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Harey seguía respirando; ahora el estertor era sólo un ligero silbido. El pecho empezó a moverse al ritmo rápido de los latidos del corazón. Las mejillas se le colorearon. Yo la observaba sin entender. Me transpiraban las manos, y parecía que una sustancia suave y blanda me tapara los oídos; y sin embargo yo seguía oyendo aquel campanilleo persistente.

Harey abrió los ojos y nuestras miradas se encontraron.

Quise llamarla; pero no pude hablar: mi rostro era aún una máscara. No podía hacer otra cosa que mirar a Harey.

Ella movió la cabeza, examinó el cuarto. En algún lugar, detrás de mí, en otro mundo, un grifo goteaba. Harey se apoyó sobre el codo; se sentó. Yo retrocedí. Ella me observaba.

—¿Qué? —dijo—. No… no resultó. ¿Por qué… por qué me miras así? —Y bruscamente un grito — ¿Por qué me miras así?

Silencio. Harey se examinó las manos, dobló los dedos.

—¿Soy yo?

Moví los labios nombrándola en silencio, y ella repitió como una pregunta:

—¿Harey?

Lentamente, se deslizó fuera de la mesa de operaciones, se tambaleó, recuperó el equilibrio y dio unos pocos pasos. Se movía como en un estado de estupor; me miraba sin verme.

—¿Harey? — repitió—. Pero… yo no soy Harey. ¿Quién soy entonces? ¿Harey? ¿Y tú, tú? —Los ojos se le agrandaron, centellearon, y una sonrisa de asombro le iluminó el rostro. — ¿Y tú, Kris? Acaso tú también…

Yo había retrocedido hasta la pared apoyándome contra la puerta de un armario.

La sonrisa se desvaneció.

— No — dijo Harey—. Tú estás asustado. No puedo soportarlo más. Imposible. Aún no entiendo nada. Imposible. — Los puños pálidos y apretados golpearon el pecho. — ¡Yo no sabía nada, excepto que era Harey! ¿Crees por ventura que estoy fingiendo? No, te lo juro, ¡no estoy fingiendo!

Dijo las últimas palabras en un gemido y se dejó caer al suelo sollozando. Algo cedió en mí. De un salto llegué junto a ella y la abracé. Ella luchaba, me rechazaba sollozando sin lágrimas, y gritaba.

— No me toques. ¡Te repugno, lo sé! ¡Déjame! No soy yo, no soy yo, no soy yo…

—¡Cállate! ¡Cállate! — le grité, sacudiéndola.

De rodillas en el suelo, frente a frente, gritamos los dos. La cabeza de Harey se desplomó al fin sobre mi hombro. La estreché contra mí con todas mis fuerzas. Jadeantes, ya no nos movíamos. El grifo seguía goteando, lentamente.

— Kris… dime, ¿qué he de hacer para parar todo esto? Kris…

—¡Cállate!

Harey alzó la cabeza y me miró.

—¿Cómo, tú tampoco sabes? ¿No se puede hacer nada?

— Por favor…

— Lo intenté… ¡No, no, suéltame! No quiero que me toques. Te repugno. Si sólo supiera cómo…

—¿Te matarías?

— Sí.

— Pero yo quiero que vivas. ¿Entiendes? Quiero que estés aquí, conmigo. ¡No deseo ninguna otra cosa!

Los grandes ojos grises me miraron de cerca.

— Mientes — dijo ella en voz baja.

La solté y me incorporé.

—¿Qué podría hacer para que me creyeras? Te juro que no miento. Sólo tú cuentas para mí.

— Es imposible que digas la verdad, pues yo no soy Harey.





— Entonces ¿quién eres?

Hubo un largo silencio. Al fin ella inclinó la cabeza y murmuró:

— Harey… pero… sé que no es verdad. No soy la mujer a quien amaste una vez.

— Sí. Pero eso fue en otro tiempo. Ese pasado ya no existe. Aquí, hoy, es a ti a quien amo. ¿Comprendes?

Ella meneó la cabeza.

— Eres bueno. No creas que no aprecio todo cuanto hiciste. La primera mañana cuando me descubrí junto a tu cama esperando a que despertases, yo no sabía nada. Apenas puedo creer que eso fue hace sólo tres días. Me comporté como una lunática. Todo era como una niebla. No me acordaba de nada, nada me sorprendía; me sentía como despertando de los efectos de un narcótico, o al cabo de una larga enfermedad. Hasta pensé que acaso había estado enferma, y que no querías decírmelo. Luego ocurrieron algunas cosas, y me dieron que pensar. Tú sabes a qué me refiero. Después tuviste esa conversación en la biblioteca, con ese hombre.. ¿cómo se llama? Snaut, sí. Te negaste a explicarme nada, y entonces me levanté de noche y escuché esa cinta. Esa fue la única vez que te mentí, Kris, cuando tú buscabas el grabador, yo sabía dónde estaba, lo había escondido. El hombre que grabó esa cinta… ¿cómo se llama?

— Gibarían.

— Sí, Gibarian. Ahí estaba todo explicado. Aunque yo sigo sin entender. Sólo no sabía que no puedo… que no hay final. El no lo mencionó. O quizá sí, pero tú te despertaste y yo apagué el aparato. Había oído bastante para saber que no soy un ser humano, sino un instrumento.

—¿De qué hablas?

— Sí. Para estudiar tus reacciones, o algo por el estilo. Todos aquí tienen un… un instrumento semejante. Nacimos de vuestros recuerdos, o de vuestra imaginación. No lo sé muy bien. Gibarian habla de cosas terribles, inverosímiles… Si no concordara con todo lo demás me hubiera negado a creerlo.

—¿Todo lo demás?

— Oh, que yo no tenga necesidad de dormir, y que deba seguirte a todas partes. Todavía ayer creía que me detestabas y eso me hacía desdichada. ¡Qué idiota! Pero ¿cómo hubiera podido imaginar la verdad? El, Gibarian, no odiaba a esa mujer que lo acompañaba, pero habla de ella de una forma tan espantosa. Entonces, sólo entonces supe que nada dependía de mí, que podía hacer esto o aquello, poco importaba, siempre sería para ti una tortura. Peor aun, pues los instrumentos de tortura son pasivos e inocentes, tan inocentes como el guijarro que cae y nos mata. Que un instrumento de tortura te ame y desee tu bien, eso estaba más allá de mi entendimiento. Hubiera querido contarte todo esto, comunicarte lo poco que había entendido. Me decía que a lo mejor podía serte útil. Hasta traté de tomar notas…

Yo me aclaré la voz y pregunté penosamente:

—¿Para eso habías encendido una lámpara?

— Sí, pero no pude escribir nada. Buscaba en mí ese… tú sabes, esa « influencia »… Me sentía como loca. Me parecía que no tenía cuerpo bajo la piel, que había en mí algo… distinto, que sólo era una apariencia, destinada a engañarte. ¿Comprendes?

— Comprendo.

— Cuando no duermes de noche, y la cabeza te da vueltas durante horas, puedes llegar muy lejos, y aun tomar caminos extraños…

— Sí, ya sé.

— Pero yo sentía cómo me latía el corazón. Y recordaba que tú me habías analizado la sangre. ¿Cómo es mi sangre? Ahora puedes decirme la verdad.

— Tu sangre es igual a la mía.

—¿De veras?

— Te lo juro.

—¿Qué significa esto? Yo me decía que ese… ese poder desconocido quizá se ocultaba en mí en alguna parte, ocupando muy poco lugar. Pero no sabía dónde se escondía. Ahora, pienso que buscaba un subterfugio, pues no me atrevía a tomar una decisión; tenía miedo, buscaba otra salida. Pero Kris, si tengo la misma sangre que tú… si realmente… No, es imposible. Ya estaría muerta ¿no es cierto? Esto significa que hay una diferencia, a pesar de todo. ¿Dónde está la diferencia? ¿En la mente? Me parece sin embargo que pienso como cualquier ser humano… ¡y no sé nada! Si esa cosa desconocida estuviese pensando en mi cabeza, yo lo sabría todo. Y no te querría. Representaría una comedia, pero de modo deliberado. Kris, te lo suplico, dime todo lo que sabes. Tal vez encontremos una solución.

—¿Qué solución? ¿Quisieras morir?

— Sí, creo que si.

De nuevo el silencio. Harey seguía sentada, acurrucada. Yo miré alrededor: el mobiliario esmaltado de blanco, los instrumentos centelleantes, quizá buscando desesperadamente una clave que se materializaría de pronto.

— Harey ¿puedo también yo decirte una cosa? — Ella esperaba, en silencio. — Es verdad, no somos exactamente iguales. Pero no hay nada de malo en eso. Al contrario. Cualquiera que sea tu opinión, esa… diferencia… te salvó la vida.

Ella esbozó una sonrisita dolorosa, de niña triste.

—¿Eso quiere decir que soy… inmortal?

— No sé. En todo caso, eres mucho menos vulnerable que yo.