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—¿Qué esperas de mí? ¿Que la aleje? Te he preguntado por qué, y no me contestaste.

— Te contestaré ahora. No fui yo quien propuso esta conversación. No me he mezclado en tus asuntos. No te ordeno nada, no te prohibo nada. Aunque tuviese algún derecho, tampoco lo haría. Viniste aquí por tu propia voluntad, y hablaste. ¿Sabes por qué? ¿No? Para sacarte un peso de encima. Ah, mi querido Kelvin, conozco esa carga, y no me interrumpas. Te dejo en libertad de decidir, cuando tú querrías que yo me opusiera. Si yo me interpusiera en tu camino, podrías luchar conmigo, algo tangible, un hombre como tú, hecho del mismo barro. Lucharías y tú también te sentirías un hombre. Como no te doy oportunidad de pelear, discutes conmigo; o mejor dicho, contigo mismo. Sólo falta que me digas que morirías de pena, si ella desapareciera… ¡No, por favor, ya oí bastante!

Reaccioné torpemente.

— Pensé en llevármela fuera de la Estación, y que era mi deber informarte.

— No das el brazo a torcer. — Snaut se encogió de hombros. — Te dije lo que pensaba porque te veo un poco en las nubes. Y cuanto más alto subas, más dura será la caída. Ven mañana a eso de las nueve, y veremos a Sartorius.

—¿A Sartorius? Creía que no dejaba entrar a nadie. Me dijiste que ni siquiera se le podía telefonear.

— Parece que se las ha arreglado de algún modo. Nunca hablamos de nuestros problemas domésticos. Contigo es distinto. ¿Vendrás mañana a la mañana?

— Bueno — gruñí.

Yo miraba a Snaut. Había metido la mano izquierda dentro del armario. ¿Desde cuando estaba entornada la puerta? Desde hacía mucho, probablemente, pero en el calor de la charla yo no había advertido que la posición de aquella mano no era natural. Se hubiera dicho que escondía algo, o que sostenía la mano de alguien.

Me humedecí los labios.

— Snaut, qué te…

— Mejor que te vayas ahora — me dijo Snaut en voz baja.

Salí y cerré la puerta sobre los últimos resplandores del crepúsculo rojo. Harey esperaba a diez pasos de la puerta, sentada en el suelo, pegada a la pared.

Se levantó de un salto.

—¿Ves? — dijo mirándome con ojos brillantes—. Lo conseguí, Kris… ¡Estoy contenta! Tal vez me resulte cada vez más fácil…

Respondí distraídamente:

— Oh, sí, por supuesto…

Volvimos a mi habitación. Yo no dejaba de devanarme los sesos a propósito de ese armario. ¿Era allí entonces donde escondía?… ¿Y toda nuestra conversación?… Me ardían tanto las mejillas que me las acaricié involuntariamente con el dorso de la mano. ¡Qué conversación estúpida! ¿Y para llegar a qué? A nada. Ah, sí, mañana a la mañana…





De pronto sentí miedo, un miedo semejante al de la noche anterior. Mi encefalograma. Un registro completo de mis procesos mentales sería proyectado en el océano, como radiación. ¿Qué había dicho Snaut? ¿Que si ella desapareciera, yo sufriría de un modo terrible? Un encefalograma es un registro de todos los procesos, conscientes e inconscientes. Si yo deseaba que ella desapareciese, quizá ocurriera así, pero eso no me libraba de la angustia. ¿Yo era responsable de mi inconsciente? ¿Quién otro sería responsable? ¡Qué estupidez! ¿Por qué habría accedido a entregarles mi encefalograma? Podría, naturalmente, estudiar el registro antes que ellos lo usaran, pero no sabría descifrarlo. Nadie sabría descifrarlo. Los especialistas dirían, por ejemplo, que el sujeto buscaba la solución de un problema matemático, pero no podrían identificar el problema mismo. Están obligados a atenerse a generalidades, afirman, pues el encefalograma no discrimina entre los distintos procesos simultáneos, que no siempre tienen una « contraparte » psíquica. En cuanto al inconsciente, ¿cómo podría yo descifrar un recuerdo reprimido? ¿Pero por qué tenía tanto miedo? Esa misma mañana le había dicho a Harey que la experiencia no conduciría a nada. Si nuestros neurofisiólogos no eran capaces de descifrar un encefalograma, ¿cómo podría hacerlo esa extraña y gigantesca criatura?

Y sin embargo, había entrado en mí, sin que yo lo advirtiera, había sondeado mi memoria, descubriendo mi punto más sensible. Sin ningún auxilio, sin ninguna « onda » atravesó el casco hermético de la Estación, me encontró, y se llevó su botín…

—¿Kris? — susurró Harey.

De pie delante de la ventana, la mirada fija, yo no había advertido la llegada de la noche. Una delgada techumbre de nubes plateadas reflejaba débilmente el sol desvanecido, velando las estrellas.

Si ella desaparecía después del experimento, eso significaría que yo deseaba que desapareciera. Que yo la había matado. No, no subiría a ver a Sartorius. No estaba obligado a obedecerles. ¿Qué les diría? ¿La verdad? No, tendría que fingir, mentir, ahora y siempre… Tal vez hubiera en mí pensamientos, intenciones, esperanzas crueles de los que yo nada sabía, pues era un asesino que se ignoraba a sí mismo. El hombre se había lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones, sin haber explorado íntegramente sus propios abismos, ese laberinto de oscuros pasadizos y cámaras secretas, sin haber penetrado en el misterio de las puertas que él mismo ha condenado. ¿Abandonar a Harey por falsa vergüenza, o sólo porque me faltaba coraje?

—¿Kris? — dijo Harey en voz todavía más baja.

Se había acercado a mí. Simulé no haberla oído. En ese instante yo quería estar solo. Aún no había decidido nada. Inmóvil, contemplaba el cielo negro, las estrellas frías, pálidos fantasmas de las estrellas que brillaban en el cielo terrestre. De pronto sentí la cabeza vacía. Sólo me quedaba la lúgubre certeza de haber iniciado un viaje sin retorno. Me negaba a admitir que avanzaba hacia algo inalcanzable, y no rae quedaban fuerzas ni para despreciarme a mí mismo.

Los Pensadores

— Kris ¿es por ese experimento?

El sonido de la voz de Harey me sobresaltó. Yo estaba acostado en la oscuridad desde hacía horas, con los ojos abiertos, incapaz de dormir. No oía más la respiración de Harey, y la había olvidado, dejándome llevar por una corriente de pensamientos oscuros, perdiendo de vista la medida y el significado de la realidad.

—¿Cómo sabes que no duermo?

— Cuando duermes respiras de otro modo — me dijo ella con dulzura, como para hacerse perdonar la observación—. No quería importunarte… Si no puedes hablar, no me contestes.

—¿Por qué no podría hablar? Sí, lo has adivinado, es ese experimento.

—¿Qué esperan ellos?

— Ni ellos mismos lo saben. Algo. Cualquier cosa. No es la « Operación Pensamiento », es la « Operación Desesperación ». A decir verdad, sería necesaria que uno de nosotros tuviese el coraje de anular el experimento y de asumir la responsabilidad de la decisión. Pero la mayoría piensa que ese coraje sería una señal de cobardía, el primer paso atrás, una retirada indigna del hombre. Como si fuese digno del hombre meterse de cabeza en algo que no entiende ni entenderá jamás. — Hice una pausa, pero tuve de pronto otro acceso de cólera. — Naturalmente, no les faltan argumentos. Pretenden que aunque no establezcamos algún contacto no habremos perdido el tiempo estudiando ese plasma, esas ciudades vivientes que aparecen y desaparecen a lo largo del día, y que al fin descubriremos el secreto de la materia. Saben bien que se engañan a sí mismos, es como si se pasearan por una biblioteca donde todos los libros están escritos en una lengua incomprensible. ¡Lo único familiar es el color de las encuadernaciones!

—¿No hay otros planetas como éste?

— Tal vez. No hemos tropezado con ningún otro. En todo caso, es de una clase extremadamente rara. No como la Tierra. La Tierra es de un tipo común: ¡la hierba del universo! Y nos vanagloriamos de esa universalidad. No imaginamos que pueda haber algo muy distinto, y con esta idea partimos hacia otros mundos. ¿Y qué haremos con esos otros mundos? Dominarlos o que ellos nos dominen: ¡no hay otra idea en nuestros patéticos cerebros! Ah, cuánto esfuerzo inútil.