colmaba totalmente; ella no tenía cuerpo, no tenía rostro; respiraba en mí, real e imperceptible. De pronto, a la luz gris, inscrita en esa presencia desesperada, vi la cara docta y profesoral de Giese, el padre de la solarística y de los solaristas. No veía yo la erupción de fango, la vorágine nauseabunda que había engullido unos lentes de oro y un bigote pulcramente cepillado; yo veía el grabado en la portada de la monografía, los concisos trazos de lápiz con que el dibujante le había aureolado la cabeza, una cabeza que se parecía tanto a la de mi padre (no en las facciones sino en la expresión de prudencia y honestidad anticuadas), que al fin yo no sabía cuál de los dos me estaba mirando: mi padre o Giese. Los dos habían muerto, y ninguno había recibido sepultura; pero en nuestra época los muertos sin sepultura no son raros.

La imagen de Giese desapareció y durante un rato me olvidé de la Estación, de la experiencia, de Harey, del océano negro; los recuerdos inmediatos se desvanecieron ante la certeza abrumadora de que esos dos hombres, mi padre y Giese, vueltos ahora al polvo, habían enfrentado en otro tiempo todos los azares de la existencia, y esa certidumbre me procuró una paz profunda que desplazó a la muchedumbre apiñada alrededor de la arena gris a la espera de mi derrota.

Oí el chasquido de los interruptores; la luz de las lámparas me atravesó los párpados. Pestañeé. Sartorius no se había movido; me observaba. Snaut, vuelto de espaldas, operaba el aparato; me pareció que se complacía en hacer restallar las sandalias, que se le salían de los pies.

—¿Piensa usted que la primera etapa ha tenido éxito, doctor Kelvin? — preguntó Sartorius con esa voz nasal que yo detestaba.

— Sí.

—¿Está seguro? — insistió bastante sorprendido, y tal vez con cierta desconfianza.

— Sí.

Mi seguridad y el tono cortante de mi respuesta triunfaron brevemente sobre el empaque de Sartorius.

— Ah… bueno — farfulló.

Snaut se me acercó y comenzó a desenrollar el vendaje que me ceñía la cabeza. Sartorius retrocedió, titubeó, y desapareció en el cuarto oscuro.

Me desentumecía las piernas, cuando Sartorius reapareció trayendo en la mano la película ya revelada y seca. A lo largo de unos quince metros de cinta negra y brillante, unas líneas temblorosas dibujaban un encaje blanco.

Ya no me necesitaban, pero me quedé. Snaut metió la película en la cabeza del modulador. Sartorius, la mirada sombría y desconfiada, examinó una vez más el extremo de la cinta, como si intentase descifrar aquellas líneas ondulantes.