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El experimento prosiguió sin sobresaltos. Snaut y Sartorius se habían instalado en los tableros de control y oprimían botones. A través del suelo blindado oí el ronroneo sordo de la corriente en las bobinas; los haces luminosos se movieron en los indicadores, junto con el proyector de rayos X que descendió al fondo de la casamata. Los haces luminosos se detuvieron en el nivel mínimo.

Snaut elevó la tensión, y la aguja blanca del voltímetro describió un semicírculo de izquierda a derecha. El zumbido de la corriente apenas se oía ahora. La película se desenrollaba, invisible bajo las dos cápsulas esféricas; las cifras saltaron con un leve tintineo en el cuadrante del medidor.

Me acerqué a Harey, que nos observaba por encima del libro. Me echó una mirada inquisitiva. El experimento había concluido. Sartorius se acercó a la pesada cabeza cónica del aparato.

Los labios de Harey dibujaron una pregunta muda: « ¿Nos vamos? »

Asentí con un movimiento de cabeza. Harey se incorporó y dejamos la sala sin despedirnos.

Un crepúsculo admirable iluminaba las ventanas del corredor del piso alto. El horizonte no era rojizo y lúgubre, como de costumbre a esa hora, sino de un rosa tornasolado, recamado de plata. Las ondulaciones sombrías del océano reflejaban una luz violácea. El cielo era rojo sólo en el cénit.

Cuando llegamos al pie de la escalera, me detuve de pronto. No podía soportar la idea de que nos encerráramos de nuevo en mi cabina, como en la celda de una cárcel.

— Harey… quisiera ver una cosa en la biblioteca… ¿no te aburre?

—¡Oh, no! — exclamó Harey con una animación un poco forzada—. Encontraré algo para leer…

Desde la víspera, me daba cuenta, se había abierto un foso entre nosotros. Hubiera tenido que mostrarme más cordial, vencer aquella apatía. Pero ¿de dónde sacar fuerzas?





Bajamos por la rampa que llevaba a la biblioteca; en el pequeño vestíbulo había tres puertas, unos globos de cristal que contenían flores se alineaban a lo largo de las paredes.

Abrí la puerta del centro, recubierta con cuero sintético en las dos caras. Cuando entraba en la biblioteca yo siempre evitaba tocar ese tapizado. Nos recibió una agradable bocanada de aire fresco. A pesar del sol estilizado pintado en el cielo raso, la vasta sala circular no se había recalentado.

Acariciando distraídamente los lomos de los libros, estaba a punto de elegir, entre todos los clásicos de Solaris, el primer volumen de Giese, deseando mirar una vez más el retrato que adornaba la portada, cuando descubrí al azar la obra de Gravinsky, un in octavo de tapas resquebrajadas, que no había visto antes.

Me instalé en una butaca mullida. Harey, sentada a mi lado, hojeaba un libro; yo oía cómo volvía las páginas. El Compendiode Gravinsky, que los estudiantes consultaban como ayuda-memoria, era una clasificación alfabética de las hipótesis solaristas. El compilador, que nunca había puesto el pie en Solaris, había examinado todas las monografías, todos los anales de expedición, las crónicas fragmentarias y las hipótesis de trabajo; incluyendo aun los comentarios ocasionales que podían leerse en las obras de planetólogos dedicadas a otros globos celestes. Había redactado un inventario donde abundaban las formulaciones simplistas, que desvirtuaban las sutilezas del pensamiento original. La obra, concebida como un proyecto enciclopédico, hoy sólo era una simple curiosidad sin importancia. El compendio de Gravinsky había aparecido veinte años antes, pero desde entonces se habían acumulado tantas hipótesis novedosas, que un solo libro no hubiera bastado para contenerlas.

Recorrí el índice, casi una lista necrológica, pues sólo unos pocos de los autores citados vivían aún. Entre los sobrevivientes, ninguno participaba de modo activo en los estudios solaristas. Leyendo todos aquellos nombres, sumando tantos esfuerzos intelectuales, en todos los campos, uno no podía dejar de pensar que entre esos miles de hipótesis, una al menos tenía que ser justa, y que en todas ellas había sin duda un grano de verdad; la realidad no podía ser enteramente distinta.

En la introducción, Gravinsky dividía en períodos los sesenta primeros años de estudios solaristas. Durante el primer período, que se había iniciado con una nave de reconocimiento en órbita, nadie había formulado una verdadera hipótesis. El « sentido común » aceptaba a la sazón que el océano era un conglomerado químico sin vida propia, una masa gelatinosa que por medio de una actividad « casi volcánica » producía maravillosas creaciones y estabilizaba una órbita excéntrica mediante un proceso mecánico autógeno, así como un péndulo se mantiene en un cierto plano una vez puesto en movimiento. A decir verdad, tres años después de la primera expedición, Ma-genon había insinuado que la « máquina coloidal » estaba dotada de vida; para Gravinsky, empero, el período de las hipótesis biológicas comenzaba sólo nueve años más tarde, cuando la opinión de Magenon, anteriormente descartada, había conquistado ya numerosos adeptos. Los años siguientes abundaron en descripciones teóricas del océano vivo, descripciones en extremo complejas, apoyadas en análisis biomatemáticos. En el transcurso del tercer período, la opinión de los sabios, hasta entonces bastante unánime, empezó a dividirse.

Lo que siguió fue un combate furioso entre una multitud de escuelas rivales. Fue la época de Panma-ller, Strobel, Freyhouss, Le Greuille, Osipowicz; todo el legado de Giese fue sometido a una crítica implacable. Aparecieron los primeros atlas y los primeros inventarios; y nuevas técnicas de control remoto permitieron que los aparatos transmitieran estereofotografías desde el interior de las asimetrladas, que hasta hacía poco no parecía posible explorar. En el ir y venir de las discusiones, se desecharon con desdén las hipótesis « mínimas »: aunque no se lograra el ansiado « contacto » con el « monstruo racional », sostenían algunos, valía la pena estudiar las ciudades cartilaginosas de los mimoides y las montañas que se levantaban en la superficie del océano, y obtener así valiosa información química y fisioquímica, y conocer mejor la estructura de las moléculas gigantes. Nadie se molestó en refutar a los partidarios de estas tesis derrotistas. Los hombres de ciencia se dedicaron a catalogar las metamorfosis típicas, en obras todavía clásicas. Frank desarrolló mientras tanto la teoría bioplasmática de los mimoides, que aunque inexacta, como se demostró luego, sigue siendo un ejemplo admirable de audacia intelectual y de construcción lógica.

Esos tres primeros « períodos de Gravinsky » — treinta y tantos años de seguridad candida, de romanticismo irresistiblemente optimista— fueron la juventud de la solarística. Un creciente escepticismo anunciaba ya la edad madura. Hacia fines del primer cuarto de siglo de las viejas hipótesis coloido-mecánicas, apareció un descendiente lejano: la teoría del océano apsíquico, una nueva y casi unánime ortodoxia que tiró por la borda las ideas de toda una generación de observadores que habían creído observar en el océano las manifestaciones de una voluntad consciente, procesos teleológicos, una actividad motivada por alguna necesidad interior. Este punto de vista era ahora repudiado de modo abrumador, dejando dueño del campo al equipo Holden, Eonides y Stoliwa, cuyas especulaciones lúcidas, analíticamente fundamentadas, se apoyaban en un examen minucioso de los datos que continuaban acumulándose. Fue la edad de oro de los archivistas; las microfilmotecas rebosaban de documentos; las expediciones, que contaban a veces con más de mil miembros, fueron equiparadas con los aparatos más perfectos que la Tierra podía proveer: registradores automáticos, sondas, detectores. Sin embargo, el espíritu mismo de la investigación estaba flaqueando, y en el transcurso de ese período todavía optimista se gestaba ya una declinación.

Hombres audaces como Giese, Strobel, Sevada, que no vacilaban jamás cuando se trataba de defender o atacar una concepción teórica, habían dado forma a esta primera fase de la solarística. Sevada, el último de los grandes solaristas, desapareció de modo inexplicable en las cercanías del polo sur del planeta. Aparentemente, había sido víctima de una imprudencia, que ni siquiera un novicio hubiese podido cometer. Planeando a escasa altura por encima del océano, a la vista de un centenar de observadores, había precipitado el aparato al interior de un agilus, que sin embargo no le cerraba el paso. Se había hablado de una debilidad súbita, de un desvanecimiento, de una falla mecánica; pero yo siempre había creído que éste era el primer suicidio, una primera y repentina crisis de desesperación.