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— Es horrible…

— Acaso menos horrible de lo que piensas.

— Pero tú no me envidias.

— Harey, ignoro cuál será tu destino. Me parece tan imprevisible como el mío, o de cualquier habitante de la Estación. El experimento continuará, y puede ocurrir cualquier cosa.

— O nada.

— O nada. Y yo prefiero que no ocurra nada. No porque tenga miedo (aunque el miedo cumple sin duda un papel en este asunto) sino porque no llegaremos a ningún resultado. De eso estoy completamente seguro.

—¿Resultado? ¿Hablas de ese… océano?

— Sí, contacto con el océano. Yo creo que el problema es en realidad muy simple. Contacto significa intercambio de conocimientos específicos, ideas, o al menos comprobaciones, hechos definidos… Pero ¿si no hay intercambio posible? Si el elefante no es un microbio gigante, el océano no es un cerebro gigante. Habrá intentos de aproximación, claro está. Y la consecuencia de uno de esos intentos es que tú estés aquí, ahora y conmigo. Y yo me esfuerzo por explicarte que te amo. Tu sola presencia borra los doce años que consagré al estudio de Solaris, y deseo conservarte junto a mí. ¿Te han enviado para torturarme o para hacerme feliz, o eres tan sólo un instrumento que ignora su función y del que se sirven para examinarme como a través de un microscopio? Quizá estás aquí para mostrarme amistad, como un castigo sutil, o como una burla. Quizá eres todo a la vez, o quizá, y es lo más probable, algo muy diferente. Dirás que nuestro porvenir depende de las intenciones del océano, y no te lo negaré. Yo tampoco conozco el porvenir. Ni siquiera puedo asegurarte que te querré siempre. Teniendo en cuenta lo que ha ocurrido, hemos de esperar cualquier cosa. ¿Y si mañana me transformaran en una medusa verde? Nada depende de nosotros. Pero tomar hoy una decisión depende sí de nosotros. ¡Decidamos estar juntos! ¿Qué opinas?

— Escucha, quisiera preguntarte… ¿Me parezco mucho a ella?

— Te parecías mucho al principio. Ahora, ya no sé.

— No comprendo…

Harey se había incorporado y me miraba con aquellos ojos inmensos.

— Sólo tú estás aquí. Si fueras realmente ella, tal vez no podría amarte.

—¿Por qué?

— Porque le hice algo.

—¿La trataste mal?

— Sí, cuando nosotros…

—¡No me digas nada!

—¿Por qué?

— Para que no olvides que soy yo quien está aquí, y no ella.

Conversación

A la mañana siguiente encontré sobre mi mesa una esquela de Snaut: Sartorius había diferido la construcción del desintegrador y se disponía a proyectar por última vez un poderoso haz de rayos X.

— Harey, querida, tengo que ir a ver a Snaut.

La aurora roja iluminaba la ventana y dividía la habitación en dos. Harey y yo estábamos en un área de sombra azul. Más allá de esa zona de sombra, todo era cobrizo; si un libro hubiese caído de un anaquel, yo hubiese esperado oír un golpe metálico.

— Se trata de ese experimento. Pero no sé qué hacer. Comprendes, preferiría…

— No necesitas justificarte, Kris. Si por lo menos no durase demasiado…

— Durará bastante. Escucha ¿crees que podrías esperar en el corredor?

— Probaré. ¿Y si no consigo dominarme?

—¿Qué es lo que sientes? No es mera curiosidad, entiéndeme. Se me ocurrió que si lo discutíamos un rato quizá encontráramos una salida.

Harey había empalidecido.

— Tengo miedo — dijo—. No de alguien, o de algo. Tengo la impresión de ir de un lado a otro sin rumbo, y me siento avergonzada. Luego tú llegas y todo es de nuevo como antes. Por eso pensé que yo había estado enferma…

— Quizá te sentirás distinta fuera de esta maldita Estación. Me las arreglaré para que nos vayamos cuanto antes.

Harey abrió desmesuradamente los ojos





—¿Crees que es posible?

—¿Por qué no? No soy aquí un prisionero. Tendré que hablar con Snaut, ¿cuánto tiempo podrás quedarte sola?

— Depende… Si pudiera oír tu voz, creo que podría serenarme.

— Preferiría que no escucharas. No tengo nada que ocultarte, pero no puedo saber qué dirá Snaut.

— No sigas, he comprendido. Me mantendré a una buena distancia; bastará con que reconozca tu voz.

— Lo llamaré desde el taller. No cerraré la puerta.

Harey asintió con un gesto.

Atravesé la zona roja; por contraste, y a pesar de las lámparas, el corredor me pareció oscuro. La puerta del taller estaba abierta. Últimos rastros de los acontecimientos de la noche, las esquirlas de la garrafa Dewar brillaban bajo una hilera de tanques de oxígeno líquido. Alcé el micrófono-auricular, la pequeña pantalla se encendió, y marqué el número de la cabina de radio.

Detrás del vidrio una luz azulada creció y ocupó la pantalla: Snaut me miraba de costado, apoyado en el brazo de un sillón.

— Hola — dijo.

— Encontré tu esquela. Quisiera hablar contigo. ¿Puedo ir?

— Sí, ¿ahora?

— Sí.

— Discúlpame, ¿vienes solo, o acompañado?

— Solo.

Snaut se inclinó a mirarme a través del vidrio convexo, y la frente arrugada y unas mejillas enjutas y tostadas por el sol llenaron la pantalla: un pez extraño en un acuario extraño. De pronto pareció haber llegado a una decisión.

— Bueno, bueno, te espero.

Cuando volví a mi cuarto, distinguí vagamente la silueta de Harey más allá de la cortina de rayos rojos. Estaba con las manos apoyadas en los brazos del sillón. ¿Habría oído mis pasos demasiado tarde? Durante un segundo, la vi luchar contra aquella compulsión inexplicable, contrayendo todos los músculos, hasta que de pronto me vio y se aflojó inmediatamente. Reprimí un sentimiento de furia ciega y piedad.

Avanzamos en silencio por el largo corredor de paredes policromas. (La diversidad de los colores, habían dicho los arquitectos, haría la vida más tolerable dentro del casco blindado.) Vi de lejos que la puerta de la cabina de radio estaba entreabierta y dejaba pasar una franja de luz roja. Miré a Harey, que ni siquiera intentó sonreírme: había estado preparándose para librar un combate consigo misma, y ahora que la prueba se aproximaba, tenía el rostro pálido, consumido. Se detuvo a quince pasos de la puerta. Di media vuelta; ella me empujó con las puntas de los dedos. En ese mismo instante, Snaut, mis proyectos, la experiencia, la Estación, todo me pareció irrisorio comparado con el suplicio que ella se preparaba a sufrir; y yo acompañándola como auxiliar del verdugo. Quise volver sobre mis pasos. De pronto una sombra cortó el reflejo del sol sobre la pared y me apresuré a entrar en la cabina.

Snaut me esperaba junto a la puerta. El disco solar le aureolaba los cabellos grises con una luz purpúrea. Nos observamos un momento sin hablar. Aunque él podía estudiarme tranquilamente, yo no lo veía, enceguecido por el resplandor de la ventana.

Pasé al lado de Snaut y fui a apoyarme en un elevado pupitre, donde emergían los brazos flexibles de los micrófonos. Snaut dio una lenta media vuelta y continuó observándome con aquella sonrisa habitual, una mueca que no expresaba alegría, sólo una fatiga abrumadora. Sin quitarme los ojos de encima, se abrió paso entre las pilas de objetos hacinados en desorden: células térmicas, instrumentos, piezas de repuesto del equipo de radio. Alzó un taburete y se sentó de espaldas contra las puertas de un armario de acero.

Escuché con atención. Del corredor no llegaba ningún ruido. ¿Por qué callaba Snaut? Nuestro silencio ya estaba pareciéndome embarazoso.

Me aclaré la garganta.

—¿Cuándo estaréis listos, tú y Sartorius?

— Podríamos empezar hoy, pero el registro lleva un tiempo.

—¿El registro? ¿El encefalograma quieres decir?

— Sí, estuviste de acuerdo… ¿Qué pasa?

— No, nada.

Otro largo silencio. Al fin Snaut se decidió a hablar.

—¿Tenías algo que decirme?

— Ella sabe — murmuré.